LAS MALAS COMPAÑÍAS

 

 Editorial de  “ABC” del 27.01.2004

 

Nadie debería llamarse a engaño ni sentirse sorprendido porque Carod-Rovira, líder de Esquerra Republicana de Cataluña y conseller en cap de la Generalitat, se haya entrevistado con la cúpula de ETA, formada por Mikel Albizu «Antza» y José Antonio Urrutikoetxea, más conocido por «Josu Ternera», prófugo de la Justicia. Era un empeño personal que le llevó a reunirse en varias ocasiones, durante 2001 y 2002, con ex miembros de la banda terrorista y con dirigentes de Batasuna. Entonces como ahora, Carod-Rovira pretendía lo mismo: una tregua territorial, una zona exenta de terrorismo limitada a Cataluña, con el propósito de evitarle al independentismo catalán la incomodidad de los atentados en su territorio y facilitarle así su extensión a nuevos sectores de la izquierda catalana, operación que dio fruto en las últimas elecciones autonómicas.

La versión dulce de este episodio de interlocución normalizada con ETA, según la cual Carod-Rovira buscaba desinteresadamente la paz, no es verosímil ni por los antecedentes del propio líder republicano ni por la desafección radical de ERC con cualquier interés que afecte al conjunto de España. Por eso cabría preguntarse si la reincidencia de Carod-Rovira no emplaza a otros a analizar con más rigor y sinceridad la deriva de algunos nacionalismos y su participación en un proceso de imposible legitimación nacional de aspiraciones estrictamente nacionalistas. Dicho de otro modo, de Carod-Rovira no debería esperarse algo distinto de lo que ha hecho, porque ya lo intentó, lo reconoció y no hizo propósito alguno de enmienda. Sus contactos directos con ETA, su pacífica aceptación de la distribución territorial del terror y el brutal ejercicio de insolidaridad que encierra su conducta apelan directamente a la posición institucional que ocupa en el Gobierno catalán y, como efecto inevitable, a la responsabilidad que el Partido Socialista debe asumir en el desenlace de este lamentable episodio.

El rechazo unánime no es suficiente para depurar todo lo inadmisible, en lo ético y en lo político, que se desvela en la conducta de Carod-Rovira. Incluso en lo jurídico, pues la interlocución con ETA para negociar y planificar acciones concertadas que benefician políticamente a la banda terrorista y perpetúan su actividad delictiva pudiera interesar a los Tribunales de Justicia, que no harían nada extraño si preguntaran a Carod-Rovira sobre las circunstancias de su reunión con los jefes etarras. En el terreno de las ideas hasta ahora ha sido posible discutir con criterios de legalidad constitucional y oportunidad política propuestas relativas a la fiscalidad y a la Justicia, que, aunque no tienen más base que la satisfacción de los nacionalismos, actuales y potenciales aliados de gobierno, circulan entre los límites flexibles de la contradicción democrática. Pero ahora lo que se plantea es sumar a la lista de concesiones al nacionalismo la tolerancia con el terrorismo y es ahí donde el Partido Socialista se enfrenta a una encrucijada inevitable, que no es la de perder o no un socio de gobierno ni la de poner o no en riesgo un poder autonómico, sino la de frenar su desfiguración como izquierda nacional o seguir aceptando la consumición de sus energías por proyectos segregadores. La neutralización de la izquierda española es ya un horizonte que tanto el nacionalismo catalán radical como el vasco contemplan con satisfacción y cultivan con reclamos de poder y ofertas de alianza anti-PP. El desprecio de Carod hacia Maragall, al que ocultó su encuentro con ETA, sólo es comprensible desde la arrogancia y la certeza de quien se sabe asegurado tanto en la fortaleza de su posición como en la debilidad de sus socios. Que Maragall no aceptara ayer la renuncia de Carod resulta bastante clarificador.

Zapatero no podía endosar a Maragall el coste de las responsabilidades que ha producido su conseller en cap, pues de hacerlo no evitaría el suyo propio al no asumir, como líder nacional, una posición determinante ante un problema que es esencialmente nacional. A última hora de la noche -y tras haber dejado por la mañana cualquier decisión en el tejado del líder del PSC- el secretario general socialista rectificaba (otra vez)  y emitía un comunicado exigiendo a Maragall que aceptase la dimisión de Carod. Aunque tarde, acertaba en el golpe de autoridad, si bien, vista con perspectiva, esta exigencia supone una desautorización de la política de delegación de decisiones que ha llevado a cabo él mismo.
Es más que probable que no baste únicamente con exigir a Maragall que se desprenda de Carod-Rovira. A estas alturas parece claro que el siguiente paso debe ser un giro en la estrategia, que ha de llevarle a replantearse su política pactista y a expresar con nitidez la tolerancia cero que Zapatero supo reflejar, de común acuerdo con el PP y con acierto histórico, en el Pacto Antiterrorista, cuyo preámbulo acoge un compromiso político de no pactar con quienes buscan beneficios del terrorismo.

Mientras el PSOE rumia el enésimo fracaso de su política de apaciguamiento del nacionalismo, por no haber sido exigente con sus socios nacionalistas en la lealtad constitucional, el PP se consolida definitivamente en ese sentido de la coherencia y de la claridad que Aznar ha sabido imprimir a los asuntos de Estado en sus ocho años de gobierno. Las contradicciones del PSOE y sus reiterados errores de percepción sobre las principales materias de lo que se da en llamar cuestión nacional, le han replegado de un espacio político, el de la idea de España, sin adjetivos, y de la sensatez constitucional, que debería compartir con el PP, mejor aliado para los intereses nacionales que los nacionalismos insolidarios.