POLÍTICA LINGÜÍSTICA E INTEGRISMO NACIONALISTA

 

 Editorial de   “ABC” del 12/02/2004

CON dos torpes pero significativos pronunciamientos sobre política lingüística, el Gobierno vasco y el tripartito catalán han vuelto a enconar el debate sobre la convivencia del castellano con las lenguas cooficiales. Al menos, las reacciones provocadas han demostrado que los nacionalismos se equivocan al creer que en estos tiempos es posible afirmar alegremente la primacía de los derechos de las lenguas, si es que existen, sobre los derechos de las personas. Éste es el criterio último que ha llevado al Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV) a suspender cautelarmente la circular de la Consejería de Educación que calificaba como «inmigrantes» a los alumnos llegados a la Comunidad vasca y les obligaba a matricularse en los planes bilingüe o exclusivamente en euskera. Por su parte, el consejero de Educación del tripartito catalán, Josep Bargalló, anunció la disposición de su partido, Esquerra Republicana de Cataluña, a exigir la imposición de sanciones a comercios que rotulen sólo en castellano, tal y como prevé la Ley de Política Lingüística de 1998, aprobada bajo el mandato de CiU. Tanto los socialistas catalanes como los «ecocomunistas» se han desmarcado de su colega republicano, en un nuevo alarde de la incoherencia interna del tripartito, como si de ERC cupiera esperar otra cosa que no fuera convertir el independentismo en «sharia» para Cataluña. Con acierto, Josep Piqué ha reprochado al tripartito que provoque un problema donde no lo hay.

Ambos casos son realmente significativos de la inadaptación de los nacionalismos a sociedades abiertas y plurales, e implican una defensa de la identidad de las personas basada no en el conjunto de sus derechos fundamentales como ciudadanos en un marco constitucional, sino en su adhesión a proyectos de agrupación gregaria, trabados con elementos identitarios sobrepuestos a la libertad individual. Por eso se queda corto cualquier análisis que minimice como simples excesos momentáneos los talantes desvelados por ambas iniciativas nacionalistas. Su respuesta exige recuperar el planteamiento esencial del proyecto constitucional de 1978 para afirmar algo tan simple como que nadie es inmigrante en su propio país y que es inadmisible la mera posibilidad de que en España un ciudadano pueda ser sancionado por rotular o anunciar su comercio sólo en castellano. No son, lamentablemente, excesos momentáneos, porque el conseller Bargalló ya anunció que no iba a cumplir la Ley de Calidad de la Enseñanza, que obliga a aumentar cuatro horas la enseñanza de castellano en educación primaria. Ésta es la veta natural de ciertos nacionalismos, incapaces aún de asumir que la diversidad cultural y lingüística de España es patrimonio de sus ciudadanos, no al revés, y que tienen derecho a administrar libremente, como expresión de su personalidad.

El problema de fondo es cómo se ha llegado a una situación en que, desde administraciones del propio Estado, se ejecutan y se proponen políticas de discriminación de castellano-hablantes, incluso con rango de ley, como en el caso catalán; ley que no se ha aplicado por el convencimiento de que cualquier sanción no superaría el más laxo de los juicios de constitucionalidad. La cooficialidad lingüística ha sido uno de los avances más emblemáticos del modelo autonómico del Estado y su mantenimiento es también un ejercicio de lealtad constitucional. La convivencia de lenguas cooficiales debe descansar en la adaptación de los ciudadanos a su uso libre y paritario, con políticas activas de las Administraciones autonómicas. El límite infranqueable es tan elemental como no hacer de peor condición a quien, en España, sólo hable castellano.