LA HORA DE UN CAMBIO EN EL MUNDO

 Editorial de  “ABC” del 17.03.03

 

EN las islas Azores, ayer, a los quince años justos de la masacre de kurdos perpetrada por Sadam Husein con armas químicas, Estados Unidos, Gran Bretaña y España, secundados por Portugal, escenificaron la emergencia de una nueva coalición atlantista que ofrece, con carácter implícito pero de manera nítida, una alternativa de futuro inmediato al tradicional «gobierno» mundial que, a golpe de negociación y veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, ha venido constituyendo la referencia, bien que ahora precaria, de lo que se entiende hoy por orden y legalidad internacionales. Y aunque Bush, Blair y Aznar pretenden que la transición hacia una nueva modalidad de arbitraje mundial se produzca sin rupturas, en un último intento de salvar la operatividad de las Naciones Unidas, lo cierto es que la crisis de Irak ha abierto una fisura considerable con Francia y Alemania, países que no han sabido leer el curso de los acontecimientos al encastillarse en una postura intransigente y hacerse acompañar en ella por dos potencias -Rusia y China- alejadas de la cultura democrática con la que se erigió en la Conferencia de San Francisco, en 1945, la vigente Organización de las Naciones Unidas.

Los ciclos históricos son inapelables. Cuando el presidente norteamericano W. Wilson propuso la creación de una asociación general de naciones, que la Conferencia de París (1919-1920) conformó en la Sociedad de Naciones, mal pudo suponer que el organismo no resistiría ni a Hitler, ni a los fascismos de los años treinta del siglo pasado, ni a su propia escasez de miras. Después de la II Guerra Mundial, las Naciones Unidas ejercieron el arbitraje internacional en un mundo enfrentado en dos grandes bloques, uno de los cuales, el soviético, cayó con estrépito en 1989. Ni ese hecho histórico decisivo, ni el discurrir posterior de los acontecimientos -ampliación de la OTAN, con reformulación de sus objetivos, la emergencia del islamismo en sus formas más fanáticas, el nacionalismo genocida en los Balcanes, los conflictos de las mismas o parecidas características en regiones como Chechenia y el terrorismo como peligro real para las sociedades occidentales- han impulsado, sin embargo, la adaptación del llamado orden mundial que ha encallado -parece que definitivamente- en la crisis de Irak.

HA sido esta evidencia la que ha aglutinado la coalición atlantista de las Azores, con sus dos declaraciones solemnes -una de ellas, verdaderamente fundacional- que vertebrarán un nuevo liderazgo. La reafirmación de la alianza entre Estados Unidos y los aliados europeos, la decisión de abordar ya el conflicto israelo-palestino, latente o en explosión desde 1948, el último acto de fe en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la decisión de derrocar, si es preciso por la fuerza a Sadam, con el consiguiente compromiso de reconstruir económica y democráticamente Irak y preservar su integridad territorial, son los raíles por los que va a discurrir la nueva coalición, abierta a otros Estados. En ese concierto renovado -en el que la intervención bélica contra Sadam parece inevitable- deben estar Francia, Alemania y el resto de los miembros de la Unión Europea. El hecho de que el Gobierno de Jacques Chirac haya errado su estrategia de manera ostensible -que el presidente francés ha pretendido modular demasiado tarde- no puede ser excusa para la amplitud y ambición que debe concitar la tarea de erigir -juntos- las líneas maestras de un nuevo orden mundial. En ese escenario, la presencia de España, cuyo Gobierno ha asumido los riesgos propios de una apuesta de la magnitud de la que se está jugando, hace que, no sin intenso y legítimo debate, adquiera un dimensión histórica, inédita para nuestro país.

LA «hora de la verdad» ha sido casi siempre la hora más trágica. Ésta, la de hoy, lo es. La cobertura que legitimaría la acción bélica inminente fue razonablemente argumentada por Bush, Blair y Aznar. Si fuese posible una resolución adicional a la 1441, mejor que mejor. Si el enfrentamiento sucedido entre los miembros del Consejo de Seguridad no permite movimientos reversibles, y desde la desolación moral y humanitaria que toda guerra provoca, la fuerza armada, para evitar otra posterior y totalitaria, resultaría dramáticamente inesquivable.