EL DISCURSO POLÍTICO DE SETIÉN

 

  Artículo de RAFAEL AGUIRRE en “El Correo” del 22.05.2003

 

La presentación en San Sebastián del libro de José María Setién 'De la ética y el nacionalismo', en plena campaña electoral y rodeado de la plana mayor del PNV guipuzcoano, fue un acto cargado de repercusiones eclesiales y de significación política. Sus cuatro capítulos recogen dos escritos anteriores y la respuesta crítica a dos documentos episcopales: a un artículo de Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, titulado 'La conciencia cristiana ante el terrorismo de ETA', y a la Instrucción Pastoral de la Conferencia Episcopal Española (CEE) 'Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias', de noviembre del año pasado. Como siempre en Setién, el estilo está muy trabado lógicamente, pero a partir de unos principios, algunos bien discutibles, que se convierten en operativos en contacto con una visión de la realidad vasca, en mi opinión, muy unilateral.

Fundamentalmente el libro es un alegato a favor de la legitimidad del nacionalismo vasco, que es presentado como necesariamente radical porque sus principios le exigen reivindicar un «derecho originario y natural a la autodeterminación». Se da por supuesta la condena sin paliativos del terrorismo de ETA, que es considerado expresión de un nacionalismo totalitario, de raíz marxista, que nada tiene que ver con el nacionalismo sabiniano, que al parecer no requiere cautela alguna. Diversas veces he mostrado mis discrepancias profundas con Setién, pero huyendo del apasionamiento que sus intervenciones solían desatar y de las imputaciones falsas que no pocas veces se le atribuían. En este artículo me ciño sólo a algunos aspectos, que considero claves, de su libro.

Encuentro, ante todo, una utilización inadecuada y confusa del concepto de nación, entendida como realidad sociocultural, como pueblo, como realidad social y que sería el sujeto del derecho natural y originario de autodeterminación. Pero, en mi opinión, el punto de partida debe ser la persona humana, sujeto primario de derechos, reconocido como ciudadano en una sociedad democrática que nace de la voluntad popular y que, como tal ciudadano, prevalece sobre las pertenencias étnicas, religiosas o electivas que pueda tener. Naturalmente el desarrollo de la persona requiere la constitución de ámbitos de sociabilidad, que pueden tener sus propios derechos, que serán siempre secundarios y no podrán avasallar la libertad de los individuos. En concreto en el País Vasco de nuestros días, la libertad que falta no es la del pueblo vasco para autodeterminarse, sino la de muchísimos ciudadanos no nacionalistas para vivir y expresarse, no sólo por la amenaza terrorista, sino por la coacción social. Del derecho inequívoco a la autodeterminación de cada persona no se sigue que las naciones siempre y necesariamente tengan «un derecho natural y originario de autodeterminación». Todo grupo social tiene derecho a desarrollar con libertad sus peculiaridades, pero esto no implica necesariamente el derecho de una nación a convertirse en Estado. No se pueden equiparar aspiraciones legítimas con derechos estrictos, cuya no consecución implica injusticia.

La CEE habla del «olvido que, con frecuencia, sufren las víctimas del terrorismo y su drama humano». Setién matiza y saca a colación la instrumentalización de las víctimas por «la opción política españolista». ¿Es todo lo que tiene que decir sobre las víctimas? ¿No reconoce la injusticia y el escarnio con que se las ha tratado? ¿Ni la deuda que la Iglesia tiene con ellas y que otros obispos han reconocido? Una visión ética de inspiración cristiana del problema vasco debe tener en la memoria y justicia debidas a las víctimas un punto de referencia esencial. Pero nada de esto se encuentra en el libro que comento.

En la polémica con sus colegas de la CEE, Setién responde a su afirmación de que cometería una grave inmoralidad «quien rechazando la actuación terrorista quisiera servirse del fenómeno del terrorismo para sus intereses políticos», diciendo que el mismo juicio moral merecería quien excluya el planteamiento nacionalista «solamente por la supuesta razón de no favorecer al terrorismo». Suponiendo que ambas actitudes se den en el País Vasco, ¿de verdad cree que merece el mismo juicio moral quien se beneficia del terrorismo porque condivide sus fines que quien se juega la vida porque lo combate? Además, en mi opinión bien discutible ciertamente, la presión de ETA y su entorno, en buena medida mafioso, ha contribuido decisivamente a que las reivindicaciones nacionalistas adquieran una centralidad social que, con toda probabilidad, no tendrían en una sociedad vasca no sometida a semejante coacción violenta y atosigante. Han sido dirigentes conspicuos del PNV quienes han hablado de que no hay movimiento de liberación nacional sin brazo armado. ¿No se le abren las carnes cuando oye eso de que «otros mueven el árbol y nosotros cogemos las nueces»?

El razonamiento escolástico se convierte en coartada escapista cuando Setién comenta el siguiente párrafo de la CEE: «Tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y condena del terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo justifican». Estas palabras ponen el dedo en la llaga que debe escocer a la sociedad vasca y a la Iglesia en particular. De lo que aquí se habla no es del silencio de los amedrentados por las amenazas. De lo que se trata es de tanto pasar de largo ante la falta de libertad, de la exclusión ideológica, de las amenazas a miles de ciudadanos (más de 40.000 según Gesto por la Paz), de la falta de solidaridad con las víctimas, de tanto silencio obsequioso y cobarde ante la apología del terrorismo. Quien habla en nombre de la ética -y no digamos nada si lo hace en nombre del Evangelio- tiene que exhortar a la sociedad vasca a vencer el miedo y la comodidad, a solidarizarse con los amenazados y a rebelarse cívicamente contra el fanatismo. Pero el libro, muy comprensivo con los que callan, no dice nada de esto.

Polemizando con el arzobispo de Pamplona, Setién aborda el problema candente y delicado de la promoción del euskera y afirma que «es éticamente aceptable la existencia de una intencionalidad política en los proyectos dirigidos a su recuperación y consolidación». Pero no dice nada de la patrimonialización por una ideología de lo que es un bien de todos. ¿No es el uso político del euskera un grave impedimento para su más amplia aceptación social? ¿No tiene nada que decir monseñor Sstién cuando ve al euskera convertido en santo y seña del rupturismo social más atribiliario?

En mi opinión, el nacionalismo totalitario, etnicista y excluyente de ETA y su entorno se ha revestido en ocasiones, más antes que ahora, de marxismo, pero fundamentalmente es un desarrollo de la ideología sabiniana originaria. De otra forma no habría tenido ni tanta extensión social ni, mucho menos, tan amplias complicidades sociales. Un nacionalista democrático no debe ofenderse por esta afirmación. Todas las ideologías, incluido el cristianismo, pueden tener y, de hecho, tienen sus perversiones que, con frecuencia, practican la violencia. Uno de los méritos del documento de la CEE es que analiza las raíces del terrorismo con mayor profundidad que otros documentos episcopales y es un acierto cuando considera teológicamente como idolatría la absolutización de la ideología nacionalista que late detrás del terrorismo. Pero esto tampoco le gusta a Setién, que dice: «Difícilmente se encontraría hoy un nacionalismo radical que, 'de verdad', quisiera situar a su proyecto político en el lugar de Dios». Que hay una forma de nacionalismo vasco que funciona como religión de sustitución y que ha contribuido a la desertización del espíritu cristiano en amplios sectores sociales es cosa demostrada por los sociólogos. El 'fanatismo' etimológicamente es envolver de halo sagrado lo que es profano. Setién rechaza con notable frivolidad un diagnóstico teológico que entra en lo más profundo de la degeneración del nacionalismo exacerbado.

Creo que puede hacerse una lectura del documento de la CEE mucho más positiva que la realizada por Setién. Es un texto que no tiene el menor atisbo de españolismo reaccionario y que acepta explícitamente las opciones nacionalistas democráticas. Afirma que España es producto de un complejo proceso histórico que no puede romperse «unilateralmente», y dice: «No es moral cualquier modo de propugnar la independencia de cualquier grupo y propugnar la creación de un nuevo Estado». Lo cual implica que sí hay modos legítimos de propugnarlo. El pensamiento de la CEE se aclara cuando añade que «la Constitución es hoy el marco jurídico ineludible para la convivencia... Se trata de una norma modificable, pero todo proceso de cambio debe hacerse según lo previsto en el ordenamiento jurídico». Me temo que aquí está la madre del cordero para el actual nacionalismo vasco y para Setién, que no discute directamente este párrafo decisivo. Tras su giro reciente, el nacionalismo silencia, cuando no niega, la existencia de una democracia en España. El Estatuto, recibido en su momento como la base de una convivencia democrática entre vascos y en el Estado, es ahora deslegitimado por principio como una carta otorgada. El libro de Setién reviste de argumentos éticos este rupturismo político. Afirma que el marco jurídico vigente, cuya naturaleza democrática queda ímplicitamente descalificada, no ofrece posibilidades de transformación interna que pueda satisfacer a los nacionalistas vascos. Lo que Setién ya apuntó en la conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI en 1988 se dice ahora de forma más clara y razonada.

El libro que ha dado pie a estas líneas tiene una decidida voluntad de intervención política y José María Setién se confirma como uno de los principales ideólogos de la deriva soberanista del nacionalismo vasco, que ha fracturado la sociedad vasca. Reprocha Setién al documento de la CEE que no sea independiente «respecto del lenguaje condenatorio utilizado por ciertas instancias políticas interesadas». Pero de su libro hay que decir que ofrece, con un presunto revestimiento ético, la justificación política del nacionalismo representado por el 'Plan Ibarretxe'.