DEMOCRACIA O MORDAZA

 

 

  Artículo de CRISTINA ALBERDI. Diputada y ex ministra en “ABC” del 19.09.2003

LA democracia interna de los partidos políticos es una condición indispensable para el buen funcionamiento de nuestro sistema político. En primer lugar porque así lo establece el art. 6 de la Constitución Española pero además por ser piezas clave de nuestro ordenamiento constitucional y base del pluralismo y la democracia. Los partidos tienen que ser capaces de aunar en el seno de sus organizaciones, la disciplina y el orden interno con el sano ejercicio de la emisión libre del pensamiento, con la libertad de opinión, con la discrepancia y con el conjunto de acciones que constituyen el derecho fundamental a la libertad de expresión.

El legado autoritario que arrastran los partidos es innegable, por más que algunos lo nieguen de plano. Los partidos de izquierda han bebido en las fuentes de la purga y de la persecución del disidente. La tradición ha sido la expulsión de sus filas. Han sido partidos ahormados por la burocracia, las direcciones férreas y la mano de hierro. No existe tradición de pluralismo ni de debate verdadero en su seno. Las decisiones son piramidales y las organizaciones, fuertemente jerárquicas. No interesa la pluralidad ni la discrepancia.

Los principios constitucionales no parecen haber calado en sus comportamientos. Aunque la Constitución obligue a un funcionamiento democrático, las burocracias de sus organizaciones parecen ajenas a las obligaciones constitucionales. Esta imagen de autoritarismo, sin duda trasnochada y anacrónica, hace que el ciudadano perciba a los partidos políticos como grupos ajenos a las normas de convivencia que rigen para todos y genera un desencanto en la política y los políticos que aumenta la desafección cada vez más preocupante de grandes capas de la sociedad.

La Constitución ampara justamente lo contrario. No sólo cabe la discrepancia dentro de un partido político, en ejercicio de la libertad de expresión. Es que la emisión de opiniones contrarias a las direcciones por sus militantes, forma parte de un espacio de libertad que integra el núcleo duro de los derechos fundamentales. Y ese espacio, esa libertad, no queda limitada ni reducida por el hecho de ser representante de la soberanía popular. Muy al contrario, es uno de los ejercicios exigibles al parlamentario, tener un pensamiento propio, participar en los debates, contribuir a conformar las posiciones de su grupo y, en su caso, discrepar fundadamente de la mayoría.

Nuestra práctica democrática es todavía corta, y asombra que pueda perseguirse con tanta saña al disidente por las críticas a su dirección. En países de más tradición democrática, se asume con normalidad la crítica, la disensión e incluso la ruptura de la disciplina de voto dentro del grupo parlamentario. Ahí tenemos el caso de Robin Cook, ex-ministro de Exteriores del gobierno de Tony Blair, discrepando abiertamente, sin que a nadie se le haya ocurrido abrirle un expediente disciplinario, ni pedirle que deje el escaño.

Cuando la dirección de un partido comete errores de bulto, cuando acusa sin pruebas, rompiendo la presunción de inocencia, de montar tramas golpistas para subvertir el resultado electoral, o cuando se abren debates innecesarios o extemporáneos sobre el modelo territorial que dan alas a propuestas soberanistas, peligrosas para la estabilidad institucional, es lógico que se alcen voces con peso específico y trayectoria política, en contra de tales posicionamientos. Es más, sería conveniente que se alzasen muchas más voces autorizadas como representantes y garantes del sistema. Personas que han tenido o tienen relevancia pública, deberían asumir un plus de responsabilidad cuando se trata de posicionarse en temas centrales que afectan a las reglas del juego de la democracia.

Cerrar en los partidos políticos ese espacio, además de ser antidemocrático y por tanto anticonstitucional, es un error de primera magnitud, pues se convierten en centros monolíticos guiados por la consigna, la ausencia de debate, la obediencia ciega al líder y, por tanto, en un erial para el pensamiento y el avance político y social. El partido queda como un instrumento al servicio del poder, como una máquina que se engrasa en cada convocatoria electoral. Esto debería cambiar y los partidos políticos, a pesar de la tradición que arrastran, tendrían que ser capaces de convivir con la discrepancia, sin escudarse en la acusación de traición o deslealtad, como burladero donde ocultar su falta de fe democrática interna.

Hace ya tiempo que la doctrina se ocupa del análisis del ejercicio de los derechos de los afiliados a los partidos políticos. Me ha interesado especialmente un trabajo del profesor de derecho constitucional Eduardo Vírgala que analiza en profundidad la obligación que tienen los partidos políticos de tener una estructura interna y un funcionamiento democrático y a permitir la plena vigencia en su seno de los derechos fundamentales, también en el plano procedimental y en el derecho sancionador, «La exigencia de un funcionamiento interno democrático establecida en el art. 6 de la Constitución y la financiación pública (L.O. 3/87 de 2 de febrero de financiación de los partidos políticos) conllevan la plena vigencia en el interior de aquellos de los derechos fundamentales que componen el Estado democrático en España, es decir, de todos aquellos derechos y libertades del Título I que pueden ejercerse en el seno de un partido».

Según el Tribunal Constitucional «la exigencia constitucional de organización y funcionamiento democráticos no sólo encierra una carga impuesta a los partidos, sino que al mismo tiempo se traduce en un derecho o un conjunto de derechos subjetivos y de facultades atribuidos a los afiliados respecto o frente al propio partido, tendentes a asegurar su participación en la toma de decisiones y en el control del funcionamiento interno de los mismos». En cuanto a los Estatutos de los partidos tienen que recoger con claridad, las garantías constitucionales en toda su extensión tanto en el ejercicio de los derechos del afiliado a la participación política como en lo relativo a los procedimientos sancionadores.

En suma creo que entre nosotros tenemos una asignatura pendiente en torno al funcionamiento interno de los partidos políticos. Se hace necesario un cambio de planteamiento más acorde con las normas que rigen en la sociedad. Así también se contribuirá a revalorizar la política como instrumento al servicio del interés general y no como cotos cerrados donde priman los intereses, en ocasiones espureos, de unos pocos y que tanto daño está haciendo a la imagen de los políticos y a la dignidad de la política, entendida como servicio a la ciudadanía.

La aportación y el enriquecimiento que puede y debe suponer para un partido político contar con las opiniones de sus militantes destacados por su experiencia, debería ser un motivo de orgullo y no una causa de enfrentamientos y resquemores. Por desgracia en los últimos meses y días estamos asistiendo a una escalada verbal y acusatoria de algunos representantes políticos que hacen flaco servicio a esa altura de miras y responsabilidad que resulta exigible a quien desempeña o ha desempeñado cargos en las altas Instituciones del Estado.

Pretender que ante conductas tan rechazables se permanezca en la pasividad y el silencio, es querer llevar de compañeros de un «viaje hacia ninguna parte» a personas que nos consideramos comprometidas por nuestra trayectoria y por nuestra defensa de los derechos fundamentales, con una organización y un sistema constitucional basado en el respeto a la pluralidad y a la discrepancia que ha representado la etapa de mayor estabilidad y mejor convivencia de la historia de España. Y bueno sería que ahora que se cumplen veinticinco años de la aprobación de la Constitución seamos capaces de defenderla y poner en valor lo que aportamos todos al consenso que la hizo posible.