EL FUNDAMENTALISMO ESTÁ AQUÍ

 

 Artículo de NORBERTO ALCOVER  en “El País” del 5-5-04

 

Norberto Alcover es profesor universitario y periodista.

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Que vivimos tiempos de claroscuro e interrogante, nadie debería dudarlo. Precisamente cuando celebramos el bicentenario de la muerte del gran Kant, es del todo necesario preguntarse en qué ha ido a parar tanto su idealismo trascendental (con la grave objeción a la metafísica tradicional), pero todavía más qué hemos hecho con el imperativo categórico, punto de referencia moral para todo el pensamiento ético contemporáneo, hasta el mismo Habermas. Seguramente la postmodernidad lo haya barrido por completo, situando en el edificio de la nobleza humanista y humanizante que es la propia conciencia, nada menos que el placer ínfimo del fragmento en función de un pensamiento débil y frágil. Hemos renunciado a la tan costosamente conquistada autonomía creatural, que para nada es atea, para envalentonarnos con la espada de la vulgaridad inmediatista y caducada. Los resultados están en el ahí más evidente. Si es que la ceguera no nos impide comprobarlos y hasta soportarlos con dolor.

Precisamente en tales tiempos de claroscuro e interrogante, sobre todo por el imparable avance de la ciencia en las materias más próximas al fenómeno de la vida humana, aparecen tentaciones fundamentalistas en todos los ámbitos de la sociedad. Los seres humanos vencidos por este torrente de novedades sin fin, sobre cuya cronología carecen de noticia fiable, pretenden radicalizar el conjunto de lo visible, tanto natural como histórico, en función de algunas conceptualizaciones tan elementales como sofisticadas: enunciados de naturaleza impositiva, ante los que la inteligencia y la sensibilidad humanas solamente pueden inclinarse con la modulación de la anciana aquiescencia premoderna. Decir que sí al fundamento para salvar de la quema la ignorancia. Afirmar lo inconocido para proteger lo conocido, pero en trance de disolución temporal y espacial. Fundamentarse para protegerse. Y, más tarde, celebrar las fiestas de la sumisión humana a cualquier vulgaridad intelectual, pero con aspecto de afirmación indiscutible.

Viene todo esto a raíz de la proliferación de doctrinas y adoctrinamientos de toda índole, tan inmanentes como trascendentes, que intentan vendernos, de nuevo, la primogenitura por un plato de lentejas, o, con otro símil, llevarnos al huerto de la esperanza ciega solamente espoleándonos con el esperpento de que, si no nos entregamos a sus doctrinas y adoctrinamientos, seremos víctimas del caos en que estamos sumidos. Tal caos fue producido, se argumenta, por la inobediencia a anteriores principios que ya eran completamente seguros e intocables en sí mismos, principios que, de nuevo, se recogen y ofrecen en las nuevas bandejas del fundamentalismo al uso. Como si el tiempo y el espacio humanos fueran los mismos. Como si el ser humano permaneciera impertérrito en el dinamismo global que lo sumerge. Como si el dogmatismo se hubiera convertido en norma práctica de la existencia cotidiana y tal existencia careciera, por obligación, de capacidad subjetiva. Menuda venta al por menor de salvaciones cósmicas.

Desde la aceptación nunca humillante del propio desconcierto kantiano respecto de la ultimidad de las cosas, se hace precisa una forma de reacción individual y colectiva ante tanta grosería intelectual como nos está agrediendo desde hace unos años a esta parte. A pesar de las consecuencias sociales e institucionales que puedan sobrevenirnos, porque la sociedad y las instituciones son las primeras en ofrecer ese fundamento comentado como panoplia personal cuando en definitiva lo que hacen es protegerse a sí mismas mediante este capcioso y estratégico regalo envenenado. De no reaccionar precisamente ahora, asistiremos a la aplastante victoria de un tal fundamentalismo de principios y de costumbres que, ya sin poder remediarlo, nos condicionará por décadas. Y este solar, dado que no tenemos otro más cercano, adquirirá las mismas características que, desde más allá del mar, pretenden imponernos unos individuos ennegrecidos por el oro negro de nuevas colonias. Sucederá. Sabemos que sucederá. Pero seguramente permaneceremos sentados en espera de imposibles soluciones coyunturales.

Pero la necesaria reacción tiene su propio precio. Un precio de alta cuantía, que debemos preguntarnos si estamos dispuestos a pagar en privado y en público. Es el precio de comenzar por reconocer que la libertad no puede convertirse en patio de Monipodio para cualquier frivolidad tanto de principios como de costumbres: toda libertad es un compromiso ético y moral de ciudadano en cuanto tal, y de la sociedad como conjunto de ciudadanos en búsqueda de algunas normativas que sean susceptibles de respeto y de ulterior búsqueda. Por ahí camina precisamente el imperativo categórico kantiano, en la proyección de lo propio sobre lo ajeno colectivo, de manera que lo propio pueda convertirse en norma del conjunto, por su propia coherencia moral. Hay, por lo tanto, en esta actitud proyectiva un máximo de exigencia personal, de manera que cada uno de nosotros vivamos de forma ejemplar en los diversos ámbitos de la vida, sin ceder a las tentaciones del momento: el culto al placer como sistema supremo de felicidad, la obtención de la riqueza prescindiendo del bienestar ajeno, la experiencia política como obtención de prebendas públicas, la abdicación de toda dolorosa contradicción social, la superficialidad al enfrentar los grandes problemas científicos, cierta fragilidad en la praxis de la acción cultural, y hasta una mezcla de reduccionismo religioso y de total demonización al abordar la realidad creyente. Reaccionar contra el fundamentalismo nunca consiste en fragmentar nuestra conciencia para dejarla desasistida de capacidad ética y moral. Por el contrario, implica una tarea dura y permanente de opción por la verdad en su hacerse cotidiano, porque nadie puede proponerse en la ciudad secular como poseyente de la verdad plena. Contra el fundamentalismo dominante, sólo vale fundamentar la propia limitación en una soberana honradez de exigencia y actitud.

Cuando vivimos tiempos de claroscuro e interrogante, cuando tantos y tantas optan por el medio fácil y encrespado, cuando desde oscuras bodegas de la sociedad surgen grupos con pátina de salvadores históricos, hay que optar por la recuperación del espíritu moderno frente a la fragilidad postmoderna, cuna paradójica del fundamentalismo que se está imponiendo en España y en el mundo. Es el momento de recuperar a Kant como trabajo de quienes pretendemos una sociedad más justa desde la inteligencia objetiva/subjetiva de la realidad. La verdadera tarea de un pensamiento y una acción avanzada, progresista y, en definitiva, utópica, pide tener muy presente que libertad, justicia y verdad caminan juntas. Y cuantos tenemos claro lo anterior deberíamos caminar también juntos para no disgregar el compromiso que, en este preciso momento, tenemos adquirido con España y con el mundo. Más tarde, será tarde.

No sea que, tras tantos y ya casi olvidados esfuerzos por quitarnos el corsé del Movimiento Nacional y del Nacionalcatolicismo, tengamos que ponernos ahora esa otra coraza angustiosa del Fundamentalismo Nacional que lo englobaría todo.

A manera de post scriptum. El fundamentalismo no es necesariamente una cuestión religiosa, porque invade toda la complejidad del ser humano en cuanto tal. Podrá ser religiosa, pero también, y no con menos fervor, política, cultural, económica, ideológica, en función de las obsesiones de cada persona. Quiere decirse que todos sin excepción estamos expuestos a esta agresión de libertad y a la destrucción de la democracia. Cada cual vea, pues.