EL PRECIO DE UNA AMBICIÓN
Artículo de JOAQUÍN ALMUNIA en “La Vanguardia” del 30.04.2003
El pasado día 16 se firmó en Atenas el ingreso de diez nuevos países en la Unión
Europea, que se hará efectivo dentro de doce meses. Para entonces dispondremos
de un texto de Constitución europea, que debe clarificar las ambiciones comunes
de quienes participamos en el proceso de integración. Poco después, tras las
elecciones europeas de junio del 2004, un nuevo Parlamento, una nueva Comisión
y, probablemente, un presidente del Consejo elegido expresamente para ese cargo
deberán asumir la responsabilidad de liderar el inicio de esta nueva fase. Una
tarea nada fácil, pues la futura Unión Europea tendrá un grado de heterogeneidad
y de complejidad interna muy superior al conocido hasta ahora.
La mayor dificultad no va a residir ni en la asimetría entre las tradiciones y
la cultura política de los nuevos socios y la de las democracias más
consolidadas, ni en las enormes distancias que separan los niveles de bienestar
de unos y de otros. Todo ello podrá ser superado con el tiempo, y lo mismo
sucederá con las discrepancias surgidas en el debate sobre la arquitectura
institucional de la Unión que está teniendo lugar en la Convención entre los
países pequeños –nuevos y viejos– y los grandes, que encontrará un compromiso en
el texto constitucional.
Una fractura de mayor calado surge, en cambio, al abordar la política exterior y
de seguridad de la Unión, como se está poniendo de manifiesto en la crisis de
Iraq. De un lado se sitúan Francia, Alemania y algunos otros miembros veteranos
de la Unión, que desean reforzar la voz y la presencia de Europa en el mundo
para salir al paso de la peligrosa deriva unilateralista y hegemónica de la
actual Administración norteamericana; mientras que Gran Bretaña, España,
Portugal o Italia, junto con buena parte de los recién llegados, mantienen
posturas recelosas del federalismo y más deferentes hacia Washington.
Pues bien, lo que Europa sea y represente en el futuro va a depender en buena
medida de su voluntad para superar las divergencias en este preciso terreno.
¿Podrá mostrarse ante sus casi quinientos millones de ciudadanos y ante el resto
del mundo como un poder capaz de hacer valer su peso específico y de dotarse
progresivamente de los medios necesarios para garantizar su propia seguridad,
sin plegarse ante los intereses particulares de su gran aliado norteamericano?
¿O habrá de resignarse a la irrelevancia que emana de la división de sus
miembros y de la dependencia casi absoluta de Estados Unidos en materia
defensiva?
Lo ha expresado muy bien un reciente e interesantísimo informe elaborado por el
Parlamento Europeo, cuyo ponente ha sido Philippe Morillon –el general francés
que dirigió en su día las fuerzas desplegadas en Bosnia por las Naciones Unidas
–: “La actual división reinante entre los estados miembros en relación con
cuestiones cruciales de política exterior (...) tendrá graves repercusiones
sobre la política exterior y de seguridad común”. Y añade: “La Unión Europea
únicamente será considerada como un actor internacional serio si adopta una
postura común y habla con una voz firme y clara”.
Hace pocos días tuve la oportunidad de visitar Bruselas y pulsar sobre el
terreno la opinión a este respecto de algunos interlocutores significados por su
acreditado compromiso europeísta. Ante mis preguntas de ese tenor, sus
respuestas se movían más bien entre el escepticismo y el desasosiego. De una
parte, frente a la estrategia que Washington está impulsando en Oriente Medio y
en el golfo Pérsico, y que en el futuro podría extenderse a otras regiones,
Europa tiene una oportunidad quizás irrepetible para definir una visión
alternativa, que responda a los riesgos y amenazas de este comienzo de siglo y
asegure la paz y la estabilidad en el mundo a través de un nuevo orden
multilateral, superador de las insuficiencias mostradas por el establecido en
1945 pero construido a partir de la Carta de Naciones Unidas y no contra ella.
Sólo Europa puede llevar a cabo esa misión. Pero fracasará en ese empeño si la
disposición de algunos de sus miembros para perseguir esos objetivos ambiciosos
se ve neutralizada por los recelos de otros estados no menos relevantes. Y así
como en el caso de España o de Italia una alternancia de signo progresista
llevará –en nuestro caso, con seguridad– a sumarse a los esfuerzos
franco-alemanes para avanzar en este campo, no parece que algo similar pueda
tener lugar en Gran Bretaña, donde Blair, que no es precisamente un
euroescéptico, no sólo no comparte esa visión, sino que incluso tiene
dificultades para lograr la integración de la libra en el euro.
Así llegamos a una situación doblemente paradójica: si la Unión Europea aspira a
garantizar su propia seguridad, sin depender de Estados Unidos ni avalar su
estrategia de guerras preventivas, tendrá que dedicar cada vez más esfuerzo a
dotarse de una política de defensa común. El “no a la guerra”, para ser
coherente, conlleva esa contrapartida que disgusta a los pacifistas a ultranza.
Pero además, si teniendo en cuenta lo anterior decidimos que queremos más Europa
y que estamos dispuestos a pagar por ello, quizás nos veamos obligados a admitir
que esa mayor integración no se realice de manera homogénea y simultánea en los
veinticinco países miembros. Aun así, creo que la apuesta merece la pena.
JOAQUÍN ALMUNIA, diputado por el PSOE