ESPACIO EN EL CENTRO

Artículo de KEPA AULESTIA en "El Correo" del 6-10-02

Tras el escrutinio del 13 de mayo de 2001 y la consiguiente frustración que el resultado de las autonómicas supuso para los constitucionalistas, nadie se hubiese imaginado que, dieciséis meses después, el lehendakari iba a brindarles una nueva oportunidad para recuperar terreno en la política vasca. Su proyecto para arribar a un 'estatus de libre asociación con el Estado español' desplaza al nacionalismo gobernante de la centralidad definida por Ibarretxe «entre el terrorismo y el autoritarismo». La definitiva renuncia nacionalista a suscitar contradicciones entre PP y PSE-EE no tiene otra razón de ser que su apuesta por hacerse con el espacio de la izquierda abertzale.

Pero, probablemente, la ventaja electoral que tal iniciativa procure al nacionalismo en mayo de 2003 quedará contrarrestada por la debilidad política que conlleva su unilateral empeño. En otras circunstancias, el PNV podría hacer cábalas para recuperar el poder en algunas de las instituciones locales o forales que hoy están en manos de los no-nacionalistas. Probablemente le bastaría con ser la primera fuerza para inducir la neutralidad socialista en la elección de alcaldes y diputados generales. Pero los comicios de la próxima primavera han adquirido una nueva dimensión que, de mantenerse la obstinada pretensión del lehendakari de que la sociedad civil desborde a la sociedad política en pos de su fórmula de superación del Estatuto, reeditará la alianza constitucionalista frente al nacionalismo.

Ahora bien, no está nada claro que el PP aproveche la oportunidad que para él supone el fin de la ambigüedad nacionalista y de su querencia por las alianzas ambivalentes. El sesgo preconstitucional de las explicaciones dadas en la izada de una bandera en el centro de Madrid o las reiteradas apelaciones a la unidad de España como si ésta se hallara al borde de su fin, constituyen algo más que una mera anécdota: son los síntomas de una disposición revisionista respecto a la Transición democrática. Ahí estriba precisamente el riesgo que la confrontación política puede conllevar para la convivencia: la tentadora atracción que, para el nacionalismo y para una parte del constitucionalismo, supone la posibilidad de intentar hoy lo que algunos de sus actuales gestores creen que no pudieron lograr sus antecesores en 1976, 1977 ó 1978.

La versión de que, entonces, las posiciones nacionalistas se vieron frustradas por el lastre franquista o la amenaza golpista y, en el lado opuesto, los deseos de los no-nacionalistas fueron impedidos por el retraimiento que sobre ellos ejercían los complejos de la herencia franquista, podrían conducir -y no sólo en Euskadi- a un laberinto sin salida. Sobre todo porque esas concepciones revisionistas de nuestro pasado reciente terminan olvidando que el resultado final de la Transición fue consecuencia de mutuas renuncias que han de ser asumidas como definitivas mientras el consenso no dé lugar a nuevas situaciones.