Artículo de
KEPA AULESTIA
en “La Vanguardia” del
10.06.2003
La política
democrática es esencialmente lenta y procedimental. Los cambios políticos
que se pretenden han de ser contrastados en un sistema de sufragio
universal. Y el comportamiento ciudadano tiende a ser conservador, poco dado
a la seducción de eso mejor que las alternativas políticas procuran
presentarle como necesidad. Entre otras razones porque las necesidades
políticas no son percibidas siempre como tales por la ciudadanía. La
sociedad vasca es una buena muestra de todo esto. Cuando en las elecciones
autonómicas del 2001 se le presentó la oportunidad de desalojar al
nacionalismo del Gobierno, las fuerzas constitucionalistas obtuvieron un
extraordinario respaldo, pero éste se vio superado por la reacción que la
eventualidad de tal cambio produjo en la comunidad nacionalista, incluidos
sus flancos más moderados. Algo semejante puede acontecer con el plan
Ibarretxe. El cambio que propugna ha suscitado demasiadas posiciones
contrarias como para que la supuesta inexistencia de una alternativa a la
propuesta soberanista se convierta en paso libre a las pretensiones
nacionalistas. No hay que olvidar que toda intención de cambio se enfrenta
siempre a una opción adversa: la cautela con la que las sociedades
contemplan cualquier alteración de los vigentes marcos de convivencia.
La parsimonia democrática exaspera la impaciencia de quienes anhelan el
cambio. Por eso resulta habitual que sus promotores intenten hallar algún
atajo que simplifique los arduos trámites que requiere lograr la más pequeña
modificación del comportamiento político de los ciudadanos. Recientemente
hemos visto cómo toda una serie de graves acontecimientos y de evidentes
errores en la gestión política no han conseguido restar empuje al partido en
el Gobierno. En las democracias parlamentarias la alternancia es más fruto
del fracaso de quien ostenta el poder político que consecuencia del éxito de
quien aspira a él. Pero el fracaso ha de resultar estrepitoso para que el
aspirante consiga desalojar al gobernante sin siquiera aportar algún mérito
propio.
La confrontación entre el nacionalismo y el constitucionalismo en Euskadi
responde también a esas claves. El constitucionalismo ha roto en varias
ocasiones su propio techo electoral porque los errores del nacionalismo –en
especial su indisposición para depurar el terrorismo de la comunidad
abertzale– le han procurado una razón moral indiscutible. Pero, a su vez,
las dificultades del constitucionalismo para convertir esa razón moral en
una razón política eficaz han permitido al nacionalismo cultivar su
naturaleza reactiva. De suerte que, en buena medida, sus éxitos dependen
también de los excesos en que pudieran incurrir los constitucionalistas y,
más en concreto, los poderes centrales del Estado constitucional.
En este sentido, la traslación del auto de suspensión cautelar de las
actividades de Batasuna primero y de la sentencia de su ilegalización
después al ámbito parlamentario ha brindado a lo largo de los últimos nueve
meses un terreno de confrontación en el que probablemente el nacionalismo ha
visto un posible atajo. Pero también es probable que se trate de un atajo
equivocado.
La negativa del nacionalismo parlamentario a aplicar la sentencia de
disolución del grupo Sozialista Abertzaleak recibirá, sin duda, la réplica
de la correspondiente actuación judicial. Juan Mari Atutxa y los partidos
coaligados en el Gobierno Ibarretxe han rechazado la sentencia porque, a su
entender, su finalidad no sería la disolución de SA sino obligar al
Parlamento vasco a postrarse ante el mandato judicial. Pero ni ese ni ningún
otro argumento puede justificar la desobediencia institucionalizada ante una
sentencia firme. Por otra parte, es difícil creer en la sinceridad de quien
dice defender la autonomía parlamentaria mientras conduce a la Cámara hacia
una situación extrema. Porque si la sentencia de disolución de SA pudiera
representar una intromisión inconveniente en el ámbito parlamentario,
resulta infinitamente menos conveniente la situación en la que el propio
Parlamento se hallará al final de un callejón que el nacionalismo pretende
recorrer aun a sabiendas de que no tiene salida.
A no ser que la salida que esté procurando encontrar el nacionalismo de
Ibarretxe sea la disolución anticipada de la Cámara vasca. Dado que la
composición actual del Parlamento vasco impide la tramitación del plan
Ibarretxe o, por ser más precisos, impide que salga adelante sin la anuencia
de Batasuna, es posible que sus promotores hayan encontrado en el conflicto
institucional con el Supremo el atajo perfecto para adelantar año y medio la
convocatoria de unos nuevos comicios autonómicos. De hecho, un eventual
procesamiento de los responsables nacionalistas de la Cámara vasca
convertiría tal supuesto en la salida más natural. Así, la insumisión frente
a la sentencia del Supremo podría darse la mano con la necesidad que el
nacionalismo siente de continuar confrontando la “legitimidad vasca” con la
legalidad constitucional a través de una cita electoral con claros tintes
plebiscitarios. Pero al final se trataría de un atajo equivocado. Porque de
la misma forma que el plan Ibarretxe ha suscitado una crítica generalizada
por parte de quienes no se consideran especialmente fieles al nacionalismo
gobernante debido a su carácter unilateral, es difícil que la insumisión
ante la sentencia del Supremo encuentre adhesiones más allá de quienes
auspician una postura tan límite. |