LA LIBERTAD Y EL ÉXITO
Artículo de JOSÉ MARÍA AZNAR en “ABC” del 17/06/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Hace pocos
días que murió Ronald Reagan. El Presidente que tantas veces nos fue presentado
como un odioso enemigo de la gente común ha sido despedido por multitudes entre
las que -tengo la impresión- no todos eran multimillonarios. Millones de
personas corrientes de dentro y fuera de los Estados Unidos han sentido que se
marchaba alguien a quien entendían bien y que les entendió bien. Un político que
no se guarecía tras el burladero de lo políticamente correcto, sino que salía a
la plaza a decir la verdad, y a luchar por la verdad. Verdad que, en su
comportamiento político, podría haber resumido en una sola frase: si la libertad
es mejor, ¿por qué debemos aceptar que alguien deba renunciar en todo o en parte
a ella?
Yo no traté a Ronald Reagan, pero pertenezco a una generación que alcanzó la
madurez política mientras el mundo libre se dividía entre quienes pensaban que
Reagan nos llevaba a la catástrofe y quienes creíamos que no le faltaba razón
para hacer lo que hacía y para decir lo que decía. El tiempo y la historia han
dirimido la controversia con suficiente claridad.
Creo que la verdadera política es la que se basa en defender y aplicar
principios y convicciones. Convencer a los ciudadanos, más que sumarse a la
corriente. Reagan demostró que los principios -no cualesquiera: sus principios-
servían eficazmente al mundo. No sólo es que mereciera la pena defenderlos. Es
que además -contra casi toda la opinión publicada- eran mejores que los de sus
detractores, y más útiles para la gente.
Reagan fue un político de principios. Un gran estadista que defendió no sólo los
legítimos intereses de su país, sino las libertades de todos. Las de sus
conciudadanos, a los que liberó del intervencionismo socialdemócrata y de una
buena carga de impuestos. Las de millones de personas que entonces sufrían las
dictaduras del telón de acero. Y también las de otros millones de personas de
todo el mundo que estábamos amenazadas por el comunismo.
Ronald Reagan dio un impulso decisivo a las políticas liberales, en el sentido
europeo del término. Se impuso una agenda política de profundos cambios tanto en
su país como en la arena internacional y siempre se mantuvo fiel a sus
convicciones. Lejos de ser la imagen que la izquierda quiso hacer de él, Reagan
no estaba apegado a conservar el pasado a toda costa. Al contrario, Reagan fue
un político que modificó radicalmente el presente y el futuro del mundo. Fue él,
y no los manifestantes en tantas capitales de Europa, quien propuso a Gorbachov
acabar con todos los misiles intercontinentales. Fue su determinación la que
llevó al desmantelamiento de los temidos SS-20 soviéticos y su contrapartida
aliada. Él quería la paz y la logró, porque eligió el camino correcto. La paz no
se consigue con discursos pacifistas, ni con manifestaciones pacifistas. La paz
se consigue defendiendo la libertad frente a quienes la conculcan. Y se defiende
a través de la firmeza y de la correcta intuición de que los enemigos de las
democracias no ven en el apaciguamiento estímulos para la paz, sino invitaciones
para atacar con más dureza.
Reagan no dudó en asumir la guerra fría como un desafío para un modo de vida. Y
puso todo su empeño en ganarla con armas colosales: la superioridad moral de la
libertad individual frente a la dictadura colectivista; la mayor eficacia de las
economías basadas en el estímulo individual respecto a las del igualitarismo a
la baja; la responsabilidad de los Estados Unidos en la defensa de los valores
compartidos con sus aliados. Reagan ganó la guerra fría porque sabía que merecía
la pena enfrentarse a la tiranía. Porque creía en la superioridad de unos
principios universales.
Los liberales somos optimistas por naturaleza. Creemos que cada hombre y cada
mujer están perfectamente capacitados para buscar la felicidad sin que el poder
público les imponga en qué deben gastar su dinero, qué servicios necesitan o qué
deben pensar y creer. Reagan era un optimista y al mismo tiempo un hombre
humilde: por eso prefirió que mucho dinero quedara en manos de los ciudadanos,
en vez de descontárselo en forma de impuestos y tomar él las decisiones en su
lugar. También prefirió que fueran las empresas las que tomaran las decisiones,
y no los planificadores del gobierno.
Antes de llegar al poder Reagan quería que su partido fuera «el partido de la
prosperidad», y consiguió que así fuera, no sólo en el caso de su partido sino
en el de todos aquellos que comparten una visión de la economía basada en el
mercado y en la iniciativa privada. Para despecho de quienes auguraban una
oleada de pobreza -y para satisfacción de los candidatos a ella- el resultado de
sus años de presidencia fue una oleada de bienestar compartido y extendido entre
todas las capas de la población. Reagan no temió que sus políticas hicieran más
ricos a los ricos, porque sabía que así también los más pobres se hacían más
ricos. Y creo que acertó.
A cambio Reagan tuvo que pagar el precio político que la izquierda pone siempre
a quienes no aceptan que el socialismo sea moralmente superior, o políticamente
más legítimo. El precio fue el habitual: el ataque personal. No ha habido
político contemporáneo más despreciado públicamente. No deja de ser curioso que
quienes invariablemente le despreciaron recordando su condición de actor
cinematográfico sean casi los mismos que han querido hacer de los actores un
referente político. También es paradójico que se le reproche belicismo a quien
logró la paz más perfecta: la que se consigue sin disparar un solo tiro. Como lo
es el que se le reproche autoritarismo a quien siempre escogió la opción que
dejaba a los ciudadanos un mayor ámbito de libertad frente a los gobernantes.
Hay mucho de derrota en estas críticas a Reagan y a su política. La derrota de
quienes pensaban que tampoco estaba tan mal lo que había al otro lado del Telón
de Acero. El muro de Berlín no cayó. Lo echaron abajo. Lo derribaron millones de
personas que luchaban por sus derechos individuales. Y lo derribaron también,
sin duda, la firmeza, la determinación y el coraje de unos pocos líderes como
Ronald Reagan. Un Presidente que demostró que la defensa de la libertad es una
causa demasiado importante como para apartar la vista. Demasiado necesaria como
para plegarse a las críticas de quienes, en el fondo, no estaban especialmente
preocupados por la derrota del comunismo soviético.
«Vive cada día al máximo. Vive cada día con entusiasmo, optimismo y esperanza.
Si lo haces, estoy convencido de que será profunda tu contribución a este
maravilloso experimento que llamamos América». Con estas palabras el Presidente
Reagan resumía su confianza en la capacidad individual de los hombres.
Tras el atentado de 1981, en el que recibió un disparo de revólver, lo primero
que le dijo a su mujer fue: «Cariño, se me olvidó esconderme» (Honey, I forgot
to duck). Nosotros tampoco debemos escondernos al reivindicar el ejemplo de
Ronald Reagan. El del impulsor de la revolución por la libertad. Muchas de sus
intuiciones e ideas siguen plenamente vigentes y forman parte del núcleo para
una política de cambios y reformas que nos haga más responsables
individualmente, más libres colectivamente, y asegure un mundo mejor.