LA PAZ ANTIGUA Y EL ICONO NUEVO

 

Artículo de MIKEL AZURMENDI en "ABC" del 18-10-02

«DE nuevo en el Danubio auténtico y verdadero. Novi Sad era la Atenas Serbia, una cuna del resurgimiento cultural y político de Serbia. Hoy es la capital de la Vojvodina; las lenguas oficiales, en las oficinas públicas y en el parlamento, son cinco (serbio, húngaro, eslovaco, rumano y ruteno), si bien es indudable la supremacía Serbia, total en el ejército. El paisaje es bellísimo, la fortaleza de Petrovaradin domina con sus memorias austríacas y otomanas el Danubio; entre los vecinos bosques de la Fruska-Gora se ocultan los monasterios ortodoxos, con sus iconos y su paz antigua». Así empezaba su capítulo yugoslavo Claudio Magris en su espléndido ensayo Danubio.

Allí me fui con otro vasco exterrado, nada más proponer Ibarretxe su «Pacto por la convivencia», a presentar un libro sobre vascos nacionalistas que persiguen a vascos por pensar y expresar sus ideas. La monjita del monasterio ortodoxo de Ravanitza también nos reprochó ser culpables de una grieta que abrió en el coro alguno de los estallidos de las bombas de la OTAN en la Vojvodina. Y desde los monasterios de la Fruska-Gora descendimos al Danubio de Magris para contemplarlo desde la fortaleza de Petrovaradin, frente a Novi Sad, con sus tres puentes todavía destruidos por las bombas. Ese es precisamente el icono de Serbia que traigo conmigo: gente que se ha quedado sin puentes, sin puentes entre el país y el exterior, entre uno y otro, entre uno y la ambigüedad de su alma misma. Serbia está sola y asolada. Tanto está que siguen votando más nacionalismo. Y empatizamos con Colovic y otros cuantos intelectuales más de la primera hora contra la demencia del proyecto de Milósevic. Y aún prosiguen esos nuestros amigos erre que erre en construir puentes hacia la vieja paz.

El icono que traigo es la versión serbia de la propuesta abertzale formulada por el lehendakari del Gobierno Vasco. Icono que no es el de un pacto político, como él pretende, sino el de la vuelta al estado de naturaleza hobbesiano donde solamente se expresará la fuerza. Hay al menos dos señales inequívocas de que se trata de un icono pre-político, una es su carácter constrictivo; otra, es la desaparición del sujeto político.

La fuerza que actúa en ese proyecto a modo de tenaza es, por una parte, ETA, sin cuya presencia -como dijo Savater- hasta nos echaríamos a reír al conocerlo; y, por otra, están las próximas elecciones municipales en las que el plan de Ibarretxe incidirá tratando de rebañar 130.000 votos de Batasuna. Ésta habrá sido ilegalizada para entonces y a su gente no le quedará otra alternativa más «realista» que votar a quien desde el poder mismo defiende su programa máximo. Para todo ello, tras el desmelenamiento verbal del anuncio del lehendakari, las domingueras campas de JEL (Dios y la Ley Vieja) se vistieron por primera vez con el lozano eslogan etarra de Independentzia, es decir, todo. El «todo», el innegociable «todo o nada» al que jamás había osado asomarse el PNV. Y así, en el más hobbesiano estilo del hombre, lobo para el otro hombre, la fuerza bruta abertzale la disfrazará de legitimidad el PNV en unas elecciones municipales, pese a que la mitad de la ciudadanía vive en el silencio y en el temblor y los representantes de los partidos democráticos deambulan custodiados y sin garantías de expresarse. Incluso reunirse en sus locales y manifestar ante un auditorio sus razones será considerado un objetivo militar de ETA.

Esa asimétrica señal de violencia no podía sino dejar todavía más claro que se trata de un pacto pre-político que no se fundamenta en el sujeto singularmente individualizado sino en un sujeto étnico. En efecto, no se trata de que, como el pacto Constitucional de 1978 y el Pacto Estatutario de Autonomía que le siguió, consideren ciudadanos iguales a todos y a cada uno, ciudadanos del demos evidentemente, es decir, de la ciudad o pueblo político. Ciudadanos iguales y con las mismas garantías para desarrollar su autonomía, cada cual su propio proyecto de vida sin injerencia en la vida de los demás y conviviendo como iguales en el respeto a la ley. Sin embargo, la propuesta de Ibarretxe está en las antípodas de esa concepción democrática: el pueblo vasco no es la ciudadanía, sino un pueblo con identidad y derechos, tales como el de decidir su propio futuro. Ibarretxe parte del ethnos de la misma manera que partió Franco en su Cruzada antidemocrática, pues ambos invocan al Pueblo. Ambos se arrogan el poder de hablar en nombre del Todo cuando ya todos se definen como desean y también determinan su presente y futuro mediante su voluntad. Quienes hablan del Todo, como Franco o Milósevic, siempre han hecho enmudecer a todos pues los consideran sólo parte. La parte de un proyecto totalitario.

En todos los textos constitucionales del mundo democrático la identidad del pueblo es jurídico-política y así lo es también en nuestro texto constitucional. En cambio, en el proyecto de Ibarretxe la identidad del pueblo es etno-cultural, entendida como «patrimonio» ancestral previo a los ciudadanos. Si bien afirma que ese patrimonio les pertenece a todos los ciudadanos vascos, lo que está significando Ibarretxe es más bien que todos los ciudadanos le pertenecen a ese patrimonio, lo quieran o no. La prueba es que sostiene que el pueblo vasco en la actualidad se estructura en tres realidades jurídico-administrativas y en dos Estados. Por un lado -según él-, la Comunidad Autónoma Vasca y la Comunidad Foral de Navarra, en el Estado español; por otro, Laburdi, Zuberoa y Benafarroa, en el Estado francés. Pero todos sabemos que la Comunidad Foral Navarra no es pueblo vasco sino una parte del demos o ciudadanía española, al igual que lo es la Comunidad Autónoma Vasca; y tampoco son pueblo vasco las provincias vascas del demos o pueblo francés. Y nada tiene que ver que en determinadas zonas de esos lugares se hable o no eusquera, porque el habla puede provenir de muy atrás pero el pacto político entre los iguales del pueblo es siempre contemporáneo, data siempre de la existencia jurídico-política de cada ciudadano debatiendo libremente y expresándose en las urnas. La autodeterminación del pueblo es precisamente eso: un pacto siempre actual, contemporáneo y susceptible de cambiar el patrimonio de los ancestros. Por ejemplo, los alemanes después de la derrota del nazismo se constituyeron en otro pueblo muy diferente al de tiempos de Hitler y renunciaron a su patrimonio, indecente y bien cruel por cierto. Los serbios deben hacer lo propio y echar puentes con la diversidad real que constituyen. Que es lo que tendremos que hacer los vascos tras la derrota de ETA y del nacionalismo étnico: renunciar para siempre a veleidades patrimoniales que no han existido más que en la imaginación melancólica del aranismo, para afianzarnos en recuperar la auténtica dádiva patrimonial de hermanamiento y solidaridad con otras gentes de España que nos legaron nuestros antepasados, los de la vieja paz. Todos ellos, sin excepción de color.

El dilema de Ibarretxe es el mismo que el que se le planteó a Milósevic: o es lehendakari del demos y lo conduce poniéndose él delante de todos (que eso significa lehen-kari) para que todos seamos iguales e igual de libres, o se pone al frente del ethnos, deja de ser lehendakari constitucional, y se pone delante de su comunidad nacionalista, ésa que hace tiempo se ha desentendido de la suerte del resto de los vascos. El pacto de «convivencia» que propone es un preparativo de guerra civil, una especie de solución final entre hermanos diferentes. Lleva a lo que desde siempre persigue ETA, al enfrentamiento. ¿Será Ibarretxe capaz de ver que bombardea los puentes que existen entre mi hermano del PNV y yo, mi hermano de Batasuna y yo, y esos dos hermanos y mis otras dos hermanas socialistas? La negación de este interrogante es precisamente el icono de los puentes destruidos que traigo de Serbia.