EL DISFRAZ DE LA DEMOCRACIA
Artículo de XAVIER BATALLA en “La Vanguardia” del 07.06.2003
Desde que el
presidente Harry S. Truman reconociera al Estado de Israel, en 1948, la política
exterior estadounidense hacia Oriente Medio ha sido un debate entre pragmáticos
e ideólogos. Israel fue asistido en su nacimiento por la ideología de los
liberales demócratas mientras, en la sala de espera, los arabistas del
Departamento de Estado se preocupaban por el petróleo de la región. La situación
ha cambiado después del 11 de septiembre: la Administración Bush parece
convencida de haber dado con la tecla que hará compatible de una vez por todas
su apoyo a Israel con el acceso al petróleo.
Esta tecla sería la democratización de Oriente Medio. William Kristol, uno de
los ideólogos neoconservadores que inspiran a la Administración Bush, ha
explicado así el porqué del conflicto iraquí: “Es una guerra que pretende
cambiar la cultura política de todo Oriente Medio. Después de lo que pasó el 11
de septiembre, los estadounidenses miran a su alrededor y lo que ven es un mundo
que no es como pensaban que era. El mundo se ha convertido en un lugar
peligroso, por lo que los estadounidenses buscan una doctrina que les dé
seguridad, y la única doctrina que les puede dar la seguridad es la
neoconservadora, para la que el mal de Oriente Medio es la ausencia de
democracia y libertad” (“Haaretz”, 4/IV/2003). Cuando Kristol se explicó,
comenzaba a extenderse la sospecha de que los gobiernos de Washington y Londres
exageraban los datos sobre los arsenales de destrucción masiva de Saddam Hussein
para justificar la guerra.
Estados Unidos, históricamente, ha identificado la democracia con el bien y la
dictadura con el mal. Pero sus aliados en el mundo islámico, árabes o iraníes,
siempre se han contado, en nombre de la estabilidad, por regímenes autocráticos.
Washington lo tuvo fácil durante la guerra fría para separar el grano de la
paja. La mayor parte de los regímenes árabes aliados eran autocráticos y
corruptos, pero Washington los consideraba amigos, ya que, por encima de todo,
eran anticomunistas. Ahora la situación es más complicada. Algunos aliados
tienen cara de pocos amigos.
En su primer viaje a Oriente Medio, George W. Bush se ha reunido esta semana, en
Sharm El Seij (Egipto), con un reducido grupo de dirigentes árabes. Allí
estuvieron, además del primer ministro palestino, Mammud Abbas, el presidente de
Egipto, Hosni Mubarak; Abdallah, príncipe heredero de Arabia Saudí; el rey
Abdullah de Jordania, y el emir de Bahrein, Hamad Ben Isa El Jalifa. Los cuatro
han sido aliados tradicionales de EE.UU., pero, ¿seguirá Washington, si hace
caso de Kristol, considerándolos amigos y moderados a pesar de no ser demócratas
de toda la vida? Para Kristol, la paz no conduce a la democracia, sino que es la
democracia la que conduce a la paz.
El emir de Bahrein es de confianza, como lo ha demostrado con su entrega en la
guerra de Iraq. Y Abdallah de Jordania tampoco parece sospechoso, como no lo fue
su padre, que cobró religiosamente de la CIA. Pero Arabia Saudí, la potencia
económica árabe, y Egipto, la potencia militar y demográfica, son harina de otro
costal. Fareed Zakaria, analista estadounidense, ha explicado en “Newsweek” la
nueva situación de la siguiente manera: “Estados Unidos tiene una oportunidad
única para secar el pantano del extremismo islámico. Eso significa llevar la
batalla hasta su fuente original, que no es Afganistán, sino Arabia Saudí”. Todo
indica, sin embargo, que el príncipe Abdallah no se sintió incómodo en Sharm El
Seij.
¿Y Mubarak? Del sucesor de Sadat la prensa estadounidense ha dicho que es el
redactor jefe de Egipto, esto es, el máximo responsable de los editoriales
críticos hacia Estados Unidos e Israel después del 11 de septiembre. Egipto está
entre los países más próximos al sistema político occidental, aunque sólo
formalmente. Tiene un Parlamento, pero éste está controlado por el presidente,
lo que hace del régimen un sistema de partido único. Mubarak no sabe lo que es
tener una mala jornada electoral en 22 años. ¿En qué quedamos entonces? ¿Hay que
democratizar Arabia Saudí, a la que se acusa de financiar a los extremistas, y
Egipto, el segundo país en recibir ayuda estadounidense a cambio de ejercer su
influencia sobre los palestinos, o por el contrario se tomará Washington las
cosas con pragmatismo? El dilema no es de fácil solución. Si no se promueve la
democracia, dice Kristol, estos regímenes autocráticos seguirán alimentando los
movimientos terroristas. Pero si se abre la mano, también se teme en la
Administración Bush, podría ocurrir, como ya sucedió en Argelia y puede suceder
en el nuevo Iraq, que la oposición integrista, la única articulada, alcance el
poder en las urnas.
Thomas Friedman, entusiasta de la globalización, ha escrito: “Los líderes árabes
tienen que comprender que si estirpamos a estos terroristas, que son producto de
su mal gobierno, no se hará para que los régimenes árabes puedan mantener a sus
países a salvo de la democracia. Queremos un mundo en el que la democracia esté
a salvo; ellos quieren un mundo árabe que esté a salvo de la democracia”. Los
pragmáticos del Departamento de Estado, por el contrario, prefieren los
experimentos con gaseosa; es decir, quieren el cambio gradual que no ponga en
peligro la estabilidad de los autócratas amigos. Benjamin Barber, autor de
“Jihad versus McWorld”, contempla la situación de esta manera: el objetivo de
Bush es la “estadounidización” de Oriente Medio disfrazada de democratización.