EL ENTIERRO DEL LEGADO DEL 68

  Artículo de José Ramón González Cabezas  en “La Vanguardia” del 18.05.2003


La nueva derecha alienta el regreso de los principios básicos desacralizados por la gran revolución social de los sesenta
La cruenta derrota de la izquierda en el 2002 se interpreta como la liquidación definitiva de la herencia cultural y política de 1968
francia

La “revolución” de mayo del 2002 ha ocupado el lugar del mítico mayo del 68 en la nueva iconografía política de Francia. La desaparición de la izquierda como alternativa de poder a manos de la extrema derecha abrió una nueva cultura política

La nueva derecha francesa interpreta el desenlace de la convulsa primavera electoral del 2002 como la definitiva liquidación del legado del mayo del 68. De acuerdo con esta visión, la oleada neoconservadora sería el epílogo de treinta años de hegemonía cultural de la izquierda y el final de su liderazgo popular durante las últimas dos décadas. La humillante eliminación de Lionel Jospin en las presidenciales, seguida de la clamorosa reelección de Jacques Chirac con apoyo de una parte sustancial del electorado socialista y comunista, simboliza el fin de una era que trasciende la llegada de la izquierda al poder en 1981 y afecta al imaginario colectivo alumbrado sobre las barricadas del Barrio Latino.

En aquel entonces, la revuelta de los estudiantes de París cerró un decenio de anestesia política bajo la égida paternalista de De Gaulle, tutor de un país lastrado por el trauma de Argelia y el fantasma de Vichy. Treinta y cinco años después de aquella tumultuosa catarsis, el brusco desalojo de la izquierda a manos de la ultraderecha, en beneficio de los herederos políticos del fundador de la V República, parece cerrar un paréntesis de décadas. El retorno a los grandes principios de la autoridad del Estado, el respeto a la ley y el orden republicanos y, en fin, la afirmación de la cohesión y la entidad nacionales por encima de ideologías, marca el discurso dominante en la Francia de hoy.

Cabe decir que Jospin se mantuvo en su día al margen de la revuelta, lo que no ha impedido que su caída sirva para ilustrar la abrupta jubilación de una generación identificada con los valores de la gran revolución social de los sesenta. “Era un gran movimiento de liberación de las costumbres, pero no me gustaban demasiado los ‘katangueños’ que andaban por la Sorbona”, confesó en el 2001 a Serge Raffy, autor de la biografía “Jospin, secrets de famille”. Jospin era por entonces un joven “enarca” que ejercía de aplicado funcionario de Exteriores mientras ocultaba su militancia trotskista. En la fase más tensa y agónica de la cohabitación, coincidiendo con la revelación de su doble vida pasada, el propio Chirac llegó a asimilar a su primer ministro con los atávicos detractores del Estado, mientras su partido se empleaba a fondo en colgarle la etiqueta de dogmatismo, permisividad y laxismo. Tres de los grandes clichés acuñados por las pintadas anarcoides de la Sorbona y triple pecado generacional que la derecha atribuye a la izquierda.

“Jospin es el último avatar político de la ideología de mayo del 68 que ha minado los valores del civismo, la seguridad y el respeto”, dijo el chiraquista Claude Goasguen durante la campaña de las presidenciales. El propio Daniel Cohn-Bendit, “Dany el Rojo”, líder carismático de la revuelta y actual eurodiputado ecologista, fue acusado entonces de pederastia por sus desafortunados escritos acerca de su experiencia como educador en un jardín de infancia autogestionario en Francfort.

Los signos visibles hoy en Francia alimentan el entierro de los últimos restos del sesentayochismo, ceremonia oficiada con convicción por los nuevos actores de la escena pública. El proceso público contra la cultura del 68 no es una sólo un hecho plasmado en literatura por Michel Houellebecq en 1997 con su novela “Las partículas elementales”, sino una misión asumida sin remordimiento por el nuevo poder. Prueba de ello es la muy reciente y, sin embargo, ya famosa “Carta a todos los que aman la escuela”, en la que el actual ministro de Educación, Luc Ferry, defiende la vuelta a la tradición del saber y el esfuerzo y la ruptura con la “ideología de la renovación permanente” tributaria del libertarismo del 68. Ya en 1883, doce años después de la insurrección de la Comuna que hizo tambalear la III República, su homónimo Jules Ferry, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, dirigió una “carta a los maestros” en la que propugnaba la enseñanza de las “reglas elementales de la vida moral”. Salvando las distancias de mentalidad y época, el paralelismo va algo más allá de la coincidencia de apellidos. Como entonces, Francia asiste a la apología del orden tras un periodo de confusión y convulsiones.

La figura de Ferry no es nada menor. En 1985, en plena hegemonía de la izquierda, firmó con Alain Renaut un pequeño tratado que agitó el mundillo intelectual: “El pensamiento del 68: ensayo sobre el antihumanismo contemporáneo”, un libro convertido en manual de referencia del pensamiento crítico del 68. Ferry era por entonces un joven filósofo independiente y mundano que animaba el debate de ideas en las veladas de France 3 junto a su no menos brillante colega Sylviane Agacinsky, futura segunda esposa de Jospin y, a diferencia de éste, activa militante del mayo parisiense. Diecisiete años después, el atrevido filósofo se convirtió en ministro de Juventud y Educación Nacional del primer gobierno mayoritario de Jacques Chirac, dotado al fin de plena legitimidad y poder para acometer la regeneración del país. El antecesor de Ferry era casualmente Jack Lang, uno de los representantes de la legendaria revuelta estudiantil, asimilados hoy despectivamente a la nueva estirpe urbana de los “bo-bo” (“burgueses bohemios”).

Si el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, encarna el fin del 68 en materia de ley y orden (“hay que dar la espalda a todos esos años en que los valores han perdido su sentido, donde no existía más que derechos y nunca deberes, donde nadie respetaba a nadie y estaba prohibido prohibir”, dijo poco antes de acceder al cargo), Luc Ferry se atribuye la gran misión de transformar la escuela de ciudadanía de los franceses y rehacer el edificio republicano desde la base. El ministro, que se define como “un centrista, sea de izquierda o derecha”, se enfrenta sin complejos al ejército más numeroso, beligerante y más a la izquierda del funcionariado. “Ferry combate contra molinos de viento; el pensamiento del 68 se acabó hace treinta años”, sentenció sin embargo un líder sindical de la enseñanza, tras la difusión de la polémica carta.

En plena resaca de las presidenciales, “Le Monde” entraba en el debate. “¿Hay que romper con el mayo de 1968?”, se preguntaba en primera página Thomas Ferenczi, ex director adjunto. “La supuesta herencia del mayo del 68 se ha convertido para la derecha en el origen de todas las desgracias de Francia”, escribía Ferenczi, quien ya entonces interpretaba la llegada de Ferry como la “consagración del rechazo del mayo del 68” y la victoria del discurso que desde hace décadas denuncia el declive del principio de autoridad, el desprestigio de la cultura del trabajo y el debilitamiento del vínculo social. El discurso que predica hoy Chirac sin apenas contestación.

El debate intelectual cuajó el pasado noviembre con la publicación de “Le rappel à l'ordre” (la llamada al orden), un alegato en el que el historiador Daniel Lindenberg pasa revista con nombres y apellidos a los “nuevos reaccionarios” que lideran el “levantamiento de los tabúes” frente a una “concepción beata de la democracia”. Según Lindenberg, el revisionismo no sólo afecta al mayo del 68, sino a movimientos ligados a la época como la cultura de masas, la libertad sexual, la sociedad mestiza, el islam o el ideal de igualdad. En definitiva, al imaginario de la “modernidad”. Para el autor del controvertido ensayo, al que replicaron con virulencia Alain Finkielkraut y Pierre-André Taguieff, “la utopía se ha trasladado ahora al campo de los reaccionarios: hoy la utopía es el gran salto hacia atrás”. El debate, del que la izquierda política sigue ausente, no ha muerto.