SIEMPRE FRANCIA

 

 

  Artículo de LEOPOLDO CALVO SOTELO en “ABC” del 22.04.2003

 

Toda la historia de Europa durante el último medio siglo está marcada por los esfuerzos de Francia para mantener una posición de primera fila en la política del continente. Francia, hegemónica en el siglo XVIII, había sido derrotada en 1870, no era el primer vencedor de 1919, perdía otra vez dramáticamente en 1940; pero el genio de un hombre singular, De Gaulle, le aseguró en la posguerra la primacía que reclamaban su grandeur y el hecho, siempre invocado, de l´exception française. No traduzco ambas palabras para evitar que se quede en las zarzas de la traducción el aroma que desprenden, y esa sería una pérdida lamentable ya que precisamente en el aroma está buena parte de su noble sustancia. Pido excusas por lo que voy a decir a mi buen amigo Jordi Pujol, pero lo de la exception française me recuerda al hecho diferencial catalán que, con mayor verosimilitud, invoca frecuentemente el presidente de la Generalitat. Cuando un francés se envuelve en su exception nos está recordando a sus vecinos que Francia es otra cosa, quizás una cosa mejor.

Con el humor optimista de la Transición que empezaba solíamos decir que el presidente Giscard sufría un cierto síndrome de Luis XIV ante su sobrino Felipe V-Juan Carlos. Era una broma, pero un escolástico hubiera dicho que tenía algún fundammento in re. Giscard quiso desayunar mano a mano con el Rey Don Juan Carlos el mismo día de su proclamación solemne en los Jerónimos, y quería el Toison de Oro, y quería acceder al Congreso de los Diputados por la puerta de los leones, que solo se abría para el Rey en la inauguración de la Legislatura, y quería más cosas que su embajador Deniau transmitía con perseverancia de navegante solitario (por ejemplo, que el Embajador despachara con el Rey, y no con el presidente de Gobierno o con el ministro de Asuntos Exteriores, como es normal en todas las cancillerías). Durante la ardua negociación para nuestro ingreso en la Comunidad, Francia nos tutelaba, nos protegía, nos vetaba, nos freía a expedientes retardatarios, a sucesivas vues d´ensem-ble, a préalables, y los demás Comunitarios le dejaban hacer, respetaban su exception. Eran otros tiempos.

Veinticinco años más tarde miro con respeto ese propósito francés, algo patético, de sobrenadar la historia, de sobrevivir en la grandeur. Al fin y al cabo lo menos malo de mi cultura exterior (y aún de mi cultura general) lo aprendí en francés, cuando todavía no era necesario aprender todo en inglés, y en francés negocié, muchas veces contra Francia, el ingreso de España en la Unión Europea. Pero no puedo evitar el recuerdo de aquello que se preguntaba otro Gerhard Schröder, ministro, creo, de Adenauer, hace cuarenta años: ¿Hasta cuándo vamos a permitir a Francia que siga viajando por las cancillerías en un asiento de primera clase, si solo tiene un billete de segunda?

Es posible que el presidente Chirac haya visto en la crisis del Irak una ocasión para reflotar la excepción francesa, acaso también para borrar de su excelente hoja de servicios los restos del nombre de Le Pen. Pero en ese ambicioso empeño ha hecho un estropicio a la UE, como el que hizo De Gaulle a la OTAN en 1966 por parecidas razones.

Ya todos somos, ¡helàs!, pasajeros de segunda, salvo el Imperio. Y no se viaja mal en segunda clase. Sobre todo si nos aceptamos unos a otros como segundones, para mejor marcar y guiar entre todos al Imperio. Los dos coches ferroviarios, el de primera y el de segunda, van indisolublemente enganchados al tren de la historia hacia el corazón del siglo XXI.