GOBIERNO DE COALICIÓN
Artículo de Ignacio CAMACHO en “ABC” del 27/07/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
LOS cien
días de un Gobierno fueron un invento de Rooselvelt, que quería un plazo para
demostrar al pueblo su voluntad de sacar al país de la depresión del crack del
29. Zapatero, que llegó al poder de rebote y en medio de otra depresión
colectiva, la de las bombas de marzo, ha convertido sus primeros cien días en un
«New Deal», un contrato social que gestiona con la sonrisa como escudo, el
talante como disfraz y la firmeza de un iluminado. Cuando ganó las elecciones
estaba tan aturdido que se fijó como meta el cumplimiento de sus promesas, y
ahora que está asentado en La Moncloa se ha empezado a dar cuenta de que algunas
incluso se pueden cumplir antes de que el poder le atrape en sus lazos sinuosos
y le marchite la frescura a base de servirle sapos en el desayuno.
Este hombre parece sinceramente convencido de que la política sirve para cambiar
las cosas, un estado de ánimo que suele ser común en los gobernantes que
empiezan, pero además cree con pasión de fundamentalista que la virtud consiste
en cumplir la palabra dada. Ocurre que la mayor parte de las ofertas que realizó
en una campaña pensada para perder dignamente consistían en desmontar las
medidas del aznarismo, y así en estos primeros tres meses el Gobierno se ha
convertido en una empresa de demoliciones que utiliza el BOE como dinamita y el
Consejo de Ministros como martillo rompedor. El presidente, que es un
posmoderno, se ha apuntado a la tendencia deconstructiva, un atributo de la
cultura posindustrial.
Hasta ahora, toda esa política de piqueta le ha salido barata, por no decir
gratis, porque le bastaba con derogar leyes y dar contraórdenes con gran
respaldo popular. Empero, falta poco para que se le acabe el margen de las
decisiones gratuitas, y pronto tendrá que repartir negativas y contraer gastos,
que es una forma de decir que no en la medida en que los recursos siempre son
escasos y es menester determinar prioridades. Cuando eso ocurre comienza el
desgaste y arranca la cuenta atrás del estado de gracia, que tiene un límite y
un crédito tasado en la conciencia de la opinión pública.
Ese momento ingrato de soledad empezará probablemente en otoño, cuando Zapatero
tenga que abordar su programa a base de equilibrios con todas las fuerzas con
las que anda coaligado. Éste es un Gobierno de coalición en un doble sentido;
por un lado se apoya en un vasto abanico de partidos cuya única cohesión es la
que proporciona la alianza contra el PP; por otro, vive de un pacto con los
socialistas catalanes, que van por libre y tiran con todas sus fuerzas, hasta el
punto de que el presidente está aceptando un modelo territorial que él no ha
diseñado.
En el primer caso, llegará un momento en que toda esa gente conglomerada a base
de antiaznarismo se convencerá de que el PP ya no manda y se preocupará del
presente y hasta del futuro, y en el segundo se da una particularidad que tarde
o temprano pasará factura, y es que el político más influyente del momento,
Pasqual Maragall, no ha ganado unas elecciones y es rehén de unos socios poco
recomendables. Zapatero es consciente de que este recorrido común tiene un
límite, que acaso cifre en el instante en que tenga que disolver el Parlamento y
atacar el examen de la mayoría absoluta; la cuestión consiste en adivinar hasta
dónde puede estirar las alianzas mediante componendas, palmaditas y concesiones.
Para un político de raza, todo este ajuste fino constituye un desafío de primer
orden, un encaje de bolillos en el que probar la agudeza del desempeño público.
Pero también se trata de un recorrido en el alambre. Por el momento, la ventaja
del presidente neófito es que la oposición está aún zumbada tras la derrota, y
no ha encontrado los alicates con que empezar a cortarle los cables al
funambulista.