MIRARSE AL ESPEJO

 

 Artículo de FRANCESC DE CARRERAS  en “La Vanguardia” del 04/03/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)



Jordi Pujol publicó en estas páginas, hace unas semanas, un significativo artículo titulado “Una inexcusable reflexión”. Tras veinticinco años de autonomía, venía a decir Pujol, Catalunya sigue insatisfecha y la prueba está a la vista: el 90 por ciento de sus diputados reclama un nuevo Estatuto y un nuevo sistema de financiación de la Generalitat. En los momentos iniciales de nuestra democracia, seguía argumentando Pujol, la prudencia y el espíritu de consenso hicieron que ni la Constitución ni el Estatuto resolvieran con claridad el encaje de nuestra personalidad diferenciada mediante una autonomía distinta a las demás. En los últimos años, el distanciamiento de España ha aumentado y la definitiva integración de Catalunya en el Estado, concluía Pujol, debe afrontarse ahora sin subterfugios.

El discurso no es nuevo. Una de las constantes del largo mandato de Pujol ha sido este intento de crear en la sociedad catalana una permanente insatisfacción: ya propuso la reforma del Estatuto en su primer discurso de investidura, en 1980. Desde entonces han pasado 24 años. La Generalitat, entonces una minúscula institución con un reducidísimo presupuesto, poquísimos funcionarios y apenas competencias, se ha convertido en un pequeño monstruo burocrático con una Administración compuesta por 130.000 miembros, un presupuesto de 17.000 millones de euros (cerca de 3 billones de las antiguas pesetas) y vastísimas competencias. El texto legal que tan apresuradamente se quería y se sigue queriendo reformar ha permitido, pues, el despliegue de estas importantes instituciones de autogobierno. Pero da igual: el espíritu de queja y agravio sigue incólume. Estamos como el primer día: necesitamos un nuevo Estatuto.

Pero una cosa ha cambiado: esta reforma no sólo la pretenden CiU y ERC –dos partidos nacionalistas que por naturaleza están obligados a ello–, sino también los partidos de izquierdas. Efectivamente, el noventa por cien de los diputados de la Cámara catalana tiene como proyecto estrella de la nueva legislatura la aprobación de un nuevo Estatuto. La izquierda es continuadora, por lo menos en este aspecto, del espíritu del pujolismo.

¿En qué consiste este espíritu? Consiste en no asumir nuestros propios defectos y errores, sino en echar la culpa de nuestros males a los demás, en especial, a España, al Estado español –para utilizar su lenguaje– y a los partidos que gobiernan en Madrid. Como sucede en las cuestiones personales, echar las culpas a los otros es lo más fácil, pero también, muchas veces, lo más equivocado y, si es así, lo más perjudicial para uno mismo.

Este espíritu conlleva una exigencia constante de derechos sin aceptar deberes, actitud muy frecuente en los seres humanos y, por desgracia, con una larga tradición en el catalanismo político. Es bien conocida la cita del pintoresco filósofo Francesc Pujols: “Llegará un momento –decía Pujols– que los catalanes viajaremos por el mundo teniéndolo todo pagado”. Era una “boutade”, sin duda, pero como toda buena “boutade” escondía una pequeña verdad, en este caso, una creencia y un deseo inconfesado en muchos catalanes: somos tan estupendos que todo el mundo quedará encantado de nosotros. La cita de Pujols siempre me ha recordado aquella otra de José Antonio Primo de Rivera: “Ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo”. Se trata de frases de una obvia inconsistencia intelectual, pero nada inocentes. Por el contrario, ambas denotan un patriotismo peligroso: aquél que satirizó tan estupendamente Salvador Espriu en “Ronda de mort a Sinera”, cuando el coro iba repitiendo el estribillo de “Som els millors!, Som els millors!”. Este espíritu de “Som els millors!”, tan arraigado en la vida catalana de los últimos veinticinco años, nos puede acabar conduciendo a una inevitable decadencia.

Pongamos un ejemplo fácil: nuestro indudable déficit en materia de infraestructuras. Nos quejamos, por ejemplo, de que el tren de alta velocidad tarda en llegar a Barcelona: pero no decimos que el retraso principal es debido a los desacuerdos sobre su trazado entre los ayuntamientos de la zona metropolitana de Barcelona y la Generalitat, desacuerdos no resueltos hasta hace pocos días. Por su parte, el vergonzoso tramo no terminado de la autovía Lleida-Barcelona estuvo paralizado años y años porque ciertos ayuntamientos de pequeños municipios de la zona –en su mayoría gobernados por CiU– recurrieron el trazado previsto ante los tribunales de justicia. Las obras proyectadas de la ampliación del puerto y del aeropuerto de Barcelona han estado también suspendidas por desacuerdos constantes entre las partes catalanas implicadas. Lo mismo debe decirse de los terrenos que debían ampliar la Fira de Barcelona, antes tan importante, hoy superada por la de Madrid. Podríamos seguir, naturalmente. En todos estos casos, la mayor parte de culpa recae en las instituciones catalanas, aunque no lo admitamos.

Por tanto, quizás deberíamos mirarnos al espejo y practicar delante suyo el juego de la verdad. Probablemente cambiaría, por lo menos un poco, este espíritu negativo de dar siempre la culpa a los demás. Contemplemos nuestro rostro: no somos los más guapos, los más listos, los más avanzados. Somos, como es natural, normales, y depende sobre todo de nosotros hacer las cosas bien o hacerlas mal.

Reformemos el Estatuto si lo consideramos necesario: pero que ello no sea la coartada para seguir engañándonos a nosotros mismos.

FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional, UAB