ESPAÑA EN POSITIVO

Artículo de FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR. Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto en "ABC" del 3-1-03

HAY que partir de una fotografía. Sevilla, 1927. O tal vez antes. Tal vez haya que partir de un sueño anterior en el tiempo, la Institución Libre de Enseñanza, de una generación desvanecida o en camino de borrarse, ya no escuchada, apenas escuchada, Giner de los Ríos, Benito Pérez Galdós, Menéndez Pelayo... Tal vez sea necesario mirar atrás, retroceder a cámara lenta a otra fecha, a otros rostros, porque sin duda la Edad de Plata de la cultura española es impensable sin el temblor amarillo de la obra de aquellos hombres, de aquellos intelectuales del XIX que pasean ancianos, como el otoño, por las avenidas bulliciosas del XX. Hay que partir, por tanto, antes de ese feliz blanco y negro de la fotografía, antes del ensueño castizo del 98, antes de la generación de Ortega y su afán europeísta, antes, mucho antes del cine y su materia hecha de luz inmaterial. La fotografía, estos poetas que miran más allá del objetivo, como si posaran para la Historia, este perfil del 27 que releemos hoy en poemas de Alberti y de Cernuda, ese luminoso latido de metáforas y de vanguardia era el resultado de muchos tiempos y muchos naufragios. El 27 era lo que la burguesía liberal había cosechado con paz, con años y con estudios. Aquel nuevo florecer que Giner de los Ríos había soñado un día y que la guerra de 1936 quebrará con un fulminante tajo de éxodos y de llanto.

La idea de la decadencia de España, tan llevada en los trabajos del 98, podía verse y respirarse en los años posteriores a la primera Guerra Mundial como una idea fuera del tiempo, una idea demasiado antigua, con moho y olor a naftalina. Ya Galdós, a comienzos del XX, después del Tratado de París y el adiós a las últimas colonias, había escrito: «Los últimos cincuenta años del siglo anterior marcan un progreso de incalculable significación». Y en 1923 Ortega podía decir que «España estaba de nuevo presente en el mundo, después de dos siglos de ausencia, gracias a sus hombres de ciencia y pensamiento». Había, es cierto, muchos problemas, viejos problemas, por resolver, pero lo cierto es que la imagen de España mantenida a comienzos del XX no se correspondía con aquella sanguinolenta y deprimente que a conocer nos dieran los viajeros ilustrados o románticos de los siglos XVIII y XIX y que, ya en los albores del XX, habían consolidado los trabajos melancólicos de la generación del 98. Había otra España que no desdecía de Europa. Había un tapiz de esperanzas, un tapiz soñado, tejido y destejido a través del tiempo.

En el siglo XX la cultura española estaba plenamente instalada en Europa. Los jóvenes atrapados en la fotografía de aquel 16 de diciembre de 1927, en Sevilla, en el tricentenario del poeta Luis de Góngora, Rafael Alberti, García Lorca, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, y los otros, los ausentes, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Luis Cernuda, eran los poetas de una generación europeizada sin los gritos de Costa o Ganivet ni los febriles arrebatos de Unamuno o las proclamas de Ortega. Los del 98 soñaban ser europeos; los del 14 querían y creían posible una España mundial; los del 27 habían nacido ya naturalmente europeos y universales, y miraban a España sin exageración, sin retórica y sin tristezas... Había sido otra su educación sentimental. Habían crecido con el cine, y eran una generación poco doctrinaria, elegante y sin bohemia, que hablaba idiomas, soñaba otras vidas en los paisajes acartonados de Hollywood, viajaba al Nueva York incendiado de neones, de muertes silenciosas y de negros, gustaba del deporte y de los automóviles y tenía una actitud ante la vida profunda y digna, pero también enérgica y optimista. Ellos estrenaron un nuevo modo vida, espejo de qué caminos caminaba España cuando España comenzaba a deshacerse de nostalgias imperiales, de elegías y de imágenes trágicas.

El homenaje a Góngora en Sevilla es, con la mirada del tiempo y de la Historia, el acta de presentación de aquella generación interrumpida. Hay en la fotografía un aire de mar y de vanguardia, disueltas emociones de viaje, el temblor o la arrogancia de la juventud y la ilusión de perderse en el mundo. La guerra aún no les ha echado su sombra en el rostro, llevándoles a unos y a otros a cada lado de la Historia. En España, es cierto, hay entonces una dictadura militar, pero la vida cultural no sufre alteraciones o dificultades decisivas. La cultura vive, como había propuesto Ortega en el primer número de Revista de Occidente, de espaldas a la política, «porque la política no aspira nunca a entender las cosas». Todo parece pacífico. La ciudad, Sevilla, duerme en el blanco y negro de la fotografía, duerme bajo las metáforas de Góngora y la respiración de los poetas.

Eran aquellos años momentos de felicidad, de inconsciencia, momentos rebosantes de arte y de vida. El esplendor cultural brillaba ebrio y perplejo. Picasso deslumbraba al mundo con sus «Señoritas de Avignon», Falla conquistaba París con «El sombrero de Tres Picos», Buñuel y Dalí estrenaban «Un perro andaluz», las greguerías de Gómez de la Serna viajaban en servilletas de café por un Madrid atravesado de tranvías, grandes avenidas y teatros, Lorca imaginaba un cementerio entre los rascacielos de Nueva York y los poemas de sus compañeros de generación crecían como una marea, de verso en verso, de palabra en palabra... La voz universal de poetas y artistas no podía quedarse sola.

Y no lo hizo... La II República representaría la culminación política de aquel viejo esfuerzo de sincronía con el resto de Europa que había germinado en una segunda edad de oro de las artes y las letras. «La República», escribiría Azorín en un artículo de prensa, «la habían hecho posible los intelectuales». Era el régimen político más adecuado al nivel alcanzado por la cultura española, la invasión de la primavera, lo que la burguesía liberal podía hacer con razones y con votos, lo que podía soñar más allá de revoluciones sociales y dictaduras caciquiles. Era el júbilo de sentir España dentro de la historia moderna de Europa, sin tragedia ni histrionismo, como la había sentido la generación del 27... Fracasó. Fracasaron. Y la guerra civil proyectó al mundo, otra vez, la imagen de un país trágico y violento, la imagen de dos Españas enfrentadas, en odio y pensamiento enfrentadas. Y la guerra civil asesinó al poeta, ¡en su Granada! Y el éxodo y la tristeza de la dictadura interrumpió la vida, detuvo su tiempo en 1936, interrumpió aquella generación que escuchaba jazz, moría muertes ajenas en la penumbra blanca de los cines, escribía poesía o se enamoraba de un Duesemberg sport con doble parabrisas, bello como una mujer fatal.

La guerra civil destruyó su mundo. Todo se deshizo en pedazos. Tal vez fuera Luis Cernuda, el poeta que más creció en el exilio, quien mejor expresara la desaparición de aquel latido: «¿España?, dijo. Un nombre. /España ha muerto». La guerra, en fin, enterró la primavera del 27 y consolidó la idea de España como un país dramático, reiterada por el destierro de medio millón de españoles y por obras tan difundidas como «El amor brujo» de Falla o «Fiesta» de Hemingway. Hubo de pasar mucho tiempo para que aquella imagen triste y violenta pudiera desvanecerse, para que los españoles pudieran mirarse de nuevo sin complejos ni exageraciones ni melancolías. Hoy, después de tantos años, España camina en sincronía política, económica y cultural con los países más avanzados del mundo. Algunos del 27, como Alberti, pudieron verlo, aunque regresaran con el reloj infartado y el corazón oxidado. El exilio les había dejado sin época. Otros, como Luis Cernuda, murieron lejos, en América. Murieron ellos, pero no su palabra, que abrió un dejo indeleble en el tiempo, el de esa España viva y siempre noble que a conocer nos diera su obra, en desolación y esperanza confundida.