EL EFECTO MÓSTOLES

 

  Artículo de FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, Catedrático de Historia Contemporánea Universidad de Deusto en “ABC” del 08.05.2003

 

«HIJO, resiste como resistieron los guanches hasta la muerte». De esta manera infundía ánimos al concursante canario de Operación Triunfo su madre. La frase, como las canciones que escuchaba Antonio Machado en los labios niños, lleva la historia confusa y clara la pena. Es un eco del rumor poderoso que hoy halla el regionalismo en la educación sentimental de los españoles. Ser canario y guanche, vasco y carlista, catalán y segador, gallego e irmandiño... se ha convertido en una determinación, en una obligación ante la historia, de modo que no hay acontecimiento que no se transforme en una representación melancólica de Wifredos y banderas, bien sea éste un partido de fútbol, una manifestación contra el negro estómago del Prestige y su ecuación de aguas agrias, una protesta contra la guerra o un programa de televisión.

Cegada la idea de España como nación, reacios a identificarse en una historia común, los españoles y sus políticos han inventado una manera de comulgar más atractiva que la de las religiones o las ideologías: la exaltación de lo regional con su crepúsculo de juglares y de reyes. Quiere esto decir que se ha optado por la felicidad doméstica y la mitología del hidalgo con su castillo arruinado y roído sobre el Duero. Hay en todo ello un anarquismo centrífugo y consumista que se mueve entre la plaza del pueblo, el Corte Inglés y la televisión. Lo que pasa más allá de estos tres casquetes polares del hogar ya no interesa a nadie, de ahí que los telediarios dediquen cada vez más espacio a transmitir las noticias de la aldea o a difundir las opiniones de expertos en ferias, gastronomía, deporte y danzas populares. Los jóvenes de antes soñaban con viajar en el submarino amarillo de los beatles o vivir elegantemente en la desesperación, a lo Baudelaire o Rimbaud en aquel París bohemio e imposible de Montmartre. Los de ahora, perdidos en el bucle melancólico que han modelado los nacionalismos de siempre y los regionalismos del Estado de las Autonomías, no saben quién es Quevedo y mucho menos Baudelaire; están en casa, atrapados en el cepo de internet; y ya no sueñan sino con lo verde que un día llegó a ser su valle.

Ni la ira de la Revolución ni la espada de los generales atraen ya a los españoles. Y aunque de vez en cuando haya algún nostálgico que se emocione con una película de Ken Loach o el berlanguiano Bienvenido mister Marshall, lo cierto es que hoy casi nadie se toma en serio a Marx o espera el abrazo de Eisenhower. El éxito de lo regional es que cabalga sobre un sentimiento que no tiene ideologías en un tiempo en que las ideologías se han muerto o se han suicidado. Gobiernos locales de izquierdas y derechas han descubierto en el regionalismo un anzuelo barato que lanzar a los ríos electorales, trabajando mucho por estrechar la trama social, cultural y política de sus reinos de taifas. Y se ha hecho de tal modo que aquel joven petulante de los artículos de Larra, aquel cuya instrucción estaba reducida al poco latín que le habían querido enseñar y él no había querido aprender, corre el riesgo de ser un triste contemporáneo nuestro.

Lo regional, como en el siglo XIX lo nacional, pasa por la historia que no retrocede ante la leyenda, la trivialidad o el error, con tal de que éstos vayan unidos a una representación concreta del pasado. Todo es cuestión de imágenes, de tradiciones propias y genuinas, desde celebraciones festivas a rememoraciones de batallas, viajando por el estómago y la gastronomía. Los historiadores atrapados en la diagonal que va de la biblioteca al caserío han inventado el mito y desenterrado antepasados tanto en los conquistados como en los conquistadores. Los poetas, desde la melancólica elegancia de Manuel Machado, y su «yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron / soy de la raza mora, vieja amiga del sol», al huracanado viento de Miguel Hernández, «asturianos de braveza / vascos de piedra blindada...» se han llenado la voz cantándolo. Y los políticos, siguiendo una tradición localista que tal vez comienza en 1808, con Andrés Torrejón, el alcalde de Móstoles y su imponente declaración de guerra a Napoleón, han sabido tejer en nuestra democracia televisada ese haz de relatos y aleluyas.

Hipnotizados los españoles por el péndulo regionalista, la historia corre el riesgo de convertirse en algo que uno recuerda de un mitin, de un artículo, de una tertulia radiofónica o un programa de la televisión local, y puede contar una y otra vez: la repetición de un relato. En la era de internet hemos vuelto a escribir las baladas del XIX y a transmitirlas oralmente, como en la antigüedad, pero con la estética mediática inventada por Goebbels, que sabía mucho de mitos y comunidades orgánicas. Se ha trabajado tanto, se ha invertido tanto esfuerzo, verbosidad y dinero en exaltar agresivamente las diferencias y en inventarlas cuando no existían que hemos llegado a parecernos a aquel hidalgo de aldea que José Cadalso veía pasear majestuosamente por «la triste plaza de su pobre lugar, embozado en su mala capa, contemplando el escudo de armas que cubre la puerta de su casa medio caída, dando gracias a la providencia divina de haberlo hecho Fulano de Tal».

La primacía de sangre que ridiculizaba Cadalso en el siglo XVIII, y que todavía llenaba de nostalgias a la nobleza de postín en los tiempos de Franco, ha sido sustituida desde el Estado de las Autonomías por una suerte de linaje territorial, que es el único prêt à porter que los políticos han podido vender al pueblo. La exaltación del terruño, la extraña amalgama de consaguinidad y territorialidad que viene de la tierra y los muertos de Maurras y se reproduce en el RH negativo de Arzalluz, ha cortado la vida de los ciudadanos a la medida de sus regiones, de modo que la primera pregunta que surge entre dos españoles que acaban de conocerse, y que resulta absurda a los ojos de un francés, es si el otro es gallego, o vasco, o catalán, o aragonés, qué guerra perdieron o ganaron sus antepasados y si han normalizado ya aquella lengua de sus ancestros.

Es poco probable que los nuevos trovadores de la vieja canción regionalista lleguen a comprender que de tanto renegar del franquismo su letra ha terminado siendo una versión progre del florido pensil. Pero decirlo en público o trascender de la angosta órbita dibujada por sus baladas es arriesgarse a ser acusado de querer protagonizar un nuevo 18 de julio. Incluso pronunciar la misma palabra «España» -sustituida por el vergonzante término Estado español- parece ser reaccionario; tomar, en fin, un aire militarista, aventurado y grotesco. El problema, en el fondo, es cultural. De no haber leído suficiente... ¿Escribió acaso Pablo Neruda España en el corazón o escribió Estado español en el corazón? ¿ Escribió César Vallejo España aparta de mí este cáliz o dijo Estado español aparta de mí este cáliz? ¿Es que hay que regalar a Maragall las obras completas de Indalecio Prieto y Julián Besteiro para que llegue a comprender lo que un día significó España en la educación sentimental del socialismo?; ¿leerle a Llamazares los versos de Blas de Otero y Gabriel Celaya para que vea que no todo en esa palabra se limita a una España negra?; o ¿ recordarle al nacionalista vasco despistado que no fue «Por Dios, Por Euskadi, y los Fueros» sino «Por Dios, por la Patria y el Rey» la proclama que levantó Zumalacárregui?...

El problema se debe, después de todo, a haber navegado con rencor por la historia, a no viajar más por España ni ver cómo las diferencias son, en su gran mayoría, artificiales, y que hay más de común, pluralidad y mestizaje que de pureza romántica y diversidad insalvable. Hoy, como ayer, la sociedad de ciudadanos que deciden vivir libremente en una comunidad nacional de acuerdo a unos principios comunes y plurales pasa necesariamente por la ciudad. Y tal vez sea en las grandes ciudades, ricas en idiomas, en tonos de piel y maneras de vestir ahora que llegan los inmigrantes, donde los españoles nos volvamos plurales y nos arranquemos las máscaras, nos abramos, nos afrontemos y empecemos de verdad a vivir y pensar mezclados y diversos. No por casualidad la bandera de Francia lleva los colores del escudo de París. Tal vez sea en las ciudades, con la llegada de los inmigrantes, donde aprendamos, de una vez y por todas, a ser contemporáneos de todos los hombres y a enterrar este etnicismo rural que se para en la Edad Media y sigue latiendo en el siglo XXI sobre las lanzas rotas de los guanches.