EL PASADO EN VAQUEROS

 

 

  Artículo de FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, Catedrático de Historia Contemporánea Universidad de Deusto, en “ABC” del 23.05.2003

Desde hace meses, España se ha ido transformando en un país donde las gentes parecen tener el presente en el pasado. Lee uno la prensa cada mañana, escucha a los políticos con su nuevo evangelio y por la noche se sienta a esperar los noticieros en la televisión. Las imágenes que traen de España son imágenes descoloridas, irreales, carcomidas de historia y trincheras . «Aquí, después de tantos años y una transición, todo es como entonces», se repite irresponsablemente, no se sabe si con el deseo de hurgar en los cubos de las emociones recientes y recoger de ahí despojos, restos, fragmentos de escaños, o con el propósito de airear en las calles una erupción de mocedades en vaqueros.

España, piensa uno oyendo hablar a ciertos representantes de la escena política, parece el sombrío cementerio que hirió de escombros el corazón de Larra... La democracia, una triste tumba llena de musgo. El gobierno, una fecha espantosa: 1939. El Tribunal Supremo, un mausoleo donde acribillado a telefonazos de Moncloa sueña el sueño de los muertos el poder judicial independiente. Televisión Española, luego de tanto silencio ominoso y tanta Inquisición, un breve epitafio: aquí la libertad de expresión reposa. En su vida hizo otra cosa. Todos los pensamientos que han hecho vivir a tantos hombres, todas las emociones que tantos españoles han dejado de vivir, todas las utopías y desilusiones que cruzan la historia y se desvanecen en las páginas de los libros no existen o existieron en vano porque su afán habría resultado inútil, una batalla perdida. Su propio sueño, recogido en gran medida por la Constitución del 78, se esfuma en un mundo impalpable y gris, se disuelve consumiéndose en la maléfica realidad presente.

En España, escribió hace tiempo Julián Marías, no se dice lo que pasa sino que pasa lo que se dice. Los meses que van desde la ilegalización de Batasuna hasta la presente campaña electoral, pasando por la catástrofe natural del «Prestige» y la guerra de Irak, son una ilustración perfecta de esta idea. El histrionismo y la palabrería llenan los días y asombra cómo puede decirse cualquier cosa, con tal de que no tenga ningún contacto con la realidad: se llama al presidente de Gobierno asesino y genocida, se escribe que el fantasma del clericalismo campa de nuevo a sus anchas por Madrid, se dice que perseguir con la ley a las personas que aterrorizan, acosan y financian el crimen etarra es un acto de totalitarismo, se rocía la catástrofe natural del «Prestige» con zumo regionalista, se repite que la mano derecha que nos gobierna es la mano del general Franco... Hay quien habla y no para: desde la izquierda a los nacionalistas vascos, que esperan que el lema Terror aznarista coreado por cómicos y letraheridos suba por la geografía como un carretón de bueyes romanos y lleve a las verdes praderas del País Vasco más txakoli y más soberanía.

En sociedades distraídas como la española, el espejismo de la palabrería nubla la inteligencia y la vida pública se reduce a una verbena de verbos quebrados y tartamudos. La política no es hacer sino decir y a ser posible decir con insultos, bruñir los problemas de hoy con las heridas abiertas de ayer, como si las palabras no importaran, como si fueran inocentes, como si no llevaran dentro la reliquia de un pasado que ya no se puede rescatar para el silencio anterior. Las palabras no matan, pero como bien decía Larra «cae una palabra en los labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran pueblo, ansioso de palabras, la recoge, la pasa de boca en boca, y con la rapidez del golpe eléctrico un crecido número de máquinas vivientes la repite y la consagra, las más de las veces sin entenderla, y siempre sin calcular que una palabra sola es, a veces, palanca suficiente para levantar la muchedumbre...»

Llegado el caso las palabras ofrecen coartadas para el crimen, como ocurre en el País Vasco, como sigue ocurriendo en aquella tierra encanallada de silencios sin que ninguna unión de actores ni ningún juglar del 68 se pasee por el parlamento de Vitoria para reprocharle todos los muertos -fulminados, quemados, tiroteados- todos los perseguidos -amedrentados, exiliados, extranjeros de sí mismos- al Lehendakari Ibarretxe, hoy melancólico defensor de quienes legitiman y aplauden a los asesinos. Sucede que la moda discrimina entre las distintas manchas de sangre: las del lejano pueblo iraquí se conservan en las pancartas de los manifestantes, las de los cientos de personas que mueren una muerte cotidiana a manos de las SS vascas son borradas por la cotidianidad y por las pisadas de los transeúntes... Pero también esas manchas son, existen para siempre, siembra de una guerra unilateral que sólo causa bajas entre los demócratas.

Lejos de los vivos que respiran como muertos delante de nuestras narices, lejos de todo, los españoles hemos perdido en Ilustración, en capacidad para reflexionar y mirar las cosas con rigor, y ganado en siglo XIX, con todo el verbalismo y el culto a lo exagerado, a lo imposible, que atraviesa aquella centuria de revoluciones soñadas y guerras civiles. La política de nuestros políticos de izquierda ha adquirido una dimensión literaria por lo que tiene de ficción, contraria a la realidad, aunque sin el estilo fluido y refinado que supieron darle al párrafo Castelar o Pi i Margall. Piensan más en hablar que en ofrecer ideas, más en seguir modas ideológicas que en resolver problemas, de manera que su discurso se mueve entre pedir responsabilidades al coloso yanqui, como si de un lanzazo pudiésemos tumbar al gigante antes de que éste retorne a su condición de molino; revivir la Marsellesa tras un bullicio estudiantil empancartado de reflexiones como Nunca Máis y No a la guerra, grito este último que dejaba sin aclarar la pregunta de cómo había que ayudar al pueblo iraquí, si esperando a que Sadam cayera por falta de consenso ciudadano o por alguna moción parlamentaria de censura; y traer de una vez y por todas las veces que no se pudo una ilusión descafeinada de Tercera República.

La guerra de sucias palabras que cunde entre nosotros es una guerra de nostalgias contra el silencio de las bibliotecas. Suspirar por la paradójica Francia de las libertades y los intereses petrolíferos, como si de nuevo media España ocupara España entera con el sable y la pistola, o airear banderas republicanas con gusto coquetamente progresista distrae de la seriedad de la vida y de la historia. Los artículos que escribía Sartre en los cafés de París con los bolsillos llenos de anfetaminas eran una directa a la mandíbula de la vieja Europa posterior al milagro alemán, de la misma manera que la República que soñó Azaña fue un intento de pulverizar los dogmas de la vieja España, rectificar, en fin, lo tradicional por lo racional. Las palabras, aquellas palabras, tenían entonces sentido, respiraban su época. El extravagante capricho de quien, en el siglo XXI, las recuerda y las exalta - las palabras, la bandera- e incluso confiesa seguir luchando por una Tercera República, ese extravagante capricho de airear formas carentes de la necesidad histórica que en su tiempo las había producido, no es más que moverse por una ideología a la que se le han amputado las ideas: el culto a lo falso y a lo vulgar.

Escribía Marx que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen dos veces: una vez como tragedia y otra como farsa. En España, después de muchas utopías en huesos, horas pobres, pequeños sosiegos o ilusiones, grandes esperanzas desviadas de la Historia, penas como cuartos donde no se entra, ciertos poemas cargados de futuro, cierta Europa, cierta modernidad y progreso, nos movemos entre lo ridículo y lo grotesco. Muchos españoles, de un tiempo aquí , viven y hablan como seres encantados, como náufragos de la realidad, viven y hablan en un epílogo prolongado, en el intervalo entre el crepúsculo de la II República y el final de la dictadura, como si la España de Aznar fuera la España desvencijada y triste del dictador a la que hubiera que llevar la democracia y la libertad de opinión. Lo demás, la situación económica, la crecida de empleo, la lucha por remover el marasmo de la enseñanza, la determinación contra el terrorismo, los cheques del Estado que rocían Galicia, la preocupación porque España tenga un lugar destacado en el mundo... lo demás, todo esto , parece un instante arrancado al encantamiento, parece silencio.