LAS PALABRAS TIENEN DUEÑO
Artículo de FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto, en “ABC” del 13/10/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
«EUROPA se
construye con libros». Ese fue el lema de la última feria del libro de Madrid y
también una frase que ha ido creciendo como un Nilo desbordado en las páginas
comprometidas de muchos de nuestros sufridos progresistas: «Necesitamos la
amalgama imaginativa de la cultura escrita para hacer avanzar Europa»...
Sí, parece que estamos en la época de las frases sublimes, que nunca hemos
salido de ese territorio fantástico de caballeros y dragones, que para vivir
necesitamos consumir diariamente ciertas dosis de sensiblería, que para poder
navegar y hacer ruta en el mundo tenemos que autorizarnos con algún pabellón
utópico. Claro que una Europa sin libros ni bibliotecas no puede llamarse
Europa, pero de ahí a que la sociedad europea sea hija de la novela o que pueda
construirse a base de tinta y papel hay todo un océano. Lo que no se puede
esperar de la literatura es que consiga transformar el mundo, consolidar un
Estado o apuntalar la unidad social y política de un continente. La novela,
género europeo por excelencia, es el territorio en el que se suspende el juicio
moral, el solar de los renegados o de los expulsados de la épica -un pícaro sin
porvenir o un hidalgo enloquecido, un joven fantasioso que sueña con unirse al
ejército de Napoleón, un tipo gris atrapado en la maquinaria anónima de un mundo
donde todos pueden ser acusados y culpables...- , no un parlamento, una
comunidad política, o un lugar regulado por el Derecho.
De todos modos, es difícil no ser sensible a este tipo de frases. En nuestro
imaginario los libros están indisolublemente unidos a la libertad y su
destrucción a las tiranías y a los regímenes más abyectos de la historia.
Escribió el poeta Heine que allí donde queman libros acaban quemando hombres. Al
decirlo, el escritor romántico estaría pensando en la Inquisición, pero todos
sabemos que esa siniestra lógica ni comienza ni termina ahí. Tablillas, papiros,
pergaminos y toneladas de páginas han alimentado el fuego desde hace miles de
años, generalmente en periodos convulsos, sobre todo en épocas de desvarío
religioso, sobre todo en tiempos de guerra.
Las bibliotecas son símbolo del saber, y la bárbara embriaguez de expurgar o
arrasar su contenido han consolidado la opinión, comúnmente aceptada, de que los
libros sólo sirven para el bien. Tal vez incluso para reclamar la patria de la
humanidad, construir Europa, frenar una guerra, curar cegueras o desterrar del
corazón de todo nacionalista su cejijunto anhelo identitario, sólo alcanzado a
golpe de exclusión. Sin embargo, los libros, tanto los santos como las obras de
pensamiento o de ficción, son como el veneno de la serpiente: son fuente de
moralidad y de caos, de caridad y de crimen. Los Evangelios no propugnaban las
cruzadas o la quema de herejes; El contrato social de Rousseau no afilaba la
populosa guillotina de la época del Terror; el Gulag no estaba previsto en los
sesudos análisis de Marx ni en la literatura humanista rusa del siglo XIX; el
Corán no llevaba incorporado lanzas a reacción para atravesar torres ni volar
trenes a golpe de dinamita; y los poemas elegíacos de los poetas románticos
tampoco traían adosada a la estrofa el tiro en la nuca o la bomba lapa. Pero ahí
están. Muchos libros no son peligrosos. Lo peligroso, casi siempre, es uno sólo.
Lejos de quedarse impresas en el papel, las palabras alzan el vuelo una vez
escritas. Lo peligroso está en aquellas gentes, cuyos discursos van más allá de
sus actos. Lo peligroso es que a veces se mata por interposición, se extermina
por poderes.
En ocasiones el horror de las hogueras nos hace olvidar un hecho que no por
grotesco y paradójico resulta menos real: que la mayoría de las veces detrás de
las guerras, los tiranos y la destrucción de libros hay también autores de
libros. La historia está repleta de intelectuales que han dado pruebas de una
ferocidad y una cerrazón mental mayor incluso que la de los políticos
responsables de las tragedias. Los ejemplos no escasean. El cardenal Cisneros
fue el artífice de la Biblia Políglota, una de las obras cumbres del
Renacimiento, lo que no le impidió ordenar a sacerdotes y soldados la búsqueda
de manuscritos árabes para llevarlos a la hoguera. Más recientemente, Radovan
Karadzic, un poeta de tercera, imaginó la destrucción de Sarajevo y su
biblioteca en un poema, cosa que ocurrió: la biblioteca de Sarajevo fue
destruida.
Europa se construye con libros. O no. O se destruye. Las luchas de religión del
siglo XVI y las dos guerras mundiales del XX dan fe de que también han servido
de mecha y coartada para incendiarla. Incluso para quemar hombres. La literatura
se hace con el material de los sueños, y donde hay sueños hay espejismos y
también abismos de desgracia. Europa, la Europa de proporciones extraordinarias
que muchos políticos no saben si vender o explicar, tiene que ver más con una
Europa de valores fríos, de ciudadanía universal, de fontaneros políticos, que
con una Europa de retórica y don Quijotes; más con una malla de derechos que de
tan aceptados se vuelven invisibles que con una novela de mosqueteros; más con
un aire de libertad que baja hasta los individuos concretos, que está en sus
casas, en sus vidas diarias, que con una libertad hecha de palabras
altisonantes. Quien se imagina una Europa construida por hombres de letras no
sólo demuestra tener una idea muy extravagante de Europa sino también una clara
inclinación a borrar de su pasado muchos nombres incómodos, además de no pocas
tragedias y terribles ejemplos de fanatismo. La historia ha demostrado que
actitudes frívolas en la defensa de las libertades, a la larga, han
desencadenado atrocidades que la humanidad debiera haber evitado.
Si algo se aprende del pasado es que, en momentos de crisis e inestabilidad como
los que atravesamos, resulta mucho más importante ser veraz que original, aun a
costa de resignarse a los lugares comunes. Europa igual a laicismo. Europa, como
proyecto presente real y realizable, puede tambalearse y venirse abajo si el
Estado sigue empeñándose en hacer teología y no promueve un sano laicismo no
sólo frente a las iglesias -tan de moda entre nuestros socialistas, siempre y
cuando se trate de la católica- sino también frente a los nacionalismos
entendidos como religión y frente a la ideología respirada como dogma de fe.
Las alarmas hace tiempo que saltan por aquí. Al terrorismo fundamentalista se le
separa del Islam y es explicado en clave económica -pobre, desesperado, luego
candidato a kamikaze- como si los asesinos no fueran el resultado de un Islam
paranoico, que culpa a los de fuera, los infieles, de todos los males de las
sociedades musulmanas y cuyo remedio es cerrar esas sociedades a la modernidad.
Llevadas por los buenos sentimientos, una parte de nuestra intelectualidad de
izquierdas defiende el diálogo con el verdugo, esté en Chechenia, Irak o la
Cochinchina y se lanza a la búsqueda de coartadas para poner su sillón en la
dirección de la historia. Hay quien, incluso, fortificándose en el derecho a la
diferencia, llegaría a defender la antropofagia como una suerte de simpática y
muy plural particularidad. Y mientras tanto, mientras el gobierno, con Zapatero
a la cabeza, se entrega a perseguir fantasmas del pasado y a componer frases
huecas y blandengues eslóganes para la prensa, las amenazas y los atentados no
cesan, aquí y en Oriente Medio; los admiradores de Hitler imitan a los de Barrès
y Maurras que llevaron a Le Pen al hogar de la izquierda en Francia y,
amotinados en una liga de patriotas, ocupan asiento en los parlamentos de la
bella Sajonia y Brandemburgo.
Sabemos del desprestigio de los catastrofistas, escribió alguien recientemente,
pero habrá quien comprenda que algunos puedan sentirse hoy como Stephan Zweig en
sus días finales. Un novelista, por cierto, que allá por los años veinte del
siglo pasado soñó con construir una Europa ilustrada, liberal y tolerante a base
libros, manifiestos y buenas palabras. El final de la historia es bien conocido:
los totalitarismos, el destierro, el suicidio. En las batallas en las que sólo
vencen los perdedores él es uno de los héroes trágicos de nuestro tiempo.