EL FRACASO DE GONZÁLEZ


  Artículo de
Ángel Cristóbal Montes, catedrático de Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza,  en “La Razón” del
20.09.2003

 


Rozó el cielo y se asoma al infierno. Felipe González, el presidente del Gobierno de más larga trayectoria, tuvo una presidencia meritoria si se prescinde del último mandato (1993-1996) que nunca debió ostentar. Lo tenía todo. Fibra política, capacidad de aprendizaje, carisma, sensibilidad, cercanía al pueblo y limpieza de ánimo. Fue un bien para España, para el sistema democrático y para su partido. Cambió tantas cosas en lo material y en lo intelectual que, tras él, nuestra vida política había tomado un nuevo sesgo, plenamente acomodado al europeo-occidental ususal, y, en buena medida había cuajado entre nosotros el «proceso de modernización racionalizadora» de que hablaba Myrdal.
   Pero dejó de ser presidente. En 1996, el Partido Popular y José María Aznar derrotaron al Partido Socialista y a él mismo por la fuerza misma de las cosas, por las constantes reglas del juego democrático, por conclusión de una etapa y por no haber ad- vertido a tiempo el PSOE de que no hay adversario pequeño, que siempre se acaba asumiendo las propias responsabilidades y que el fantasma de la corrupción acecha incluso a aquellos que «ex natura atque historia» se creen al margen de ella. Su nuevo papel de ex presidente, difícil donde los haya, no le ha sentado bien al señor González.
   Nunca ha aceptado que el PP, al que muchos extraños progresistas de nuestro país juzgan mero franquismo residual, pudiera derrotar al PSOE, sin querer advertir la honda y provechosa para todos mutación que ese partido ha experimentado y el hecho desnudo de que, normalmento, en democracia las elecciones no se ganan desde la oposición sino se pierden desde el gobierno. Nunca ha aceptado que él, el líder político indiscutible, el político bragado, el prohombre de la gobernación, resultara vencido por un, en apariencia, oscuro, anodino, no contrastado y anti-carisma José María Aznar, sin querer advertir que su contrincante-ganador y había mostrado algunas de sus dotes, tenía una tenacidad envidiable y comandaba un partido en el momento y en la oportunidad justos. Le falló la memoria al no recordar que, en 1982, en circunstancias dramáticas, el elector español había apostado casi a ciegas por él, y luego, en 1996 y en circunstancias igualmente dramáticas, se volvía a producir similar situación con el señor Aznar. No estuvo dispuesto a conceder a su adversario lo mismo que a él le había brindado la oportunidad política.
   Durante ocho años, que en política son una eternidad, Felipe González le ha negado «el pan y la sal» a José María Aznar, ha decidido que no existe políticamente y ha cerrado con obstinación los ojos a la realidad, demostrando un rencor, una obcecación y una falta de grandeza que le desmerecen de manera notoria. Todavía hoy, dice de él: «La inconsistencia de este hombre (Aznar) ni merece respuesta. Es lo que me aterra. Esta incosistencia no sé si se basa en la ignorancia o en una pretensión personal que no se corresponde con el interés de nuestro país». Cuando se ha visto lo que se ha visto, han ocurrido las cosas que han ocurrido y España ha dado los pasos que ha dado, en lo que algo habrán tenido que ver el partido gubernamental y su líder, las palabras de González no sólo revelan un grado de injusticia política notable, sino además muestran que por su cerrazón y odio ha tirado por la borda buena parte de lo que podría haber dado como ex presidente.
   En efecto, ha habido malos presidentes que resultaron luego buenos ex presidentes (el caso del americano Carter es paradigmático con presidentes de uno y otro partido). Felipe González, que fue, globalmente, un buen presidente, ha resultado ser un malo, muy malo, ex presidente. Con lo cual ha brindado un flaco servicio a su país, a la democracia española, al PSOE, al Gobierno y a su propia persona, porque no ha sido capaz de vencer sus humores, imponerse a la circunstancias y tomar conciencia de su responsabilidad histórica. Con pena, pues, por él y por nuestro sistema político, hay que confesar: González ha fracasado.