LA REFORMA CONSTITUCIONAL DEL SENADO
Artículo de Enrique Curiel, secretario general del Grupo Socialista del Senado, en “La Razón” del 30/06/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
La Legislatura iniciada tras las elecciones del pasado 14 de marzo nace con una
inequívoca voluntad reformadora. La nueva mayoría política expresa el deseo de
los electores que apoyaron a los partidos políticos que manifestaron tal
voluntad. Y uno de los debates que dominarán la Legislatura se refiere a la
cuestión territorial. La búsqueda de un nuevo sistema de financiación
autonómica, la reformas de los estatutos de Autonomía y del artículo 69 de la
Constitución, es decir, la modificación de la estructura y competencias del
Senado, constituyen un mandato imperativo. Es evidente que tal mandato expresa
la convicción de que una etapa del desarrollo constitucional ha concluido y que
se hace imprescindible acometer una actualización y modernización de algunos
aspectos de la organización territorial del Estado. Los cambios no se producirán
como consecuencia del fracaso de las previsiones constitucionales. Por el
contrario, las reformas resultan imprescindibles porque la Constitución ha
desplegado con intensidad su impulso reformista. España ha cambiado, se ha
transformado, y se han planteado nuevos problemas que en 1978 no existían.
Debemos reformar la Constitución por el éxito alcanzado y no por su fracaso.
Una prueba de la afirmación anterior se refiere al Senado. A medida que se
producía la transformación institucional del Estado resultaba más evidente que
la configuración del Senado era obsoleta e ineficaz. Esa contradicción entre el
actual Senado y la nueva realidad política ha sumido a la Cámara Alta en una
crisis política. Si a las dificultades derivadas de su actual ubicación y
funciones, añadimos el comportamiento de los gobiernos de José María Aznar, no
es extraño que los impedimentos iniciales se hayan convertido en problemas
insolubles. El neocentralismo del Partido Popular ha tenido en el Senado un
efecto letal. Los debates específicos sobre la política autonómica
desaparecieron y la segunda Cámara fue utilizada como oficina gubernamental para
incorporar enmiendas incómodas a los proyectos de ley del gobierno (leyes de
acompañamiento presupuestario), o para tramitar «in extremis» iniciativas como
la referida a la tipificación penal de comportamientos políticos. Me refiero a
la modificación del Código Penal para amenazar al lehendakari del País Vasco con
la cárcel por convocar un posible referéndum consultivo. Por ello, a pesar del
esfuerzo de los senadores durante todos estos años, a pesar de su competencia y
dedicación, los ciudadanos no perciben el sentido político de la Cámara y se
interrogan sobre su existencia.
Pero los problemas del Senado proceden, esencialmente, de su ubicación
constitucional. La cuestión del Senado fue mal resuelta por los constituyentes.
La presión de Unión de Centro Democrático y de Alianza Popular en la Ponencia
constitucional determinó que la Cámara Alta se configurase como una institución
de contrapeso político en relación con el Congreso. Tal actitud es coherente con
la corriente constitucional partidaria de un «parlamentarismo atenuado o
racionalizado». A partir de la primera posguerra europea se inicia un cambio en
la orientación de los sistemas constitucionales ¬consolidado desde 1945¬, que
pretende «racionalizar» el sistema parlamentario limitando las competencias de
la Asamblea con la pretensión de lograr una mayor estabilidad del poder
ejecutivo. La justificación de tal «racionalización» se fundamenta en la idea,
expuesta por el profesor Paolo Biscaretti di Rufia, de que «la debilidad del
Gobierno y el predominio desordenado del Parlamento condujeron directamente a la
adopción de sistemas autoritarios, como Italia en los años 1922-25, Portugal en
1928, en Alemania en 1933 y en España en 1936-39». Achacar al parlamentarismo la
aparición del fenómeno autoritario y de los fascismos europeos resultó un exceso
interesado pero la influencia de tales ideas fue indiscutible. La defensa del
bicameralismo en los estados unitarios tiene su origen en el temor de los
sectores políticos conservadores al dinamismo democrático de la Cámara Baja. La
conquista del sufragio universal masculino, la introducción progresiva de
sistemas electorales proporcionales y la parlamentarización del Estado atribuyó
a los Congresos una gran influencia renovadora. Así, las segundas cámaras tenían
la función de «reflexión», «enfriamiento» y freno en relación con la Cámara
Baja. Es conocida la anécdota ocurrida entre Jefferson y Washington en 1787,
cuando el último explicaba al primero (partidario de la Cámara única) la
necesidad de una «Cámara de enfriamiento» vertiendo el café en el plato antes de
beberlo debido a la excesiva temperatura de aquél. Sistemas electorales
mayoritarios, sufragios censitarios y mecanismos electorales indirectos para
acceder al Senado garantizaron la misión de «enfriar» las decisiones políticas
de los Congresos de Diputados.
En España se mantuvo el modelo expuesto. La debilidad y el temor de los
conservadores a los desafíos de la transición democrática explican la
configuración actual del Senado como «contrapeso». Si repasamos la Ley para la
Reforma Política, de 5 de enero de 1977, podemos identificar en su articulado y
en la Disposición Transitoria Primera, que define las bases del sistema
electoral, muchos de los principios que después se consagraron en el texto
constitucional. Nuestro Senado se dibujó de acuerdo con las tesis propias de un
sistema unitario y centralista aunque se defina la institución como «Cámara de
representación territorial», según el artículo 69.1 de la Constitución. Y aquí
emerge la razón del desajuste y la crisis política que sufre el Senado. Porque
hoy, España está más cerca de un modelo federalizante y, sin embargo, disponemos
de una Cámara Alta ajena a tal realidad. Se han realizado intentos loables, como
la creación de la Comisión General de las Comunidades Autónomas o el
reconocimiento de «grupos territoriales» dentro de los grupos parlamentarios,
pero, a pesar de todos los esfuerzos, tales intentos no pueden evitar la urgente
necesidad de proceder a la reforma constitucional. Además, como nos recuerda
Eliseo Aja en su libro «El Estado Autonómico», los senadores cuando se
incorporan a la Cámara «se organizan en grupos parlamentarios por partidos , con
lo cual el Senado se convierte en un duplicado del Congreso, con muy pocas
variaciones». Hemos de reflexionar sobre el significado y alcance del carácter
territorial del Senado, sobre su sistema electoral, sobre sus competencias
legislativas y su relación con el Congreso de los Diputados. Hemos de concertar
la posibilidad de que los senadores se organicen de forma territorial de tal
manera que el alineamiento político e ideológico se produzca en el ámbito de la
representación de cada Comunidad. No podemos permitir que transcurra la actual
Legislatura sin abordar la cuestión del Senado. De lo contrario, el Senado se
desvanecerá.