LA VALENTÍA DE LAS CONVICCIONES

  Artículo de RALF DAHRENDORF En “La Vanguardia” del 13.03.03

RALF DAHRENDORF, miembro de la Cámara de los Lores del Reino Unido, ex rector de la London School of Economics y ex decano del St. Anthony's College de Oxford.

 

LA VANGUARDIA - 13/03/2003
Incluso quienes no comparten la postura del primer ministro británico, Tony Blair, sobre la crisis de Iraq rara vez dejan de alabar su valentía. El presidente George W. Bush nunca enfrenta masas hostiles de la manera en que Blair debe hacerlo. Cuando Blair ingresa en el Parlamento para el ritual semanal de las “preguntas al primer ministro”, los miembros de su propio partido, el Laborista, lo acosan y le hacen preguntas hostiles. Fuera del Parlamento, e incluso en la televisión, Blair se enfrenta a grupos que exigen la paz apasionadamente.

En todas estas situaciones, Blair ha mostrado la valentía de sus convicciones. Éstas son, puestas de manera muy simple, que Saddam Hussein es un gobernante pernicioso que constituye una potencial amenaza para sus vecinos y el resto del mundo, y que debe irse.

La postura de Blair es notable, especialmente en una época en que los líderes políticos dependen de las encuestas de opinión y de las visiones expresadas por los así llamados “grupos focales”, que les dicen qué pensar. Muchos políticos tratan de mantenerse tan apegados como sea posible a la visión predominante en la mayoría. Consideran que eso es “democrático” y ponen sus esperanzas en que tal fidelidad a la visión popular les garantice la reelección.

Afortunadamente, este tipo de populismo, porque no es más que eso, no se ve en todos lados. El presidente español, José María Aznar, no está muy a la zaga de Blair en cuanto a mostrar la valentía de sus convicciones. El presidente francés, Jacques Chirac, tiene el apoyo de su pueblo, pero también tiene una agenda política que parece estar centrada tanto en “la grandeur” de Francia como en la mera aprobación popular.

La más flagrante ausencia de liderazgo que hoy se puede ver, en nombre de la fidelidad a la aparente opinión popular mayoritaria, es la del canciller alemán, Gerhard Schröder. No sólo es probable que haya ganado la última elección por haberse opuesto abiertamente a la acción militar en Iraq, sino que continúa comportándose como si encabezara una marcha por la paz en lugar de un país.

Quizás Schröder podría dedicar un tiempo a recordar a dos de sus grandes predecesores, Konrad Adenauer y Willy Brandt. Cuando Adenauer tomó la firme decisión de hacer que Alemania fuera parte de la alianza occidental, no sólo se enfrentó a la oposición socialdemócrata en el Parlamento, sino también a una mayoría popular que pensaba que su política haría imposible la reunificación con Alemania del Este, controlada por los soviéticos.

De manera similar, cuando el canciller Brandt lanzó su Ostpolitik dos décadas más tarde, recibió numerosas acusaciones de estar vendiéndose a los comunistas y poniendo en peligro el destino europeo y atlántico de la República Federal de Alemania, que para ese entonces ya era aceptado mayoritariamente.

Ambos líderes hicieron prevalecer sus posiciones y finalmente ganaron elecciones. Otros líderes han probado este mismo punto. Charles de Gaulle prevaleció políticamente después de dar término al gobierno colonial francés en Argelia. Mijail Gorbachev no, pero quedó como un profeta sin honores en Rusia por las políticas de “glasnost” y “perestroika” que condujeron al término de la Unión Soviética y al nacimiento de la Rusia democrática.

Hay un aspecto en todos estos casos que no debe ser pasado por alto. Cada líder político abrazaba ideas, políticas o principios que iban mucho más allá de sus pueblos. Tenían sólo a la historia de su parte.

Estos líderes parecían ir contra la corriente, pero la corriente misma estaba a punto de cambiar de dirección. Visiones inicialmente heterodoxas y aparentemente inaceptables se convirtieron en la nueva ortodoxia aceptada por la mayoría de sus ciudadanos. En un sentido, ésta es la definición de un verdadero liderazgo: llevar a un país y a su pueblo a un mejor futuro que todavía no está claro para la mayoría, pero que ha sido parcialmente descubierto y creado por quienes, estando en el poder, poseen un inequívoco sentido de dirección. Existen quienes piensan que esto es precisamente lo que le puede ocurrir al primer ministro Blair en lo relacionado con Iraq. Prevén una guerra corta, el rápido colapso del régimen baasista y un nuevo comienzo para el pueblo iraquí. En ese caso, Blair habrá triunfado casi en el sentido clásico de la palabra. Junto con el presidente Bush, se le aclamaría como a un gran líder, al tiempo que se apagarían las voces de disentimiento y oposición. Su reelección apenas sería un problema; por el contrario, quienes se opusieron a él estarían en aprietos.

Sin embargo, también son posibles otros escenarios, no tanto de derrota como de confusión y la imposibilidad de crear una paz sustentable. Pero lo que está en juego en el debate sobre Iraq no es tanto una visión del futuro como un principio moral. Se trata realmente de un asunto de convicciones. Blair, al menos, está insistiendo en su política sobre Iraq porque está profundamente convencido de estar en lo correcto. Seguirá teniendo esa convicción incluso si fracasa, aunque es seguro que el precio que pagará será alto. A diferencia de Adenauer, Brandt y De Gaulle, Blair puede realmente estar yendo contra la corriente de su pueblo, en lugar de estar anticipándose a un cambio en la visión general.

Él sabe todo esto, y esta es la razón por la que ha dejado entrever más de una vez que está apostando su cargo y su carrera política como primer ministro. Es un político de verdaderas convicciones, inspirado menos por un sentido del futuro que por un sentido de moralidad. Líderes como él arriesgan mucho, y no sólo para sí mismos. Quizás arriesgan más de lo que se puede justificar. En la crisis actual, todo aquel que crea en los valores occidentales debe esperar que políticos así salgan victoriosos.

© Project Syndicate/Institute for Human Sciences

Traducción: David Meléndez Tormen