ALGO MÁS QUE UN DEBATE SEMÁNTICO

 

 

 Artículo de Jaime Ignacio del Burgo  en “La Razón” del 10/08/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

El ministro Montilla, al igual que Pascual Maragall, está empeñado en desvirtuar el sentido de la Constitución de 1978. En sus últimas declaraciones, donde aboga por una reforma constitucional que reconozca la existencia de la «nación catalana», Montilla comete un error de bulto. La Constitución no estableció ninguna distinción entre «comunidades históricas» ni calificó como tales a Cataluña, al País Vasco y a Galicia. Estableció, eso sí, una disposición transitoria para permitir que el acceso a la plenitud de la autonomía de las tres comunidades citadas se realizara sin necesidad de cumplir los requisitos establecidos en el artículo 151 de la Constitución al tener en consideración que durante la II República catalanes, vascos y gallegos habían plebiscitado afirmativamente sendos proyectos de Estatuto para su conversión en «región autónoma» en el seno del Estado español. Ésta es la razón por la que en el proceso constituyente algunos comentaristas comenzaron a referirse a ellas, con absoluta impropiedad, como «comunidades históricas», sin tener en cuenta que si el régimen republicano hubiera sobrevivido a la guerra civil de 1936 todos los demás pueblos de España se hubieran convertido, tarde o temprano, en «regiones autónomas».
   La Constitución de 1978 optó por un modelo autonómico de organización territorial, tras establecer la defunción del Estado centralista en su artículo 2. Pero los constituyentes, ante la dificultad de establecer el mapa autonómico de España, optaron por establecer un sistema flexible y gradual de creación de comunidades autónomas. El respeto a la voluntad de los ciudadanos sería el elemento clave del nuevo sistema, junto con el deseo de que la sustitución del Estado centralista no se llevara a cabo de la noche a la mañana para evitar perjuicios a los ciudadanos provocados por el súbito desmantelamiento de la Administración pública. Para acceder a la plenitud de la autonomía sería preciso dejar transcurrir, como mínimo, el plazo de cinco años a contar desde la aprobación del Estatuto. La mayor parte de las actuales comunidades españolas nacieron a la vida política conforme al procedimiento de carácter general establecido en el artículo 143, es decir, a partir de la iniciativa de los ayuntamientos y diputaciones provinciales. Y en la actualidad, todos los estatutos aprobados conforme a este artículo han sido reformados para alcanzar la autonomía plena prevista en la Constitución con carácter general.
   Pero los constituyentes quisieron dar satisfacción de inmediato a las ansias autonómicas de algunos pueblos de España. Para ello se estableció otro sistema de acceso a la autonomía plena, el del artículo 151, con una serie de requisitos más exigentes –entre ellos la aprobación de la iniciativa por mayoría del censo electoral mediante referéndum expresamente convocado al efecto–, con la finalidad de constatar la inequívoca voluntad autonómica de los ciudadanos de la futura Comunidad. Ahora bien, como Cataluña, el País Vasco y Galicia habían plebiscitado durante la II República sus respectivos proyectos de Estatuto y, por tanto, ya habían demostrado su voluntad autonómica, la Constitución estableció un procedimiento singular para tales comunidades, eximiéndolas de alguno de los requisitos del artículo 151 y, en concreto, de la necesidad de llevar a cabo un nuevo referéndum de carácter previo. La única Comunidad constituida conforme a las normas del artículo 151 fue Andalucía, aunque las Cortes hubieron de suplir la voluntad de Almería, provincia en la que el referéndum para ratificar la iniciativa autonómica no logró superar el quórum de mayoría absoluta previsto en la Constitución.
   Navarra optó por otra vía diferente. Amparados y respetados por la Constitución su régimen foral histórico derivado de la Ley Paccionada de 1841, el pacto para el Amejoramiento del Fuero de 1982 la reconoció como Comunidad Foral dotada de un régimen singular de autonomía de carácter originario e histórico. Pero cualquiera que sea el procedimiento elegido para ejercitar el derecho a la autonomía, reconocido en el artículo 2 de la Constitución, todas las comunidades tienen los mismos derechos y obligaciones constitucionales. Las únicas diferencias de contenido autonómico son los llamados «hechos diferenciales» expresamente reconocidos en la Constitución y que se derivan de la posesión de una lengua propia, de la insularidad y de la foralidad histórica. Los socialistas catalanes, con el apoyo de sus socios separatistas de ERC, pretenden que la Constitución reconozca expresamente a Cataluña como nación y se reconozca el derecho de la Generalidad a convertirse en un Estado, cuya soberanía se compartiría con el resto de España en materias muy concretas, como la defensa o la política exterior. Pues bien, eso es colocar una carga de profundidad en el edificio constitucional de 1978.
   La Constitución de 1978 reconoce la existencia en España de nacionalidades y regiones, pero sin que de tal distinción se derive ninguna consecuencia desde el punto de vista del ejercicio del derecho a la autonomía. El Estatuto catalán de 1980 reconoció a Cataluña como nacionalidad. Son los ciudadanos de cada Comunidad autónoma quienes al ejercer el poder estatuyente asumen o no la condición de nacionalidad. Pero esa autodefinición estatutaria no comporta ninguna diferencia desde el punto de vista de la amplitud y profundidad de las competencias autonómicas, pues todas las comunidades –si tal es su voluntad– pueden llegar al máximo techo competencial previsto en la Constitución. Durante el debate constituyente, Miguel Roca se refirió a España como «nación de naciones». Era, según él, la consecuencia de la introducción del concepto de «nacionalidades» en el artículo 2 de nuestra norma fundamental. Pero esa definición de los nacionalistas catalanes incluía la aceptación, sin reserva ni restricción mental alguna, de la soberanía del pueblo español como único titular del poder constituyente. Más aún, el propio Jordi Pujol, en las Cortes constituyentes, abogaría por la necesidad de un Estado español fuerte y eficaz y, por tanto, titular de políticas comunes imprescindibles para garantizar la igualdad básica de todos los españoles sin discriminación alguna de carácter territorial. El proyecto de Maragall pulveriza este principio y pretende expulsar, de hecho y de derecho, al Estado español de Cataluña. Esta pretensión, lo quiera o no el ministro Montilla, representante catalán en el Ejecutivo de coalición de Rodríguez Zapatero, es mucho más que un asunto meramente semántico.
   
   
   
   Jaime Ignacio del Burgo es vicepresidente de la Comisión Constitucional del Congreso