VOLUBILIDAD RADICAL

 

 

  Artículo de ÁLVARO DELGADO-GAL en “ABC” del 03.07.2003

EL lunes pasado, en el Congreso, se batieron el cobre Aznar y Rodríguez Zapatero. ¿Quién salió coronado de laurel, y quién con los pies por delante? En la carta de derechos fundamentales de los analistas políticos, debería constar una cláusula que rezara lo siguiente: «El analista está autorizado a guardar un silencio circunspecto». En efecto, no es necesario aproximarse a un debate político como a una pelea de gallos. De añadidura, se trata de un ejercicio inútil. ¿Por qué? Porque nunca se sabe qué es lo que se está midiendo, si la cosa o las expectativas que despertaba la cosa. Tiendo a pensar que más bien lo segundo, de donde resulta una paradoja peregrina: lo más provechoso, para conservar las plumas luego de la refriega, es inspirar expectativas pobres. Una de las tragedias de Borrell, cuando su infausto intercambio de golpes con Aznar, consistió precisamente en que se aguardaba de él una actuación prodigiosa. No rozó el prodigio, y como el personal se sentía en la obligación de consagrar el encuentro extendiendo el pulgar hacia arriba o hacia abajo, sin posiciones intermedias, a Borrell le tocó quedarse abajo. Estos espejismos de la opinión son quizá inevitables. Pero no lo es colaborar a ellos. Me acojo en consecuencia a mi cláusula virtual, y me repliego en la circunspección. Esto dicho, añado que me preocupó la intervención de Zapatero. El jefe de los socialistas ha fijado el timón en un ángulo que, si Dios no lo remedia, le arrastrará a un radicalismo que no conviene a los socialistas ni al resto de los españoles. A esto podrían contribuir las circunstancias y, aunque parezca contradictorio, la personalidad voluble del Secretario General. Vayamos por partes.

Rodríguez Zapatero ha decidido afrontar la crisis de Madrid mediante el eslogan: coincidencias + mentiras = culpabilidad. Reparemos primero... en el lado derecho de la ecuación. La palabra «culpabilidad» es contundente y dramática, y evoca el veredicto condenatorio al que se llega después de un proceso judicial. La lectura que se está haciendo en el PSOE de la crisis es congruente con lo que acabo de decir, y se traduce en la tesis de que el PP, de acuerdo con los dos diputados prófugos, ha conspirado para secuestrar la voluntad de los madrileños. Fijemos ahora la atención en lo que aparece a la izquierda. Las «coincidencias» son hechos filtrados por la prensa, no sabemos si ciertos al cien por cien, y de interpretación sumamente complicada. Y «mentiras» es un expletivo puro. Determinadas cosas serán mentira, si tales hechos, en sí mismos equívocos, se sujetan a interpretaciones enormemente sesgadas por un proceso previo de intenciones. En contigüidad a esta selva de confusiones, permanece una constatación inequívoca: que el PP no ha dado un golpe, ya que se ha negado a formar mayoría parlamentaria con los prófugos.

Teniendo todo esto en cuenta, el desequilibrio entre el brazo derecho e izquierdo de la ecuación es más que notable. ¿Por qué se adhiere entonces a la ecuación Zapatero? Quizá, porque está persuadido de lo que dice. Sobre semejante punto, sin embargo, abrigo reservas serias. Creo que es más importante recordar que Zapatero, mediante su ofensiva antipopular, se ahorra el trabajo de depurar responsabilidades puertas adentro del partido. Ello revela un rasgo interesante, un rasgo, por así llamarlo, de carácter: en caso de conflicto, Zapatero elige la línea de menor resistencia. Esto es comprensible, pero no es bueno. Imaginemos que no surgen datos incontrovertibles acerca de la insidia popular. Imaginemos, igualmente, que los socialistas sufren un revés en las elecciones de Madrid. La inercia adquirida les forzará a afirmar que han sido víctimas de una intriga antidemocrática, y que el nuevo Gobierno autonómico es ilegítimo. De ahí a sumarse a las algaradas callejeras que ya ha voceado Llamazares, media un paso. Esto sería horrendo para el sistema, y horrendo para los socialistas. Ésta es una contingencia que un político prudente debería evitar a toda costa. Pero eludir desenlaces infaustos a largo plazo exige renunciar a salidas fáciles a corto plazo. Demanda manejar los tiempos, los matices, y los mensajes. Y rehuir los reclamos que brillan, y también atan.

Zapatero no parece construido para esta tarea. Para este arte fino de salvar escollos con una idea clara de cuál es el destino al que se quiere ir, o al menos, cuáles son los lugares adonde es absolutamente aconsejable no llegar. Ocurrió el lunes, por cierto, un detalle técnicamente intrigante: el anuncio por Jesús Caldera, antes de que los contendientes bajaran al coso, de que las cuestiones de urbanismo iban a jugar un papel importante en el debate. Quizá, un papel estelar. No lo jugaron, y no lo podían jugar. La Ley del Suelo ha dejado de ser competencia del Gobierno central desde que una sentencia del Tribunal Constitucional delegó el ordenamiento urbanístico en las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos. No se trataba sólo, por tanto, de un asunto inapropiado en una confrontación sobre política nacional. Se trataba de algo mucho más raro: de un no-asunto. ¿Por qué tremoló Caldera el falso señuelo?

Tal vez, para pescar en río revuelto. Si la vivienda está cara, y uno de los factores que la encarecen es el suelo, podría tener su aquel sacar a relucir a este último, aunque sólo fuera por meter un puco de bulla y alegrarles las pajarillas a los incondicionales. Sin embargo, cuando vi el pliegue astuto que imprimía Caldera a sus labios, no pude evitar el sentimiento de que se había hecho un cálculo que iba más allá del mero oportunismo dialéctico. Tuve la sensación de que se intentaba redondear la ecuación vieja con un elemento nuevo, de modo que el grito de combate socialista resaltara con más violencia todavía. La consigna implícita sería ahora: coincidencias + mentiras + intereses urbanísticos = culpabilidad. Estoy haciendo conjeturas, por supuesto. Pero estoy haciendo conjeturas que sinceramente estimo probables. Zapatero y su equipo se pintan enseñas luminosas en el aire. Enseñas pegadizas, enseñas que riman. Y la estructura subyacente les preocupa menos.

Esto tenía antes en la mente cuando aseveré que la volubilidad inclina, andando el tiempo, al radicalismo. La mejor receta contra el radicalismo es un programa de centro. O sea, un programa muy articulado de una parte, y muy abierto de la otra, en asuntos no fundamentales, a la transacción con intereses electorales diversos. En el centrismo eficaz se aúnan la nitidez de los objetivos y la capacidad de negociación. El centrismo reclama una retórica elaborada y un conocimiento experto de las cuestiones. Aznar no despunta en lo primero, aunque sale bastante airoso en lo segundo. A Zapatero no semejan impresionarle las cuestiones, y su retórica es por consiguiente saltimbanqui y mudable. No experimento, a mi pesar, demasiadas razones para el optimismo.