¿SE VA MARAGALL?

 

 

 

  Artículo de ÁLVARO DELGADO-GAL en “ABC” del 23.12.2003

 

Las reivindicaciones de Maragall en materia estatutaria han provocado una inquietud perfectamente comprensible. Por razones que discutiré luego, no sería hacedero contentar a Maragall sin someter la estructura nacional a una metamorfosis que dejaría tamañitas a las que describe Ovidio en su poema. Antes, sin embargo, de discutir este punto, querría tratar otro que se ha dado generalmente por zanjado. Me refiero al hecho de si podría o no desencadenarse la violencia en Cataluña de aquí a unos años, o quizá antes. El veredicto unánime es que no. Este «no» optimista se autoriza con reflexiones varias. Se afirma que Maragall, y también Carod, han condenado la violencia. Y también se establecen comparaciones de índole antropológica entre catalanes y vascos. Los catalanes, al revés que los vascos, serían intrínsecamente renuentes a materializar el disenso en actos de fuerza.

La segunda apreciación no es congruente con lo ocurrido en Cataluña durante las primeras cuatro décadas del siglo XX. Y la primera es cierta, pero no suficiente para contemplar el futuro sin una cierta trepidación. En efecto, no basta, en política, con declararse programáticamente contrarios a una cosa. Al tiempo, es necesario evitar los movimientos que pudieran conducir nuestros pasos hacia la cosa en cuestión. Y Maragall no ha empezado a moverse con la circunspección deseable. En su discurso de investidura, declaró que si la reforma del Estatuto no era atendida en los términos debidos, «el drama estaba servido». Esto es grave. Esto son mucho más que palabras. Con el fin de que se me entienda con absoluta precisión, daré un rodeo y les hablaré del filósofo británico J.L.Austin.

En How to do thing with words, Austin distinguió entre el contenido, por así llamarlo, palmario de una oración, y el acto que se ejecuta al enunciar la oración. Centrémonos en un ejemplo concreto. Pongamos que X le dice a Y: «Eres un retrasado mental». Desde cierto punto de vista, X está haciendo una afirmación que es aséptica. Si el cociente de inteligencia de Y se encuentra por debajo de determinado límite, X estará en lo cierto. En caso contrario, se habrá equivocado. Pero X, por supuesto, no se ha limitado a enunciar una hipótesis en torno a la inteligencia de Y. A la vez, lo ha insultado. Es más: lo más probable es que X se haya propuesto, más que nada, insultar a Y, en un arrebato de ira y con independencia de la opinión que en realidad le merezca la inteligencia de Y.

Lo que vale para los insultos, vale para las amenazas o las advertencias. «Si no te atienes a razones, verás lo que te espera» es, formalmente, una predicción. Pero, ejecutivamente, es una conminación, envuelta o facultada por la insinuación de un castigo inmediato. No otro es el contexto en que conviene situar la enunciación de Maragall. El Maragall que ha aseverado que el drama está servido, no es un sociólogo que aprecia, teme o prevé que los catalanes incurrirán en acciones dramáticas si no se satisfacen tales o cuales demandas. Es un político que de algún modo se compromete a que tales acciones tengan lugar si las demandas son desoídas. En una palabra, es un político que amenaza. Y la amenaza no es el preámbulo de la violencia. Constituye, en sí misma, un acto de violencia. Es por entero concebible que a Maragall se le haya ido la mano por el lado de la retórica, y nos sorprenda por su tacto y expertise de aquí a poco. Su arranque, con todo, no ha sido tranquilizador. Ignorarlo, equivaldría a despreciar un dato que no tiene por qué ser despreciable.

La mitad complementaria del asunto, son los costes que implicaría conjurar el drama que Maragall vaticina. Miremos las reclamaciones maragallianas por su costado económico. Lo que con giros y anfibiologías de distinto pelaje solicita Maragall, es un trato fiscal para Cataluña equivalente al vasco en el largo plazo. Hablando en plata, lo que Maragall quiere es que Cataluña termine por no transferir renta. Esto suscita dos dificultades gigantescas. La primera, es el efecto metástasis. Si se dice «sí» a Cataluña porque se ha dicho «sí» al País Vasco, será complicado no hacer lo propio con otras regiones aportadoras de renta. Verbigracia, Madrid. Esperanza Aguirre está recordando, un día sí y otro también, que el saldo fiscal madrileño es tres o cuatro veces más desfavorable que el catalán. Añade que le enorgullece ese gesto de solidaridad. Pero Esperanza Aguirre, que es un líder democrático que legítimamente aspira a ganar las próximas autonómicas, no podrá no pedir la exención fiscal para Madrid si ésta le es concedida a Cataluña. El pacto oligárquico, tendente a mantener el tenderete en equilibrio al precio que sea, no será capaz de frenar este desarrollo.

La segunda dificultad, son las consecuencias que ello abrigaría para lo que se llama «paz social». Tomemos como ejemplo a Extremadura, cuyo presidente ha empezado ya a clamar al cielo. Existe algo que circula con el nombre de «transferencia interregional». La transferencia interregional expresa la diferencia entre las prestaciones sociales (pensiones, sanidad, educación, subsidios diversos y otras partidas), y lo que se paga en impuestos directos y cotizaciones sociales. Cuando el saldo es positivo, las familias reciben más por el primer apartado, de lo que aportan por el segundo. En el caso de Extremadura, ese saldo por familia, comparado con la renta ajustada, es superior al 14 por ciento (y al 16,5 por ciento, si se toma como referencia la renta directa. Datos del 2001. Estoy hablando de promedios. Es obvio que el impacto de las transferencias es mucho más importante para las familias con rentas bajas). Nos encontramos con cifras también significativas en el caso de otras muchas regiones españolas.

Los extremeños no viven mejor de lo que lo harían aisladamente, porque exista una noria gigante que extrae sustancia de las autonomías ricas y la vierte en las pobres. No: el efecto redistributivo procede, en esencia, del impuesto progresivo y, en menor medida, de los impuestos indirectos. Y el impuesto progresivo es individual. Afecta a un español, y beneficia a otro, por el hecho de que ambos son eso, españoles. Si se quiere, la redistribución a través de los impuestos es la expresión de la solidaridad social circunscrita a un territorio: el español. El fondo del asunto, y la garantía para los extremeños (y castellanos, y asturianos, y andaluces, y gallegos), es nacional. A medio plazo, y Rodríguez Ibarra lo sabe, nos encontraríamos con España dividida en dos bandos: el de quienes reclaman la nación (y la justicia social a ella aneja), y el de los que, fiados en la mayor potencia económica de su región respectiva, no quieren dar si los otros no dan. Sería un juego peligroso. Pero es un juego que no sé cómo se podría evitar.

Los partidarios de confederar España sin llamar a las cosas por su nombre, cometen un segundo error: el de pensar que el proceso sería controlable, o mejor, podría recorrer sólo la mitad del camino. Se equivocan. Se equivocan, por ejemplo, quienes hablan de una generalización de los conciertos económicos y, simultáneamente, de conservar la unidad de caja de la Seguridad Social. Esto es formalmente agible. No lo es política ni materialmente. Pero sobre ello me extenderé otro día. Mientras tanto confiemos en que Maragall, como acaba de afirmar, tense la cuerda, pero no la rompa.