DISCURSOS PARALELOS
Artículo de ÁLVARO DELGADO-GAL en “ABC” del 02/10/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
El formateado es mío (L. B.-B.)
EL título en
que se inspira esta tercera está extraído de Plutarco. Pero se trata,
naturalmente, de una broma, ya que los hombres de que voy a hablar son Aznar y
Zapatero, y ni el primero es Teseo o Alcibíades, ni el segundo Rómulo o
Coriolano. Sin embargo, ha querido el azar que los dos jugaran a ser simétricos,
aunque inversos. Aznar sentó cátedra en la Universidad de Georgetown sobre
terrorismo, y otro tanto, y dentro de la misma jornada, hizo Zapatero en la
Asamblea General de la ONU. Ambos discursos flojean de remos, por decirlo
suavemente. Ello no quita, no obstante, para que encierren un valor indiciario
notable. Son como dos grandes huellas digitales impresas en palabras, o dos
voces cuyo timbre característico hubiese registrado un espectrógrafo. No echará
a perder su tiempo quien lea uno de los discursos con el ojo puesto en el otro,
y a la viceversa. Empiezo por Aznar.
He de decir que coincido con varias de las afirmaciones que ha hecho Aznar. Al
tiempo, lamento reconocer que el ex presidente ofrece asideros innecesarios a
las críticas de sus enemigos. Lo que más me ha desasosegado de su alocución es
el desafecto hacia la diplomacia, entendiendo por tal la búsqueda de ventajas
estratégicas no promovidas por el uso de la fuerza. Esto no tiene nada que ver
con Venus y Marte, y las tonterías de que ha estado constelado el discurso
público desde que estalló el conflicto iraquí. El ejercicio inteligente de la
política exige que Venus vaya armada de una jabalina, y que Marte no desdeñe los
artificios seductores de Venus. El caso, sin embargo, es que Aznar parece
aceptar la disyuntiva entre un Marte de rompe y rasga y una Venus inane, y todo
lo que ello conlleva. Detrás de esta propensión de Aznar a pisar charcos que
cabría eludir con una cabriola, o un elegante entrechat, opera, me temo, un
rasgo de carácter. Aznar no sabe intercalar entre sus manifestaciones exteriores
y sus convicciones íntimas -y las convicciones íntimas son siempre elementales:
en Aznar y en el lucero del alba- las cautelas, filtros y distancias que
convierten al convencido en un interlocutor hospitalario. Un botón de muestra:
en Georgetown, el ex presidente aseveró, literalmente, que «el problema de
España con Al Qaeda y el terrorismo islámico no comenzó en la crisis de Iraq...
Para comprenderlo, debemos retroceder no menos de 1.300 años, a comienzos del
siglo VIII, cuando una España invadida por los moros se negó a convertirse en
una pieza del mundo islámico e inició una larga lucha por su independencia». La
reflexión es, en realidad, de segundo grado: Aznar recoge la reclamación de Bin
Laden sobre Al Andalus y le da la vuelta, sin alterar los términos. Ello le
expone a la ecuación botarate
que lo equiparaba con un asesino fanático.
La ecuación es deplorable, pero la ocasión la facilitó, imperdonablemente, el
propio Aznar.
Paso a Zapatero. Ha tiempo que opino que es disfuncional analizar los mensajes
de Zapatero atendiendo a los contenidos. El hilo conductor, la cinta roja de
Ariadna, atraviesa lugares comunes sueltos, resonancias ideológicas, y no
propiamente ideas. En su discurso, Zapatero propuso una «alianza de
civilizaciones» entre el mundo musulmán y el occidental. La exhortación es
eminentemente absurda. Las civilizaciones, al contrario que los gobiernos, no
son agentes políticos. Instar a que se alíen las civilizaciones es un brindis al
sol, simpático si se quiere, pero sin chicha dentro. ¿Por qué hizo esto
Zapatero? Tengo una conjetura, casi una certeza. La «alianza de civilizaciones»
de Zapatero es una imagen especular del «choque de civilizaciones» de
Huntington. Huntington, que es un señor bastante antipático, y que da muestras
últimamente de estar perdiendo algo la olla, esgrimió el choque civilizatorio
contra la tesis de Fukuyama sobre el final de la historia y la transmutación de
la Humanidad en una inmensa masa de consumistas exentos de principios y
emociones ideológicos. En el contexto histórico de la disputa, Huntington
demostró llevar, grosso modo, razón, y Fukuyama se equivocó de medio a medio.
Pese a todo, mencionar a Huntington es como mentar a la bicha en ambientes de
izquierda, y esto es lo que ha trascendido hasta Zapatero. El presidente ha
atrapado una descalificación que le suena bien y la ha usado para construir un
retruécano. No creo que haya, detrás, mucho más.
El discurso aloja otro retruécano revelador: «No es sólo la ética de la
convicción lo que nos impulsa, es sobre todo la convicción de la ética». El
locus classicus a que implícitamente alude esta observación es Politik als
Beruf, Wissenschaft als Beruf, de Max Weber. En ese ensayo memorable, que suele
citarse de oídas, Weber habla muy displicentemente de la ética de la convicción,
que considera inútil y hasta histriónica para un político en ejercicio, y se
extiende ante todo sobre la grandeza de la ética de la responsabilidad. Papel
mojado... La teoría weberiana ha servido a Zapatero para subrayar que él es un
entusiasta de la moral, a secas. Se le antoja que Weber se queda corto, y
completa o mejora a este Weber supuestamente manqué invocando otro calambur de
urgencia.
Cabría condensar lo que antecede aseverando que Zapatero posee una inteligencia
dominada por el instinto estético. Percibe ideas que son como fogonazos, como
explosiones de color, como espasmos cautivadores. Y con los espasmos no se tejen
silogismos. Esto encierra cierto encanto, pero no está exento de costes. El
mayor es el desinterés por la consecuencia lógica. Se refleja lo último en un
pasaje pasmoso del discurso del presidente ante la Asamblea General de la ONU.
En cierto momento declara Zapatero: «La paz es la tarea. Una tarea que exige más
valentía, más determinación y más heroísmo que la guerra. Por eso las tropas
españolas regresaron de Iraq (las cursivas son mías)». Sin solución de
continuidad, añade: «En todo caso, lo que ahora importa es contribuir a
restablecer completamente la soberanía e independencia de Iraq, de un Iraq
democrático y en paz con sus vecinos. No regatearemos esfuerzos en esta tarea.
España participó activamente en la elaboración de la resolución 1..546 y va a
seguir apoyando el proceso de normalización política y el fortalecimiento de
instituciones democráticas iraquíes». Existe, empero, un problema. El problema
es que esa resolución reza en su apartado decimoquinto lo que sigue: «(El
Consejo de Seguridad) pide a los Estados Miembros y a las organizaciones
internacionales y regionales que presten asistencia a la fuerza multinacional,
en particular con fuerzas militares (cursivas mías), según se convenga con el
Gobierno de Iraq, para ayudar a satisfacer las necesidades del pueblo iraquí en
materia de seguridad y estabilidad, de asistencia humanitaria y para la
reconstrucción y para apoyar la labor de la UNAMI».
No excluyo que lecturas ingeniosas acierten a hacer compatible lo preconizado
por nuestro presidente con el párrafo de la resolución que la propia España votó
positivamente. Pero tendrían que ser lecturas muy, muy ingeniosas.
Lo más sencillo es resignarse a
apreciar en este caso una incongruencia neta entre las palabras y los hechos. O
entre las palabras y las palabras,
si decidimos recluirnos en el texto leído por Zapatero en la ONU.
La semana pasada, en tierras americanas, los dos españoles más decisivos de los
últimos tiempos posaron, por así decirlo, frente al fotomatón. Apuntemos la
fecha: 21 de septiembre, equinoccio de otoño.