DEBILIDADES DE NUESTRA CULTURA DEMOCRÁTICA

 

  Artículo de EDURNE URIARTE, Catedrática de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco, en “ABC” del 23.04.2003

 

El formateado es mío (L. B.-B.)

El debate sobre la guerra de Irak ha sido tan intenso que ha ido mucho más allá del análisis de esta guerra en sí misma. Y, al margen de la agresividad y de la crispación, ha servido para reconsiderar actitudes y posicionamientos sobre principios democráticos, guerra, terrorismo y dictaduras.

Lo más llamativo de este debate es que ha revelado la fuerza que todavía tiene en España la cultura política de los inicios de la transición, es decir, la de una sociedad que creía que la consecución del sistema democrático en sí misma resolvía todos los problemas, tanto de cara al interior como al exterior. Y, además, ha puesto de relieve la persistencia e incongruencia democrática de algunos elementos del viejo discurso de la izquierda en torno a la comparación de las dictaduras de izquierda o de derecha o del terrorismo como respuesta de los débiles y oprimidos.

La idea estrella, ciertamente, ha sido ésa de que «todos estamos contra la guerra», sustentada en el principio de que la guerra siempre es evitable si así se desea y de que la solución correcta es la «actitud pacífica». A partir de ahí, ha vuelto con fuerza esa tentación intelectual de que los terrorismos tienen «causas» y que para acabar con el terrorismo es necesario estudiar y responder a esas causas. Y, lo que es aún más preocupante, que hay dictaduras de varios tipos, y que no necesariamente las democracias, véase Estados Unidos, tienen virtudes políticas y morales superiores a esas dictaduras.

Juan Linz escribía que las democracias se caracterizan porque resuelven sus problemas sin recurrir a métodos violentos. Pero muchos no entendieron la limitación de ese rasgo al interior de las propias democracias. Y las características de nuestra reciente historia, dictadura y aislamiento internacional e ilusión por el nuevo sistema democrático, nos llevaron a pensar, con más fuerza que en otros lugares, que lo anterior es aplicable al conjunto de la política internacional. Porque el argumento central de los discursos contra el Gobierno y contra la Coalición internacional ha sido que su método de actuación es la guerra o que creen en la imposición de la fuerza y no en el diálogo o en la diplomacia. El problema no ha sido para muchos «esta guerra» sino «la guerra».

De hecho, la interpretación de José Luis Rodríguez Zapatero de los contenidos de las manifestaciones contra la guerra se enmarca en el contexto anterior. Afirmaba Rodríguez Zapatero (El País, 20 de abril de 2003) que los ciudadanos han expresado, en primer lugar, que rechazan la guerra, en segundo lugar, que quieren un orden internacional basado en la legalidad «y no en quién tenga más B-52», y, en tercer lugar, que quieren una «mejora de la democracia», lo que significa que los ciudadanos tengan más relevancia y sean más escuchados por el Gobierno.

Es decir, la clave para la solución de los problemas es la «mejora de la democracia» o el respeto de la legalidad o la evitación de las guerras, como si todos esos deseos o principios fueran válidos para afrontar los problemas de una realidad internacional en la que las decisiones de una buena parte de los dictadores o de los grupos terroristas se basan precisamente en el cálculo del número de «B-52» que pueden tener enfrente, dado que expresiones como «mejora de la democracia» o «legalidad internacional» les parecen absolutamente irrelevantes.

Las ya conocidas tesis de Robert Kagan sobre Europa tienen el problema de que no reflejan la actitud de la mayor parte de Gobiernos europeos en esta guerra, es decir, con la Coalición y no precisamente con el Gobierno francés, pero sí explican actitudes como las de una buena parte de la opinión pública española. Tanto esa idea de que el diálogo y los consensos son aplicables al resto del mundo, como la confianza en que otros resolverán los problemas de seguridad que al fin y al cabo probablemente no nos afecten, como la «estrategia de la debilidad».

De hecho, la historia de nuestra lucha contra el terrorismo es en buena medida la historia de «la estrategia de la debilidad», es decir, la de esa falta de confianza en la propia fuerza para acabar con el terrorismo que llevó durante mucho tiempo a «estrategias de apaciguamiento» y no a un enfrentamiento claro y contundente. Y una vez superada o en camino de superación la debilidad interior, muchos la siguen aplicando, sin embargo, a la definición de la política exterior, a partir del concepto de una España insignificante que tendría poco que opinar, decidir o liderar en el panorama internacional.

Por otra parte, la tesis de que el terrorismo «tiene causas», tan infelizmente familiar para los españoles, ha vuelto a resurgir, tanto por «la estrategia de la debilidad» como por la recuperación de algunas ideas de la vieja izquierda como ésa de que el terrorismo es la respuesta de los débiles y oprimidos contra la violencia del Estado o contra los imperios. Muchos han argumentado que la guerra exacerbaría el terrorismo y han insistido en la idea de que el terrorismo fundamentalista «se explica» por males diversos atribuibles a Occidente como el imperialismo, la pobreza, la globalización o el militarismo.

Pero, quizá, el elemento más preocupante del debate sobre la guerra, porque éste ni procede de la ingenuidad ni siquiera de la debilidad, es el de la confusión de fronteras entre la dictadura y la democracia. Y no me refiero sólo a las contradicciones surgidas respecto a Cuba, sino, sobre todo, a los análisis sobre la democracia norteamericana que, en parte, se han extendido a la valoración de la española.

En la línea de análisis como los del novelista norteamericano Gore Vidal que ha llegado a decir de su propio país que «la mayor parte de los terroristas actuales están en nuestros gobiernos, federal, estatal o local» (Perpetual War for Perpetual Peace, 2002) demasiadas voces han cuestionado el carácter democrático de este país con argumentaciones peregrinas sobre el sistema político norteamericano o las características de sus gobernantes. Y algunos, y los nacionalistas vascos no son una excepción, han derivado en la equiparación entre los terroristas y dictadores y los gobernantes democráticos, sea Bush y Sadam o Aznar y Sadam.

A pesar de las apariencias, creo que el debate en España no se ha sustentado tanto sobre una división izquierda-derecha, sino más bien en la oposición entre un concepto de democracia ingenua, aislada y trufada de elementos de la vieja izquierda, y un nuevo concepto de democracia más consciente de sus propios límites y de los condicionamientos de la realidad internacional. De la misma forma que en otros campos (sobre todo, la articulación territorial), se ha iniciado un proceso de renovación de la cultura política de la Transición y de la idea del papel de España en Europa y en el contexto internacional. Más que de izquierda o de derecha, se trata del choque entre viejo y lo nuevo, y queda por ver de qué forma se situarán en el futuro, o más bien se reubicarán, las élites políticas e intelectuales españolas en este debate. Porque ni nosotros seguimos en la Transición, ni Europa es la misma, ni las incertidumbres y amenazas exteriores son de la misma naturaleza.