LA CAJA DE PANDORA

 

 Artículo de ANTONIO ELORZA  en “El País” del 19/05/2004

 

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

En su perfil mitológico, Pandora era una mujer de extraordinarias belleza y sensibilidad, y como tal ha sobrevivido su imagen hasta hoy, con sucesivas reencarnaciones. Sólo que al abrir su caja o recipiente escaparon los males y se difundieron por toda la Tierra. Si sustituimos belleza y sensibilidad por interés y poder, el relato mítico resulta perfectamente aplicable al episodio actual de la guerra de Irak. Los dones a esperar de la invasión decidida por George W. Bush no eran de naturaleza espiritual, ni concernían al grave peligro que acechaba al mundo si seguían existiendo los fabulosos arsenales de Sadam. La ingenuidad era en este caso reemplazada por la mentira. Para los asesores del presidente, tipo Rumsfeld y Wolfowitz, contaba el ansia de revancha por la victoria inacabada de 1991, y sobre todo las ventajas que podían ser obtenidas de un nuevo Irak bajo protectorado de Washington, tanto en cuanto a la disposición de los recursos petrolíferos como en calidad de base de recambio para los efectivos ahora desplegados en Arabia.

En términos del juego de baloncesto, la subordinación de Irak proporcionaba a los Estados Unidos una inmejorable posición de pívot en la región, con un control de los vecinos Irán, Kuwait y Arabia Saudí, así como de los eventuales focos de oposición terrorista contra Israel a Occidente. Era recuperada la plataforma perdida en 1979 por obra y gracia de la Revolución Islámica de Jomeini. Así que la restauración de la democracia fue el pretexto. El rendimiento estratégico de la operación, nada desinteresada y menos quijotesca, su verdadero objetivo. Incluso un éxito fácil, como el aparente de abril de 2003, permitía abrir perspectivas favorables para un ulterior despliegue de la cascada de invasiones contra los países del "eje del mal" o asimilados. La presión sobre Siria, una vez conquistada Bagdad, ilustró esta orientación, del mismo modo que previamente lo hicieran las acusaciones contra Irak después de la victoria militar contra los talibanes en Afganistán. Y de paso entraba en juego una lógica de imperio, acorde con la supremacía militar norteamericana, sustituyendo de forma definitiva la función mediadora de las Naciones Unidas, ese nido inútil y molesto de papagayos, por una coalición en círculo de círculos, que tendría lógicamente a "América" como centro, y en torno a ella, los fieles dispuestos a secundar a ciegas los movimientos de Washington, como el Reino Unido de Tony Blair y la España de Aznar, y por supuesto, a Israel como protagonista elidido, mientras en el exterior se habían de encontrar los países "moderados" de la región, como Turquía o Egipto. La legitimación de este rebrote imperialista venía dada por los atentados del 11-S, que en el discurso oficial fundieron el bien adscrito por designio divino a la democracia americana, el poder político-militar y la condición de blanco designado de las fuerzas del mal. Quedaban de esta manera justificados el recurso ilimitado al uso de la fuerza, la manipulación y/o la marginación de la ONU y la subordinación de todo tipo de intereses a los de la gran potencia herida. Y en consecuencia a sus decisiones, adoptadas siempre en nombre del "antiterrorismo".

El espejismo de abril de 2003 pronto fue disipado por la ascendente secuencia de atentados contra las fuerzas de ocupación. Pero incluso antes resultaba evidente que carecía de base la expectativa de un recibimiento entusiástico de unos iraquíes ocupados a quienes les era servido el menú de la democracia en forma de bombas inteligentes y de caos en el día siguiente a la victoria. En la conquista de Bagdad brillaron por su ausencia los abastecimientos en bienes de primera necesidad o suntuarios que marcaron en cambio las campañas europeas de los generales americanos entre 1943 y 1945. Las muertes de informadores y el saqueo del museo de la capital mostraban que la dictadura era sustituida por el caos, doblado con una ocupación extranjera. Se confirmaba así el temor expresado por Henry Kissinger, en el sentido de que una y otra vez los Estados Unidos disociaban las fases militar y política de sus actuaciones, confiando en que la segunda había de consolidarse de modo espontáneo. Aun en precario, la existencia de fuerzas políticas y militares adversarias del régimen talibán cubrió el expediente tras la guerra afgana. En Irak, las únicas alternativas serias al régimen baazista consistían en kurdos y chiíes, ninguno de los cuales es favorable a una reconstrucción del Estado. El resto eran fragmentos y el candidato norteamericano, menos que eso. Así que en las zonas del país donde el régimen se encontraba mejor implantado, el llamado triángulo suní, el descontento dio paso pronto a las protestas y a los atentados, para desembocar en una franca insurgencia. Llegados a este punto, entró en juego un factor que ha aparecido recurrentemente en la historia: una victoria aplastante, demasiado rápida, produce la desagregación casi sin combatir del ejército vencido, de modo que sus armas pueden ser transferidas a una guerrilla. Es lo que le sucedió a Napoleón en España a partir de 1808, y lo que ha ocurrido en Irak. Los morteros, las bombas y las armas ligeras de nada servían frente al armamento americano en una batalla convencional; para el hostigamiento de un ejército de ocupación, incluso para una insurrección urbana, son de gran eficacia.

Hasta ahora, la respuesta del Ejército estadounidense prueba que una cosa es bombardear desde sus fortalezas volantes y otra vencer a un enemigo animado por motivos políticos y religiosos bien sólidos, amén de bien armado para el caso. Cualquier observador puede asombrarse ante la inutilidad evidenciada en esta crisis por la ciencia política y militar acumulada en los centros universitarios y de investigación de los Estados Unidos, de cara a la adopción de las grandes decisiones por parte de la Administración de Bush. Hubieran debido prever que sólo con una muy eficaz labor de organización y abastecimiento los iraquíes hubiesen aceptado la ocupación. Incluso entonces, no debían infravalorar, como infravaloraron, la importancia de los factores de cohesión interna en una sociedad musulmana, por muy laico que fuera su régimen. Y a la vista del vacío producido por la invasión, estaban obligados a hacer opciones muy claras respecto de los recursos humanos, y en especial militares y policiales, del régimen depuesto. Dejando de lado al Kurdistán, la única fuerza existente del todo ajena al mismo era el movimiento religioso chií, y cabía suponer, a la vista de la experiencia del vecino Irán, que su entusiasmo por un pacto con los americanos iba a ser muy reducido. Pues bien, todavía hoy los gestores americanos dudan, a la vista de lo inevitable, por qué criterios deben reunir los militares del antiguo régimen con los cuales se quiere dar cierta solidez a un instituto armado que colabore con la ocupación.

Da la sensación incluso de que se encuentran desbordados ante el curso de los acontecimientos que ellos mismos han provocado con sus errores, a partir del gran error de partida. "La insurrección de abril de 2004 parece haber desorientado completamente a la Administración", reconoce un comentarista favorable a Bush del Weekly Standard. Los sublevados de Faluya han sido capaces de resistir a ataques muy costosos en vidas y a un cerco que finalmente debió ser levantado. Los halcones pedían un asalto definitivo, ya que cualquier transacción sería signo de debilidad, y, ya se sabe, "el binladenismo se alimenta ante todo de la debilidad americana". Olvidan que la política de dureza no sólo alimenta el incendio de la insurrección, sino que trae consigo la aparición del rostro más repugnante de la guerra, y el que más costoso resultará para todo Occidente: las ejecuciones sumarias y las torturas. Las consignas de vejación permanente a los prisioneros de la cárcel de Abu Ghraib, reveladas por el acusado Chip Frederick, las terribles fotografías de malos tratos y torturas, lo mismo que las muertes por cientos registradas en la población civil, dejan ver que las autoridades del país defensor por antonomasia de los derechos humanos han elegido y practican a fondo la guerra sucia. Los expertos del American Enterprise Institute insisten en el empleo de la máxima dureza contra los "rebeldes", olvidándose de lo que el argelino Brahimi, enviado de la ONU, piense en cuanto al respeto de los derechos humanos. La guerra es la guerra. En este contexto, adquiere pleno sentido la decisión de José Luis Rodríguez Zapatero, de que las tropas españolas no permanezcan en Irak ni un minuto más que el preciso para retirarse con orden. Compromisos, ¿con qué y con quién, y para qué?

Bush ha metido a su país en un callejón sin salida, o por lo menos donde todas las salidas serán sumamente difíciles. Desde que lo hicieran Donnelly y Serchuk hace medio año, se ha insistido una y otra vez en que la insurgencia de Irak repite a cien años de distancia la de los filipinos de Aguinaldo contra la ocupación yanqui a partir de 1898, con lo cual debiera ser vencida del mismo modo, organizando la contrainsurgencia a nivel local, segando la hierba de los "rebeldes" en su misma sociedad. A estas alturas, no parece que éste sea un camino practicable en el triangulo suní, cuya sumisión resulta capital. Por otra parte, la cohesión proporcionada por el islam es muy superior a la que el patriotismo podía suscitar entre los filipinos. A pesar de las dificultades confesadas por el jordano Al Zarqawi en su carta a Al Qaeda, los medios de sanción y castigo en el interior del medio social suní, por no hablar de los mecanismos espontáneos de solidaridad frente al enemigo, están de parte de estos insurrectos cuya rebeldía se ejerce frente a un ocupante ilegal. La verdadera batalla política se da entonces en territorio chií, tratando de apoyar a toda costa al gran ayatolá Sistani frente al belicoso Múqtada al Sáder, líder indiscutible de las movilizaciones antiamericanas. Un poco más, y el amor de Washington puede resultar mortal para Sistani. La consigna es bien simple: "Mandad más tropas y repetid varias veces al día: 'Si perdemos a los chiíes, perdemos Irak". La recomendación del experto y halcón R. M. Gerecht es, en sí misma, todo un pronóstico pesimista.

La catástrofe todavía no se ha consumado, pero los efectos negativos de la invasión ya se hacen sentir. Desde un primer momento, la iniciativa norteamericana supuso paradójicamente un debilitamiento del vínculo consolidado entre los Estados Unidos y Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. No se trataba de la fuerza contra la flaqueza, sino de la sinrazón frente a la cautela. En la circunstancia actual, más allá de las declaraciones de amistad y de las promesas de seguir como aliados, lo cierto es que toda perspectiva de colaboración en los principales centros de conflicto se encuentra bloqueada. Y eso no es bueno ni para Washington ni para Europa. Otro tanto sucede con el vértice de la ONU, condenado al ostracismo después de negarse a secundar la iniciativa de la Gran Potencia, y que difícilmente restaurará su crédito en las circunstancias actuales. Ni Bush está dispuesto a darle un poder efectivo, ni los miembros del Consejo o Annan a asumir riesgos desde una condición subalterna. El propio espíritu del Derecho Internacional resulta fuertemente erosionado por la forma que asume la ocupación militar, en todos sus órdenes. Y last but not least, está el terrible impacto producido sobre el mundo árabe. Es un espectro que Washington intenta conjurar arguyendo que no se dieron ni se dan grandes movilizaciones, ni existen perspectivas insurreccionales a gran escala. Ver las cosas así es de una gran miopía. Como acaba de recordar Hosham Davod, antropólogo especialista en Irak, todos han o hemos perdido en esta crisis, salvo el radicalismo islámico. La ocupación ha venido a proporcionar a Al Qaeda la carta de naturaleza de que antes caerecía en Irak. Por añadidura, cada vez que se exhiben muertos civiles iraquíes o imágenes de tortura, Bush viene a darle la razón a Bin Laden, y refuerza su argumento central: la yihad mediante el terror constituye la respuesta a las agresiones y a las humillaciones de Occidente, cuyo país líder son los Estados Unidos. Esas imágenes, transmitidas por Al Yazira o Al Arabiya son un llamamiento a la adhesión de una mayoría de los creyentes a las posiciones más intransigentes frente a América y Europa, y el recuerdo de que únicamente mediante la unión de todos, y por todos los medios, será vencida la nueva cruzada. En este terreno, sin lugar a dudas, el error de Irak marca un antes y un después en la aproximación a esa "guerra de civilizaciones" que nunca debiera darse.