LA CONQUISTA DE BAGDAD

Artículo de ANTONIO ELORZA en "El País" del 22-1-03

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

La reacción ante los atentados del 11-S constituyó un test del antiamericanismo en países como el nuestro. Muchos opinantes, y algunos de ellos muy cualificados, se deslizaban rápidamente desde una lamentación apresurada de la matanza, necesaria para salvar la cara, hasta la declaración de que en realidad lo sucedido resultaba un castigo lógico para la política imperialista, y en ocasiones criminal, de la gran potencia.

La pinza forjada por el antiamericanismo de izquierdas y el nacionalista, de tan buenos resultados cinematográficos en Bienvenido Mr. Marshall, ha seguido funcionando a pesar de los cambios experimentados en las mentalidades a lo largo de medio siglo, sin que la afortunada mediación de Colin Powell en la crisis del islote Perejil, que nos sacó de un buen atolladero, fuera suficiente para cambiar la tendencia. Sus orígenes pueden rastrearse en la explosión de xenofobia contra los cerdos yanquis -por aquello de que el Tío Sam fue charcutero- durante la guerra de Cuba, si bien, más que esos recuerdos prehistóricos, fue probablemente la asociación entre el poder americano y el régimen franquista lo que generó un ambiente desfavorable, profundamente enraizado en la conciencia popular.

La propia expresión "mundo libre" se vaciaba de contenido al pensar que la cabeza del mismo era el principal aliado de nuestra dictadura. En los países de nuestro entorno, la derrota del fascismo en 1945 y la recuperación económica posterior habían sido posibles gracias a Estados Unidos. Aquí no sucedió eso, y la tradicional orientación antiamericana de la izquierda ha estado en condiciones de mantener hasta hoy un amplio círculo de influencia para un discurso simplificador que incluso al defender causas justas lo hace con tal carga de maniqueísmo que su argumentación queda en buena medida invalidada.

Conviene, pues, admitir como punto de partida que no todos los males del mundo son culpa del Gran Satán norteamericano y que en las sucesivas crisis de los últimos años han intervenido una pluralidad de factores, lo cual aconseja aislar en el análisis cada una de ellas, sin renunciar a la visión de conjunto, pero también evitando las amalgamas que autorizan la eliminación de una responsabilidad por atender a la aparentemente superior del adversario, y en ocasiones víctima.

Es así como los atentados del 11-S, por encima de las responsabilidades de Estados Unidos en política internacional, han de ser considerados como crímenes de masas cuyos fundamentos ideológicos no se reducen a un conflicto binario, por mucho peso que pueda tener el apoyo estadounidense a Israel. En este caso límite, como en el de las destrucciones causadas por Sharon en las ciudades palestinas o en el opuesto de los atentados suicidas contra civiles israelíes, los juicios fundados sobre el mencionado mecanismo de explicar sin más matices lo que hace uno por el crimen del otro sólo sirven para desembocar en una cadena de inadmisibles exculpaciones. Los atentados suicidas no legitiman ni explican por sí solos la política de tierra quemada de Sharon en Cisjordania, y tampoco encuentran en ésta su único factor explicativo ni su justificación. En ambos casos, una vez jerarquizadas las responsabilidades, que otorgan la primacía inequívocamente a los halcones israelíes, resulta indispensable acudir al examen de los planteamientos ideológicos, a mitad de camino entre los supuestos religiosos y la geopolítica, tanto para entender cuanto ocurre como para diseñar una eventual intervención pacificadora sobre ese conflicto trágico e interminable.

No obstante, es preciso reconocer que en este último año nada como la línea política trazada por George W. Bush ha contribuido tanto a una visión de las cosas en blanco y negro. Su reacción ante el 11-S constituyó desde el principio un éxito espectacular en lo que concierne a la opinión pública norteamericana, poniendo en pie lo que llamaríamos un ensimismamiento patriótico agresivo como reacción frente a la tremenda sensación de inseguridad creada por el megaterrorismo. Los aficionados al cine saben bien que en el espacio cerrado del rancho de John Wayne, versión primaria del Leviatán de Hobbes, la cohesión interna y la seguridad, valor supremo, se obtienen gracias a los puños y a las pistolas del héroe contra la amenaza de unos malvados venidos del exterior. En esta lucha del bien contra el mal, la violencia queda justificada por su finalidad, a salvaguardia de los valores y del orden, y no se encuentra sometida a otra ley que al recto juicio del jefe y guardián supremo. Es el esquema opuesto al de la violencia ejercida al modo de Locke por el depositario de la legalidad en Solo ante el peligro.

Parece obvio que Bush ha elegido sin vacilaciones el primer camino, la acción violenta frente a los malvados, si hace falta por encima de la legalidad internacional, y resulta no menos evidente que los habitantes de su rancho nacional, conscientes de la fuerza de los propios puños, le otorgan un respaldo mayoritario. Sólo que, al franquear las fronteras de la Unión, los obstáculos comienzan a alzarse en cadena. Ante todo, porque el mundo exterior tiene en la realidad internacional una composición muy compleja, por encima de la pretensión dualista de Bush. A continuación, porque a Estados Unidos, por su condición de potencia hegemónica mundial, incluso la opinión pública de sus aliados le pide que supere la hesicasmia, el mirarse únicamente al ombligo, en la resolución de los conflictos exteriores, y, en último término, porque los supuestos malvados, salvo un Sadam Husein al que su pasado ata al papel de Lee van Cleef en esta historia, también juegan y no parecen dispuestos a aceptar sin más los golpes que les adjudica el guión.

Toda la historia del eje del mal ilustra ese desfase entre la afortunada propaganda interior y los desgraciados efectos sobre el orden mundial. Nuestro Leviatán genera orden hacia dentro, pero hacia fuera puede provocar el caos. Para empezar, y a pesar de Hezbolá, carece de sentido incluir en tal eje al Irán de Jatamí, factor hoy de estabilidad en el conjunto de la región, aun cuando en el pasado efectivamente constituyera una plataforma del terrorismo islámico al lado del Sudán de Al Turabi.

En cuanto a Corea del Norte, ahí están los efectos de una amenaza cuya materialización se encuentra cargada de riesgos, dada la protección de China, y sobre todo por la vulnerabilidad evidente de Corea del Sur y de Japón ante la capacidad militar del último dictador comunista. Por supuesto, Kim Jong-il constituye un peligro manifiesto para la paz. Antes de señalarle con el dedo, no obstante, hubiese sido inteligente echar una mirada al mapa. Es perfectamente lógico que lance un órdago antes de dejarse estrangular por un cerco de miseria. Y queda el genio del mal más al alcance de la mano, Sadam Husein.

Ciertamente, por muy partidario que sea alguien de la paz, le resultará difícil rebatir la idea de que la obtención por Irak de armas de destrucción masiva o químicas supone un riesgo excesivo, a la vista de la propensión a agredir bien probada en Sadam. Todas las inspecciones y advertencias, hasta la acción militar, son en consecuencia justificables si es la autoridad internacional la que asume la investigación y las decisiones. Ahora bien, nada indica que Bush se encuentre dispuesto a aceptar el papel de instrumento de las decisiones del Consejo de Seguridad. Más bien se limita a esperar una coartada que a partir de las inspecciones legitime una decisión previamente adoptada de guerra contra Irak.

Entregado, según dice, por encima de todo a la protección de la seguridad de sus ciudadanos, Bush tiene que compensar su evidente fracaso en la localización y exterminio de Al Qaeda y de paso prepararse para nuevas batallas. Para ello, nada mejor que controlar los recursos petrolíferos y el conjunto del área desde la posición axial de Irak, enlazando con los dos bastiones ya consolidados en Israel y en Turquía. Claro que, si los inspectores niegan la existencia de las armas buscadas, ¿cómo evitará en el futuro los efectos no deseados de semejante acto de fuerza? Porque en las relaciones de poder a escala internacional no cuenta únicamente la eficacia de las armas.

En la primera guerra de Irak, los fundamentos para la intervención militar estaban claros, nada menos que la conquista de un Estado miembro de la ONU, y, a pesar de eso, hubo todo menos unanimidad en las opiniones; los efectos colaterales, entre ellos la propia entrada en juego de Bin Laden, todavía se arrastran. Ahora, sin el aval del Consejo, una agresión de EE UU contra Irak, con el apoyo activo de los países de la OTAN, únicamente tiene despejado el camino militar. Los costes a medio y largo plazo resultan impredecibles. El choque de civilizaciones está servido.

Estaríamos ante un caso de identificación proyectiva. El islamismo resuelve sus propias contradicciones volcándolas sobre un mundo occidental convertido en origen de todos sus males, y ahora, al atacar sin justificación a un país árabe, Occidente vendría a confirmar la imagen que sobre él viene difundiéndose, y no sólo por los emisores integristas, a cientos de millones de hombres. Sharon hace el resto para dar forma a la imagen de la Cruzada sionista-occidental, esgrimida para impulsar la yihad desde Sayyid Qtub en los años sesenta hasta Bin Laden.

No es cierto que Bush pretenda lanzar una Cruzada contra el Islam, pero gran número de musulmanes, al comprobar el acierto del diagnóstico integrista, vivirán como tal la guerra. La mundialización de las comunicaciones, con el papel central de la cadena de televisión Al Yazira, hará inevitable un impacto sobre las mentalidades muy superior al producido por la guerra de Afganistán. Por no hablar de la amenaza difusa que es siempre un aliciente para poner en marcha respuestas violentas.

Afganistán, sede de Al Qaeda, era un blanco perfectamente definido. Pero, si se ataca a Irak, ¿cuál será el próximo objetivo? Recordaba The Economist que ya es impresionante el rechazo a la política norteamericana en la opinión pública de países aliados suyos como Egipto o Jordania, y las elecciones de Pakistán, Marruecos y la propia Turquía ilustran el avance islamista. No son de temer, pues, respuestas de masas inmediatas, sino algo más grave, la apertura de una fosa entre los dos mundos, situación donde el integrismo lleva todas las de ganar, porque no es cierto que integrismo e islamismo sean planteamientos con fronteras perfectamente trazadas, ni que Al Qaeda sea un cuerpo extraño que nada tiene que ver con el Islam.

Los grupos terroristas de hoy proceden en gran parte del movimiento de los Hermanos Musulmanes, punto de partida asimismo del islamismo reformista. Es demasiado simple la visión que reduce el conflicto tras el 11-S al pulso entre Bush y Al Qaeda, como si esta organización no obtuviera su capacidad ofensiva de la existencia de un amplio vivero de simpatizantes, localizado en buena parte dentro de los países occidentales.

En suma, la conquista de Bagdad puede costar demasiado cara. Conviene no olvidar que el Enviado de Alá no venció a sus adversarios de La Meca en los campos de batalla, sino haciéndoles la vida imposible. Tal es la función del terror de Al Qaeda, y cuanto más intenso sea el sentimiento antioccidental entre muchos musulmanes, mayor será su capacidad de ejecutar acciones de castigo contra la yahiliyya, la ignorancia de Occidente, y nunca mejor empleada la expresión.

¿Qué le importa todo esto a Aznar? Lealtad a Bush y antiterrorismo: lo demás sobra. Poco importa que la mayoría de los españoles vean las cosas de otro modo. Tampoco Zapatero, en éste como en otros temas calientes, se muestra dispuesto a movilizar a la opinión pública para oponerse a una guerra miope e injustificada.