EL ENCANTAMIENTO

 

  Artículo de ANTONIO ELORZA ,CATEDRÁTICO DE PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE, en “El Correo” del 11.05.2003

 

 

Tanto en sus orígenes como en los últimos años, el nacionalismo vasco descansa sobre la invención de una memoria selectiva. Toda ideología política o social supone una cuidadosa revisión de los aspectos del pasado que pudieran cuestionarla y potenciar como contrapartida aquellos que apuntalan su contenido. Así, el bombardeo de Gernika constituye un referente espléndido a la hora de legitimar las aspiraciones nacionalistas, siendo lógicamente evocado una y otra vez; en cambio, a los mismos efectos conviene cubrir con un tupido velo los tratos posteriores con los fascistas italianos que desembocan en el vergonzante episodio de la rendición de Santoña. Nada hay que objetar. Muchos movimientos políticos del siglo XX han sufrido ese tipo de oscilaciones pendulares y proceden de la misma manera con el fin de obtener de la Historia un aval y no un descrédito. A los historiadores toca poner las cosas en su sitio.

Pero una cosa es moldear la memoria y otra bien distinta tratar de imponer, como aquí ocurre, una visión mítica. Presentar la historia contemporánea en forma de una continuada agresión de España a los derechos de Euskadi. Ignorar las consecuencias institucionales de la vinculación a Castilla, y en consecuencia a España, desde hace más de ocho siglos. Mirar con fe del carbonero al régimen foral como una situación de independencia. Creer que existe una línea recta que genera desde el Neolítico, no ya derechos históricos, sino prehistóricos a la independencia vasca, la cual por consiguiente ha de imponerse a toda costa, digan lo que digan las encuestas al respecto. Sacralizar el idioma como si éste, por más de un siglo minoritario entre los vascos, confiriera un aura de excepcionalidad al colectivo euskaldun. Asentar como artículo de fe que sólo los nacionalistas han hecho, hacen y son capaces de hacer en el futuro política vasca. Falsear la imagen de la Guerra del 36 como si se tratase una guerra de España contra Euskadi. Y, en el fondo de todo, hablar de Euskal Herria como si hubiera sido y fuese en la actualidad un sujeto histórico realmente existente, con 'el milagro' (sic) de un Pueblo, con mayúsculas, homogéneo y poseedor del euskera batua desde el citado Neolítico, el cual, por encima de asechanzas de enemigos e invasiones políticas o demográficas, ha conservado nada menos que una conciencia unitaria a partir de la cual proyecta hoy su exigencia de soberanía política.

El viejo dicho debería modificarse en 'abertzale fededun' con el fin de dar cuenta de esa concepción mítica que sirve de arma contra todos aquellos demócratas vascos que no la comparten y que, en palabras del lehendakari, no ofrecen una alternativa. Sí la ofrecen y bien clara: defender la democracia, encarnada en la Constitución y en un Estatuto reformable, y utilizar todos los medios legales para acabar con el terror. Obviamente, esto no basta para ninguna de las variantes del nacionalismo sabiniano. Ambas comulgan con la misma religión política y son conscientes, como lo fuera hace un siglo Sabino, de que la violencia, en los actos o contra las instituciones, es el único cauce para alcanzar su sueño, la famosa 'ilusión' que como el hada de Peter Pan hizo brillar Lizarra. Hay que imponer una fe, propósito nada extraño para una sociedad con tanto lastre de religiosidad como la vasca, y, al tiempo, sustituir la realidad por el sueño.

La razón de ello es evidente. Para que la sociedad vasca acabe aceptando la disneylandia a la sombra de ETA en que consiste el plan Ibarretxe, resulta preciso sustituir ciudadanía vasca por comunidad de patriotas, olvidar que un Gobierno español no puede aceptar un poder constituyente vasco, ignorar que está en juego la presencia en Europa y dejar de lado la que les espera a los 'españolistas' en el Estado Libre. Con echar siempre la culpa al Gobierno central, atizando más y más una espiral de odio al modo del manifiesto para el Aberri Eguna, el Gobierno vasco y el grupo dirigente del PNV tienen suficiente. Soñemos, pues, con ese país feliz, regido por tecnócratas euskaldunes venidos en línea recta en su mentalidad de la edad de piedra. En el fondo, 'Madril kanpora', y todo irá hacia lo mejor en el mejor de los mundos. Cualquier parecido con la trabajosa y positiva labor de construcción nacional vasca de la era Ardanza es pura coincidencia. Cabe aplicar desde el punto de vista político a Euskadi hoy el diagnóstico que un incipiente economista de 1600 hiciera para España en lo que Pierre Vilar llamó el tiempo del Quijote: «No parece sino que se han querido reducir estos reinos a una república de hombres encantados que vivan fuera del orden natural».

Claro que cuando esos hombres encantados elaboran sus juicios sobre una realidad tan dura como la vasca, marcada por el terrorismo y por una intimidación de tipo nacionalsocialista sobre los ciudadanos no abertzales, su mundo de sueños segrega una mezcla de mentira y de injusticia. Pensemos en el documento que acaban de suscribir cientos de clérigos con el propósito de ganar al Pontífice para la causa de la autodeterminación. «Nosotros, Santo Padre, reprobamos toda clase de terrorismo -dicen- y de manera especial el ejercido desde el poder y dirigido por los Estados». ¿Qué terrorismo de Estado existe aquí y ahora? ¿Saben ustedes que quien existe es ETA? ¿Sus víctimas no les merecen siquiera una mención? Y añaden nuestros curas patriotas que «las violencias terroristas entre nosotros» proceden de la rebelión militar del 36. ¿Han leído ustedes algo de ese Sabino Arana por quien seguramente dirán pronto misas y cuya foto ven colgada en los muros de los batzokis? Para rematar la faena, se atreven a denunciar ante Juan Pablo II nada menos que la vigencia actual de «la represión de la lengua y de la cultura vascas». Como si el País Vasco fuera el Kurdistán turco. 'Pater noster, gezurra laister!' era un aforismo anticlerical que escuché alguna vez dirigido a quien desde tan privilegiado estatus conculcaba la verdad. Pero más allá del rechazo, lo que cuenta es la angustia de pensar que en manos de tales ideólogos se encuentra la siembra de una conciencia de paz en Euskadi.

Afrontar la verdad, respetar el Estado de Derecho y asumir los valores de la democracia parecen aquí tareas imposibles. Hay como un contagio general de ese recurso a la descalificación gruesa del oponente, sobre todo si es gubernamental o constitucionalista, que ha puesto de moda Arzalluz, al estilo Le Pen. Todo menos mirar de frente a la realidad. Recordemos las declaraciones, de Arzalluz primero, y del rector de la UPV luego, sobre los exámenes a los presos de ETA. La reforma, afirma el segundo, es nada menos que «inquisitorial». El rector olvida analizar y exponer los datos que convalidaran o desmintieran el diagnóstico de favoritismo emitido por Gotzone Mora y sus colegas. No es cuestión de dignidad del profesorado de la UPV: nada tiene de extraño que un profesor tiemble antes de suspender a un personaje que cumple una condena por varias muertes. Los números, las calificaciones, hablarán. Si las de los presos son claramente superiores a la media, algo pasa. De ser normales, hecha una comprobación de las condiciones y resultados de las pruebas, tendrían razón quienes protestan en nombre de los encarcelados. ¿Es tan difícil? Aunque si, como afirma Arzalluz, la eliminación de las candidaturas de AuB supone nada menos que la conversión en «muertos civiles» de los electores independentistas y va a hacerse todo lo posible por mantener al grupo parlamentario batasuno en la legalidad, cabe concluir que en Euskadi todo es lícito con tal de que nuestros hombres encantados avancen hacia su objetivo político.