DESPUÉS DE SADAM 

 Editorial de   “El País” del 31.03.2003

 

A pesar de todas las dificultades inesperadas y de que la incertidumbre haya sustituido al triunfalismo inicial, a EE UU probablemente vaya a resultarle más fácil derrotar al Ejército iraquí que reorganizar y reconstruir Irak, objetivos declarados por Bush en el mismo momento en que anunció su ataque contra el régimen de Sadam Husein. Incluso asumiendo una guerra relativamente breve y sin bajas masivas entre la población civil, algo que cada vez parece más ilusorio, poner en pie a Irak política y económicamente será una tarea ciclópea y astronómicamente cara, a pesar del petróleo iraquí. Muchas cosas dependerán para Washington de cómo maneje la ocupación del país.

Con el fragor de las bombas en su apogeo, hay ya discrepancias frontales en Occidente sobre el papel que EE UU pretende reservarse en el Irak posterior a Sadam y el que debe jugar Naciones Unidas. Washington ha llegado a la conclusión de que la fragmentada oposición iraquí, con sus ambiciones de campanario y su escaso apoyo interior, no es la solución de recambio. En su lugar planea colocar a Irak bajo el control directo de un militar estadounidense con la probable cooperación de un administrador civil. Una suerte de protectorado con o sin la aprobación de la ONU.

Sería un error histórico que la participación de Naciones Unidas vagamente avizorada por Bush se redujera al manejo de la enorme crisis humanitaria. La ONU es hoy la única instancia capaz de legitimar el ejercicio provisional de un poder como el que bosqueja EE UU sobre un país soberano e independiente. Y a ella debe revertir cuanto antes, pese a las dificultades obvias, la tarea de organizar la transición de Irak hacia un nuevo Estado en manos de los iraquíes. Así lo ha transmitido Tony Blair en la Casa Blanca y así lo entienden Francia, Alemania o Rusia.

La invasión de Irak está poniendo de manifiesto, frente a la teoría avanzada por Washington, que ni los iraquíes ni la mayoría de sus vecinos consideran liberadoras a las tropas anglo-estadounidenses. En un mundo que ve mayoritariamente esta guerra como un ejercicio ciego de la fuerza estadounidense -y las incesantes manifestaciones populares se encargan de recordarlo-, el control posterior del país por parte de Washington, sin la participación de la ONU, sellaría indeleblemente su imagen como poder neocolonialista. En el hipersensible ámbito árabe e islámico, una ocupación dilatada producirá un devastador efecto de inestabilidad regional, que incrementaría exponencialmente la ola de antiamericanismo y daría alas a las expresiones más sanguinarias del fanatismo armado.

¿Qué eficacia cabe esperar de un poder tan lejano en todos los órdenes como el estadounidense en la revitalización de un país árabe de 24 millones de personas sin una identidad común? Ni la historia reciente de Irak ni las actuaciones de Washington sobre otros escenarios (Afganistán, Panamá, Haití) dan lugar al optimismo.

Irak es un país fracturado en líneas tribales, étnicas y religiosas, no superadas por la entidad estatal creada artificialmente a la caída del Imperio Otomano. La conquista en marcha hará saltar por los aires fuerzas comprimidas durante muchos años por la dictadura de Sadam Husein, se trate del resentimiento contra la minoría suní gobernante, del rompecabezas tribal o de las aspiraciones kurdas. Las sucesivas guerras, la violencia del Estado y el efecto de las sanciones de la ONU han degradado y corrompido el tejido social. ¿Va a ser posible edificar una democracia sobre un paisaje que no reúne uno solo de los prerrequisitos para ello? El peor escenario sugiere un descenso al caos similar al que sufrió Líbano, agravado en este caso por una inmensa riqueza petrolífera.

En este marco general se inscriben las formidables tareas que EE UU pretende atacar en solitario, con el añadido de la reconstrucción material de Irak, que se perfila como un coto cerrado de las empresas estadounidenses y británicas. Antes, el Ejército ocupante tendrá que desmovilizar a unas fuerzas enemigas de casi 400.000 hombres, desmantelar los aparatos de seguridad y policiacos de Sadam, preservar el orden público, impedir venganzas y mantener a raya las ansias independentistas de cuatro millones de kurdos sobre los que Turquía pretende imponer su fuerza. Demasiado para un virrey.

La presencia militar estadounidense será inevitable durante mucho tiempo, pero debe reducirse a las tareas imprescindibles. Las claves de la estabilidad del Irak posterior a Sadam son un caleidoscopio inmanejable en sus dimensiones y complejidad por un solo país, aunque sea EE UU. Bush debe entender que sus trabajos de Hércules requieren la cooperación de sus aliados, aunque el desencuentro sea clamoroso con la mayoría. Y sobre todo la participación vertebral de la ONU, fuente de cualquier legitimidad futura.