ELOGIO DEL SABIO

  Artículo de ANTONIO ESCOHOTADO en “El Mundo” del 11.06.2003


Desde que Vives y otros renacentistas preconizaran separar ciencias y letras -una sugestión cuyo propio éxito nos hizo incultos redomados en una u otra cosa-, nadie probó con tanta contundencia como Ilya Prigogine que el entendimiento fructifica reuniendo ambos campos. Y es en plena primavera, estación delicada como ninguna para los asidos a la vida por un hilo ya muy fino, cuando abandona su envoltura mortal para entregarla a esa forma superior del espíritu que es el recuerdo, ingresando en el reducido grupo cuyo magisterio abarca a todo el género humano.

Ilya Prigogine entra en los anales de la Física matemática por su hallazgo de «estructuras disipativas», que le valió en 1977 el Nobel de Química. Pero era un descubrimiento para sistemas atómicos y moleculares que alcanzaría también gran resonancia aplicado a Ciencias Sociales y Filosofía. Precoz concertista de piano, que leía latín y griego clásico, su destino de niño prodigio inadaptado lo esquivó una vocación en la que profundizar sostenida sobre la amplitud de su propia formación. Fruto de ella es una relectura de Aristóteles que corrige la hecha en su día por Galileo y Newton, y una fantástica cantidad de investigaciones que inauguran la ciencia o teoría del caos.

Como en ninguna parte faltan prejuicios, cuando quiso doctorarse en termodinámica de procesos irreversibles (o del desequilibrio) topó con que sólo podía haber termodinámica de procesos reversibles (o del equilibrio), y debemos al sector privado -a la multinacional química Solvay en concreto- que pudiese investigar durante las primeras décadas de su vida como posgraduado. Algo muy análogo le pasa a Benoit Mandelbrot, el otro gigante en teoría del caos, pues pocos años después ve rechazada en la Sorbona una tesis sobre «monstruos» matemáticos que iba a desembocar en el descubrimiento de la Geometría fractal, una geometría de nubes, icebergs, perfiles de costa, cordilleras o cascadas, que cumple al fin lo prometido por su nombre -geo-metron: «Medir la tierra»- en vez de reducir lo terrenal a líneas rectas y curvas regulares. Debemos también al sector privado -en este caso a IBM- que el heterodoxo gozase de una larga beca.

¿Qué cambios introdujeron? Tan distintos en algunos aspectos, Einstein y Newton coinciden en ver el universo como un reloj obediente a leyes preestablecidas, que en su nivel fundamental (atómico y subatómico) resulta indiferente a la flecha del tiempo, y ajeno por igual al antes que al después. En vez de una naturaleza que se crea a sí misma, proviene de un creador que opera mediante fuerzas inmateriales (gravitación, electromagnetismo, etcétera) sobre masas inertes. Cualquier azar será por eso un defecto de nuestro saber, ya que agotando las condiciones iniciales de cada cosa veríamos simple necesidad. «Usted cree en un Dios que tira los dados», escribía Einstein a un colega, «y yo en una ley y un orden completos».

Lo que se pone en cuestión es este imponente edificio de suposiciones, ligadas a ciertos hábitos políticos, ciertos dogmas religiosos y ciertos límites de la matemática previa al ordenador. El universo era retocado sin pausa para hacerlo dócil al cálculo, y cuando ciertos fenómenos se resistían frontalmente a ello -cualquier dinámica turbulenta, por ejemplo- esa parte del acontecer se enviaba al desván de trastos inservibles, cuando no absurdos o mal planteados. Debía seguir valiendo la distinción platónica entre ideas y copias, fuerzas inmateriales y masas inertes, o volvería «el caos de los paganos» (Newton) proponiendo que hay un azar intrínseco, derivado de inventarse en cada momento cada naturaleza.

A eso opone Prigogine que si en vez de analizar sistemas cerrados, casi siempre ideales, partimos de sistemas abiertos (a un intercambio de materia-energía con sus respectivos medios) las transiciones de caos a orden son regla universal, siendo su resultado autoorganización.Principio activo de sus propios estados, el objeto físico aprovecha las situaciones alejadas del equilibrio para adquirir propiedades paralelas a lo que nosotros experimentamos como comunicación, percepción y memoria. El ejemplo más inmediato es el remolino creado por el desagüe de cualquier recipiente, donde el líquido va desapareciendo pero cierta forma -el remolino- se mantiene estable. He ahí una estructura disipativa elemental, que desarrolla «sensibilidad» en vez de comportarse como una masa aislada y amorfa.

«Renovar la ciencia», escribía Prigogine en 1991, «es en gran medida redescubrir el tiempo, dejando atrás una concepción de la realidad objetiva que exigía negar la novedad y la diversidad en nombre de leyes inmutables y universales. Pero el futuro no está determinado, no está implícito en el presente. Esto significa el fin del ideal clásico de omnipotencia».

El ideal de omnipotencia reclama algún designio consciente como causa de todo y cada cosa. Y lo hace en perjuicio de una interacción infinitamente sutil de elementos que operan de modo tan anónimo como espontáneo, extrayendo libertad e ímpetu de la incertidumbre, inaugurando órdenes venidos de dentro -«caóticos» por imprevisibles- gracias a esa rotura del equilibrio cuyo resultado es tiempo.Condicionada por la representación del Todopoderoso y sus testaferros terrenales (reyes-dioses, profetas y pontífices supremos), tardamos mucho en concebir un orden distinto de la orden, con nociones que sólo despuntan a partir del siglo XVIII: Mandeville sugiere a Smith cierto desarrollo inmanente que apunta a una «mano invisible» en economías complejas; Jones descubre con el indoeuropeo otra grandiosa obra impersonal; Hegel atisba en Historia una tenaz «astucia de la razón»; Savigny y Humboldt describen el surgimiento autónomo de las instituciones y, finalmente, Darwin aplica ese nuevo tipo de causa -la evolución- a los seres vivos en general.

En su epílogo a El origen de las especies (1859), Darwin va al núcleo de la omnipotencia superada cuando recuerda «cuán difícil es creer que los órganos e instintos más complejos no se hayan perfeccionado por medios superiores aunque análogos a la razón humana, sino por la acumulación de variaciones leves, cada una de ellas buena para el individuo que la posee». Desde luego, es más sencillo creer que las mujeres vienen de una costilla de Adán, que el Derecho lo inventó algún soberano, que las lenguas fueron un regalo divino, que las instituciones nacieron por decreto, que la economía política puede planificarse coactivamente, que el universo físico es una masa informe moldeada en cada momento por ley matemática trascendente y que, en general, todo sistema es fruto de una instrucción impartida por «medios superiores aunque análogos a la razón humana».

Esta arrogante ceguera sabotea perspectivas realistas o propiamente científicas en casi todos los campos del conocimiento. ¿Qué sitio ocupa aquí esa «acumulación de variaciones leves, cada una de ellas buena para el sistema que la posee», en las palabras de Darwin? Minado ya por la mecánica cuántica, el ideal clásico de omnipotencia recibe su cura definitiva de humildad con Prigogine, que extiende al territorio de la Química y la Física fundamental lo que otros comprendieron analizando horizontes lingüísticos, económicos, biológicos y culturales de la realidad. Llamábamos caótico a lo abierto, capaz de inventar tiempo y usarlo en beneficio propio, inmersos como estuvimos en el culto a una razón previsora o profética que mutila la razón observante. Medido con los más finos instrumentos, el goteo de cualquier grifo desborda toda regularidad lineal, y lo mismo acontece con el clima, la Bolsa o una simple digestión; pero no porque esos fenómenos sean irracionales sino porque son materia en trance de autoorganización, órdenes fundamentalmente vivos. Extralimitar la razón equivale a despreciarla.

Puro filósofo, puro químico, el hijo de unos rusos blancos que vivió en Bélgica desde los cuatro años y que tras escandalizar al estamento académico acabó dirigiendo los mayores programas de investigación del planeta, legó explícitamente el proyecto de una «segunda alianza» entre las ciencias. Esa alianza, aclaraba, implica «un nuevo diálogo del hombre con la naturaleza» donde sea innecesario descartar todo cuanto no quepa en el simplismo del yo mando y tú obedeces, el esquema jerárquico y la arrogancia profética. En definitiva, si hay ser -y no más bien nada- el peso de semejante realidad le incumbe en mayor medida al desequilibrio que al equilibrio, a lo irreversible que a lo reversible. Como decía Whitehead, otro matemático-filósofo, «lo que existe se crea».

Antonio Escohotado es filósofo y profesor de la UNED. En 1999 recibió el Premio Espasa de Ensayo por la obra Caos y orden.