EL CONSEJO DE SEGURIDAD ES POCO FIABLE

 

  Artículo de FREDERICK FORSYTH en “El Mundo” del 18.09.2003

Cuando se escriba la historia de nuestra época, el narrador tendrá que dedicar varias páginas al estrambótico fandango en el que se consumieron las Naciones Unidas y muchos importantes gobiernos de todo el mundo entre el 1 de enero y el 20 de marzo de 2003.

 

Mucho antes de empezar el año, estaba absolutamente claro que el Gobierno de Estados Unidos había decidido, de forma irrevocable, que ya era hora de que Sadam Husein dejara de despreciar a las Naciones Unidas o abandonara su cargo. La rebelión del Despacho Oval no iba dirigida contra la capacidad de decisión de las Naciones Unidas, sino al contrario; apuntaba a la total y probada impotencia de este organismo internacional para imponer sus juicios. Se consideraba que ya bastaba con 12 años de desprecio iraquí y 17 resoluciones de la ONU.

Con este objeto, se empezó a trasladar a gran número de soldados estadounidenses desde distintos puntos del globo hasta el otro lado del planeta para preparar una intervención armada en Irak desde el vecino Kuwait, que dio su consentimiento con entusiasmo.Para finales de 2002, ya estaba presente la Marina con grupos de portaaviones, cazas, bombarderos, infantería, unidades acorazadas y artillería, toda la panoplia de un gran país que va a entrar en guerra.

A la vista de este despliegue, cualquier persona con dos dedos de frente debía tener claro que Sadam tenía tres opciones para evitar la invasión la segura derrota: 1. Podía dejar su cargo y marcharse a un cómodo exilio en el extranjero. (No había probabilidades).2. Podía rendirse ante las exigencias de la ONU y abrir por completo su país a los inspectores de armamento sin ponerles ningún obstáculo, en marcado contraste con su conducta durante los 12 años anteriores (Se negó clara y repetidamente a hacerlo). 3. O podía ser derrocado por un golpe de Estado interno y ser reemplazado por un régimen dipuesto a cooperar. Pero esto ya se había intentado antes y los conspiradores habían recibido una muerte atroz en las cámaras de tortura de Sadam. El extremo terror que él y sus psicópatas hijos despertaban entre los iraquíes era casi tangible.

No siendo posibles estas tres opciones, la suerte estaba echada.Si hay algo que una superpotencia no puede tolerar es la humillación pública y prolongada. Las derrotas a medias (Vietnam para Estados Unidos, Afganistán para la Unión Soviética) no son una opción aceptable.

Era evidente que desde el momento en que EEUU desplegó a todas esas fuerzas en Kuwait y los territorios vecinos, se hizo imposible que cambiara de idea y decidiera llevárselas para casa de nuevo cogidas por la oreja como si fuesen colegiales traviesos. Estaba claro que serían utilizadas si Sadam no reaccionaba adecuadamente.Sigue siendo un misterio por qué no vieron todo esto los políticos que se dedicaban a pavonearse, componer poses y sermonear en la Asamblea General y el Consejo de Seguridad.

Y no es que no hubiera un plazo máximo. Combatir en Irak entre junio y septiembre, a una temperatura de más de 47 grados, tampoco era una opción. Ni lo era mantener a un cuarto de millón de soldados -y material suficiente para sacar al planeta de su órbita- friéndose en sus campamentos del desierto hasta octubre, mientras las Naciones Unidas continuaban celebrando debates. Sencillamente, esas fuerzas debían entrar en acción antes del 1 de abril o afrontar un humillante regreso a casa.

Visto retrospectivamente, ¿cómo pudieron los gobiernos de Francia, Alemania y muchos otros creer en serio que iba a darse la segunda eventualidad? Lo que ocurrió fue que surgió una especie de autoengaño global que afectó a la política, a la diplomacia y a los medios de comunicación. En su mismo centro se hallaba el mantra de que el juicio del Consejo de Seguridad era tan esencial que nadie se atrevería a dar un paso sin su visto bueno, pues ello haría que cualquier cosa que se hiciese fuera ilegal.

Lo cierto es que durante 50 años casi nadie ha dirigido una intervención armada con la aprobación del Consejo de Seguridad, ni se ha dejado limitar en modo alguno por su ausencia.

El último caso que acude enseguida a nuestra memoria es el de la Guerra de Corea, sancionada por la ONU, pero por puro azar.El veto chino no había pasado de Chiang Kai-Shek a Mao Zedong, recientemente victorioso (que lo habría utilizado), y dio la casualidad de que Stalin estaba boicoteando a la ONU en aquel momento; de no ser así, también lo habría utilizado.

Varias naciones árabes se han lanzado contra Israel sin autorización ni castigo; China invadió el Tíbet y todavía lo ocupa; Estados Unidos derrocó a un dictador en la diminuta isla de Granada sin pedir permiso y a otro en Panamá. Argentina invadió las Islas Malvinas también sin permiso, y Gran Bretaña le devolvió el cumplido.El Consejo de Seguridad agitó sus documentos de instrucciones.Julius Kambarage Nyerere, presidente de Tanzania, invadió Uganda y derrocó al monstruoso Idi Amin, y el mundo aplaudió. Y esto no es más que la punta del iceberg de cinco décadas.

La razón es, sin duda, el propio Consejo de Seguridad. En los comienzos, se concedió derecho de veto a los vencedores de la II Guerra Mundial. Al parecer, no se pensaba que hubiera ninguna probabilidad de que la URSS y la China comunista volvieran a estar de acuerdo en nada con Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia.La unanimidad era, por tanto, imposible.

Luego vino la ampliación del Consejo, pero con la rotación como norma. No es sólo que los Sadam, Gadhafi, Castro y Mugabe de aquí y de allá presidan ahora el subcomité de derechos civiles, sino también que, desde la plena descolonización, unos ignotos atolones de coral y enclaves en medio de la jungla pueden ahora erigirse en árbitros finales de la guerra y la paz en el Consejo de Seguridad.

Fue así como, en lo tocante a Irak, los gobiernos de algunos países importantes recorrieron el planeta tratando de comprar (literalmente) los votos de Camerún, Angola y Guinea. Ni aun así se pudo sancionar la incursión en Irak, porque el brujo personal del presidente de Guinea ordenó a su cliente que dijera que no.(Ni siquiera los novelistas seríamos capaces de inventárnoslo, pero es cierto).

Es indudable que ha llegado la hora de acometer una reforma radical de las Naciones Unidas. El personal de sus diversos organismos humanitarios, como UNICEF y UNWRA, es gente dedicada y compasiva, pero el Consejo de Seguridad es, sencillamente, una víctima del paso del tiempo y de unas circunstancias diametralmente opuestas.Se requeriría un presidium interno de unas 20 democracias destacadas y establecidas, el 10% del número total de miembros. Dicho organismo tendría que incluir a México y Brasil por América Latina; a Egipto y Nigeria por Africa; a China, Japón y la India (por lo menos), por Asia; a Australia, Alemania, Italia, etcétera. La decisiones deberían tomarse por mayoría y no debería existir el derecho de veto. Las consecuencias de la II Guerra Mundial son irrelevantes ahora. El mundo necesita un Consejo de Seguridad verdaderamente representativo, que hable en nombre de más de la mitad de sus ciudadanos... pero excluyendo a los tiranos.

Frederick Forsyth es escritor; autor, entre otras, de las novelas Chacal, El cuarto protocolo, El puño de Dios (publicada en 1994 y basada en la Guerra del Golfo) y El vengador.