FELIZ AÑO NUEVO

Artículo de CARLOS FUENTES en "El País" del 2-1-03

Carlos Fuentes es escritor mexicano

Felicidad, happiness, bonheur, felicitá. Pocos vocablos concitan, universalmente, tal profusión conceptual y semejante ambigüedad. Nunca ha estado "la felicidad" ausente del pensamiento occidental. "Eudemonismo" para los antiguos, el latín distingue entre felicidad como fortuna externa y como hecho interno. Para Sócrates, la felicidad es acontecimiento interior identificable con la virtud. Aristóteles, muy en vena acostumbrada, la convierte en acción externa acorde con la razón. Para hedonistas, la felicidad es el placer y el placer es la felicidad. Los epicúreos matizan: gocemos de la vida externa, pero no nos rindamos, si queremos ser felices, a sus caricias. Demócrito identifica felicidad con serenidad (atarasia) y ésta con estabilidad, expulsión del deseo, del miedo y del dolor físico.

Son los utilitaristas ingleses (Hobbes, Benthan, Mill) quienes le dan su sentido más moderno, directo y, si se quiere, dogmático a la palabra. Lo bueno es lo útil. Pero es a la Ilustración francesa a la que se acostumbra cargarle -erróneamente, a mi juicio- la consagración de lo que desde el siglo XVIII hemos considerado, en Occidente y su periferia, felicidad. Lo consignan las leyes fundadoras de los Estados Unidos de América, concediendo a sus ciudadanos si no el derecho a la felicidad, sí su equivalente pudoroso: la búsqueda de la felicidad. Este derecho ilustrado no tardó en fundirse con un puritanismo maniqueo que convierte a la nación norteamericana no sólo en aspirante a la felicidad, sino en portadora de la felicidad como bien opuesto al mal. En estos momentos (2003) vemos al supremo ejemplo de los Estados Unidos de América autoproclamados eje del bien y, en consecuencia, de la felicidad, contra el eje del mal, o sea, la sede de las desgracias. Uno solo se autodefine en la sinonimia bien-felicidad y consigna a quienes no lo siguen a la sinonimia opuesta, mal-infelicidad.

La actual situación mundial ilustra de nuevo, como si los horrores del siglo XX no hubiesen bastado, la ambigüedad del vocablo felicidad. Basta proyectar las películas de Leni Riefenstahl o los noticieros de marchas y congresos soviéticos para ver el retrato de la "felicidad" en un mar de rostros sonrientes y solares. Andréi Blinov, escritor del realismo socialista en serie (o "estajanovista"), llegó a publicar una novela titulada La felicidad no se busca solo; es decir, requiere el concurso de la multitud fiel, disciplinada, incapaz de hablar de felicidad por sí sola, sin la dirección del Partido y el Jefe.

Y, sin embargo, es cierto que la felicidad individual requiere insertarse socialmente, llámese solidaridad, llámese compasión. Los filósofos de la Ilustración entendieron bien esta dimensión de lo feliz. Carmen Iglesias, la gran historiadora española, propone claramente la cuestión en su libro Razón y sentimiento en el siglo XVIII. Refiriéndose a Montesquieu, Iglesias se pregunta: ¿Cómo hacer compatible la libertad del individuo con una "felicidad social" -sin la cual no se entiende tampoco la felicidad individual en el siglo XVIII-? La respuesta de Montesquieu consistiría en "una articulación institucional que salvaguarde la libertad del individuo y la haga compatible con cierta prosperidad del Estado, como garantía de bienestar material de los ciudadanos o felicidad social".

Es Condorcet quien transfiere el equilibrio entre felicidad personal y felicidad social de Montesquieu a un mito, dañino entre todos, de la identidad entre felicidad y progreso, siendo el progreso algo inevitable, fatal y ascendente. Estamos condenados a progresar y, en la medida en que progresemos, seremos felices. O sea, seremos forzosamente felices porque las leyes del progreso son, dice Condorcet, ascendentes e imparables. Se necesitó el pesimismo crítico de Nietzsche para recordarnos que felicidad e historia rara vez coinciden. Rousseau, a quien Nervo le debió un verso ("Juan Jacobo, qué mal me hiciste con aquel libro que tú escribiste") propone el contrato social -no lo olvidemos- a partir de una visión pesimista de la desintegración del mundo moderno, que convierte a cada individuo en un ser infeliz. Pero, ¿alguna vez fuimos felices? En el estado de naturaleza, dice el filósofo, la felicidad apenas ha representado un relámpago. Aparte de la opinión que nos merezca como filósofo-político, Rousseau es sin duda el padre del romanticismo y la exaltación de la felicidad en la vida erótica, el placer de los sentidos, el riesgo de un Byron, el suicidio de un Werther...

El romanticismo, empero, no es sólo una gran escuela literaria. Encierra una peligrosa teoría política que es la de la recuperación de la totalidad perdida como proyecto para la felicidad. Marx la llamará enajenación. Pero la praxis de los extremos -derecha e izquierda- la llamará totalitarismo. A tiempo lo dijo Adorno: "Una humanidad liberada de ninguna manera sería una totalidad". Las fantasías regresivas del retorno a un pasado feliz (el mito de la Edad de Oro) sirven de base para levantar fantasías futuristas de "la feliz identidad de sujeto y objeto".

La gran tragedia de la modernidad fue perder la tragedia de la antigüedad. Quiero decir que la enajenación al progreso ascendente y fatal como condición de la felicidad nos condujo a la perpleja parálisis de los borregos de Panurgo cuando la historia demostró con cuánta facilidad se sacrificaba la felicidad a los totalitarismos políticos capaces de prometer felicidad total sólo a cambio de sumisión total.

Veo dos caminos, igualmente difíciles, si no imposibles, de crear una nueva medida de felicidad para nuestro tiempo. El más arduo es la restauración del espíritu trágico. El sentimiento trágico no se engaña respecto al mal que nos podemos hacer unos a otros. El héroe trágico transgrede. Pero purga sus excesos de acuerdo, dice Anaximandro, "con las leyes del tiempo". La tragedia es la "ley del tiempo" que el Mediterráneo clásico encontró para redimir al héroe caído y re-establecer el orden de la ciudad a través de la catarsis que, al representarlo, resuelve el conflicto entre libertad y fatalidad, dándonos, en el conocimiento de nosotros y de nuestros semejantes, la medida de felicidad que nos corresponde.

El más asequible sería el camino de afirmar la identidad sin herir a la diversidad. Más aún: hacer coincidir la preservación de la identidad con el respeto debido a la diversidad. Podemos señalar, hasta la fatiga, los obstáculos que el mundo actual, en todos sus niveles, político, económico, personal, informativo, educativo, etcétera, opone a semejante equilibrio entre identidad y diversidad. Sin embargo, ¿hay realidad que no contenga tanto las satisfacciones personales que identifican "felicidad" con creatividad, erotismo, amor filial, techo y lecho, cocina y piscina, esas minucias que son nuestra verdadera "patria", tal y como la describe José Emilio Pacheco en su gran poema Alta traición, como las satisfacciones sociales o colectivas del buen gobierno, la honradez administrativa, la seguridad pública, el derecho a disentir, la facultad de elegir...?

Y sin embargo, no nos engañemos. Tan sólo en el ámbito de la vida personal, ¿hay felicidad que no se vea empañada, más tarde o más temprano, por la muerte del ser querido, la ruptura de la relación amatoria, la fidelidad traicionada, la amistad quebrada?

La felicidad es por ello palabra ambigua, palabra crítica, palabra enmascarada a veces, necesitada de la luz del amor para revelarse sin engaño.