¿VA EN SERIO EL PROCESO DE PAZ DE BUSH?

  Artículo de GRAHAM E. FULLER  en “La Vanguardia” del 07.06.2003

Aunque somos testigos de un “nuevo” interés estadounidense por el proceso de paz simbolizado en la cumbre de George W. Bush con Sharon y Abu Mazen, es difícil mostrarse optimista en cuanto al resultado.

Desde la llegada a la presidencia de George W. Bush, los especialistas en Oriente Medio del Departamento de Estado y de la CIA, así como los “laboratorios de ideas” de Washington, le han aconsejado que dé prioridad a la peligrosa situación entre palestinos e israelíes. Bush se ha resistido a ese consejo. Primero, porque no quería emular el decidido compromiso personal de Clinton con el proceso; segundo, porque Bush tiene poco interés personal en los matices de la política exterior y tampoco los comprende demasiado, y, tercero, porque los atentados del 11-S colocaron el terrorismo en el primer puesto de sus prioridades. De todos modos, su primera decisión de dejar que la crisis palestina “madurara” con el fin de que eso facilitara posteriores negociaciones ha sido un error.

El problema palestino es la fruta envenenada que ha destruido la credibilidad estadounidense en toda la región, lo cual ha dificultado cualquier iniciativa de Washington para ganarse la confianza de los árabes. Esto ya era cierto antes del Gobierno Bush; es doblemente cierto hoy. El prestigio y respeto suscitado por Estados Unidos se encuentra en Oriente Medio en su punto más bajo desde que los estados árabes alcanzaron su independencia. La pérdida de la credibilidad es el perjuicio más serio que ha sufrido la política de Estados Unidos.

En el mundo musulmán, y también en muchas otras partes, casi todos están convencidos de que los únicos intereses de Washington son el petróleo e Israel. Los discursos sobre la democracia o la mejora del bienestar en la región son objeto de burla. De comportarse con sensatez, Bush se habría dedicado primero al problema palestino antes de derrocar a Saddam Hussein. Logrando algunos progresos en la solución del problema palestino, Washington habría conseguido la credibilidad que tanto necesita.

Bush contó con esa oportunidad. Tras el 11-S, gozó de una autoridad moral única para hablar directamente al pueblo estadounidense sobre la urgencia de imponer una solución a ambas partes. Los vínculos indirectos del 11-S con la enconada crisis palestina eran evidentes, pero nadie quiso extraer esa conclusión en público porque habría parecido que daba una “justificación” de los atentados. No obstante, la opinión pública estadounidense –y, probablemente, el mundo– ha estado dispuesta a oír hablar con franqueza de la urgente necesidad de una solución. Como ha dicho Shimon Peres, hay muchos planes para solucionar la cuestión, el principal escollo es que ninguna de las partes confía en el otro (y la confianza sigue faltando hoy). El caso es que esa oportunidad se perdió. El mundo musulmán –y quizá incluso Europa– habría mirado con otros ojos la guerra iraquí si Washington hubiera cimentado primero su credibilidad en Palestina.

Hoy, George W. Bush dirige por fin su atención personal hacia Palestina. La pregunta clave es: ¿con cuánta seriedad y por cuánto tiempo? Algunos de sus asesores, como Paul Wolfowitz, el número dos del Pentágono, sostuvieron en su momento que sería más fácil resolver el conflicto de Palestina después de una victoria sobre Saddam Hussein en Iraq. Ha llegado el momento de poner a prueba esa tesis.

Bush se ha vuelto hacia Palestina hoy porque se ha visto muy presionado por Tony Blair, su principal aliado en Europa. La comunidad internacional también ha estado pidiendo insistentemente atención para este problema. Asimismo, Bush prometió a los aliados estadounidenses del mundo árabe (como Arabia Saudí, Jordania y Egipto) que se esforzaría por resolver un problema palestino que supone una amenaza constante para la estabilidad de esos regímenes impopulares. Es probable que el propio George W. Bush desee personalmente que haya paz en Palestina. ¿Quién no? Sin embargo, la pregunta es: ¿qué precio está dispuesta a pagar por ella? La respuesta es que, probablemente, no muy alto.

Temo que Bush no realice ningún avance importante en el proceso de paz, por más que su deseo sea sincero. Las razones son múltiples. Primero, Ariel Sharon y su partido Likud se muestran del todo opuestos a cualquier plan de paz que satisfaga mínimamente a los palestinos. Sólo con reticencia acepta el Likud la creación de un Estado palestino, y su deseo es retrasar cuanto sea posible su creación. Sharon no quiere ceder en el tema de los asentamientos. Puede que renuncie a unos pocos simbólicos para cubrir el expediente, pero no a la mayoría. Sharon no desea que el Estado palestino tenga soberanía o poder de verdad. Su visión es la de un archipiélago de zonas y ciudades palestinas que no alcancen a constituir un verdadero estado. Por ello, actuará con inteligencia y abrazará en público la “hoja de ruta” de Bush, pero en la práctica la saboteará con sus “14 reservas”.

Igualmente importante es que los miembros pro-Likud de los altos puestos del Gobierno Bush no se dedicarán a poner en práctica ningún plan que desagrade a Sharon. El Congreso estadounidense concede un apoyo casi absoluto a cualquier cosa que desee Israel a menos que el presidente se oponga rotunda y públicamente. Es muy improbable que Bush haga algo así. Faltan dieciocho meses para las elecciones en Estados Unidos y los asesores políticos de Bush están decididos a atraer a las filas republicanas a los electores judíos tradicionalmente demócratas. Bush no desea un enfrentamiento con Ariel Sharon.

Por último, tenemos el problema de la “visión” de Bush. El eje de la política exterior estadounidense bajo Bush es la lucha mundial contra el terrorismo. A Sharon le basta con declarar que sólo entablará negociaciones serias cuando finalice el terrorismo palestino. Sharon sabe muy bien que el terrorismo no finalizará, y que ningún dirigente palestino puede “detener” el terrorismo mientras Cisjordania y Gaza permanezcan ocupadas por los israelíes. Por ello, poner fin a la ocupación es la primera prioridad para finalizar con el terrorismo; ninguna otra secuencia funcionará. Los palestinos no aplastarán a sus propias fuerzas guerrilleras mientras la situación siga siendo intolerable y las ciudades permanezcan bajo la ocupación militar.

Por todo ello, no espero que Estados Unidos haga un serio avance en relación con el problema palestino, mientras Ariel Sharon y George W. Bush estén en el poder.

Me gustaría equivocarme. Sin embargo, equivocarme implicaría un cambio fundamental en la personalidad, el pensamiento y los objetivos de Bush. Es improbable –aunque no del todo inconcebible– que Bush decida que su grandeza histórica como presidente exija una auténtica solución al problema de Oriente Medio. De hecho, se haría acreedor de cierta “grandeza” si tuviera éxito en este ámbito donde otros han fracasado. Quizá su padre influya sobre él. Los europeos –con excepción de Blair– y las Naciones Unidas sólo poseen hoy sobre Bush una influencia negativa.

Sin una solución palestina, EE.UU. seguirá habiéndoselas con la reputación de una política exterior proisraelí, pro petróleo y antimusulmana que no sólo contribuye a subvertir los regímenes pro estadounidenses de la zona, sino que también sigue ganando adeptos un nuevo tipo de terrorismo antiestadounidense descentralizado.

GRAHAM E. FULLER, ex vicepresidente del Consejo de Inteligencia Nacional de la CIA y autor del libro de reciente publicación “The future of political islam”

Traducción: Juan Gabriel López Guix