LAS ALAS DE LA PALOMA

 

 Artículo de FERRAN GALLEGO, Profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, en “La Razón” del 29/06/2004 

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.) 

 

Cuando comentaba la edición de su novela Las alas de la paloma, Henry James indicaba los problemas que había tenido para dibujar al personaje principal, una enferma que se aferra a la vida y hace girar todo en torno a ese deseo efímero y voraz: «Comprendí -dice James- que no era posible presentar abiertamente a Milly Theale como presa entre los elementos donde debía debatirse, hasta que estos elementos no hubiesen sido desplegados debidamente, con todo esmero». El ciclo electoral que acabamos de cerrar parece haberse dispuesto con intenciones opuestas, de modo que podríamos afirmar algo que sonaría insultante si no estuviera movido por un impulso sinceramente piadoso: y es que, tal vez, podremos reflexionar sobre nuestros problemas a fondo después del 13 de junio. Porque antes, en el lugar que debería haber sido el espacio privilegiado para la formación de los votantes, las opciones complejas tomaron la forma de dilemas sencillos, y el minucioso bordado de los argumentos se sustituyó por el hábito tosco de los exabruptos. Nuestra educación sentimental fue destituida a una elección entre el crimen y el castigo, la guerra y la paz, el rojo y el negro. Algo que menospreció la inteligencia de la ciudadanía, rebajando la calidad de los discursos y extirpando el rigor de los matices con la excusa de una simplificación pedagógica.

Al haber acabado una fase electoral que ha tenido uno de sus factores cruciales en la guerra de Irak, parece conveniente proponer un debate que no ha podido hacerse en año y medio. A no ser, claro está, que alguien confunda la agitación con el intercambio de opiniones, o que se atribuya diálogo a lo que no ha sido más que un aluvión de cascotes verbales, poseedores de la calidad ético-estética atribuida por los estudiantes de mayo del 68 a los adoquines de París. Este ha sido, y no otro, el marco diseñado para expresar un desacuerdo en política internacional, sobre un tema cuya gravedad no se le escapaba a nadie, pero cuya correcta manipulación parece haber huido de todos. La cómoda distinción entre pacifistas y belicistas, por ejemplo, lleva en su misma formulación una elección de campo, fuera del cual sólo hay una estancia moralmente reprobable. A esa primera distinción se sumó, dando un giro más a torcida expresividad del gesto adoptado, la que diferencia a víctimas y a verdugos. Y se acabó en una marcha entre las fachadas inválidas de los decorados cinematográficos, indicando en qué acera del país se encontraban los demócratas y en cuál transitaban los neofranquistas. Es posible que, a muchos de los que contemplaran el espectáculo, la carencia de límites de descalificación, de degradación del disidente, de deshumanización del opositor, llegara a repugnarles. Es posible que muchos de quienes estaban contra la intervención que los Estados Unidos y la Gran Bretaña realizaron en Irak, así como el compromiso tomado por el gobierno español, pudieran creer que no era ése el camino más adecuado. Pero muy pocos dedos se levantaron. Muy pocos cumplieron con el deber cívico de defender a quien piensa de otra forma. Por no hablar de lo que debería ser una función elemental de quienes disponen de una masa crítica más voluminosa: salir al paso de un adelgazamiento de la realidad que no la simplifica para su uso generalizado, sino que se limita a acuñarla con los temblorosos semblantes de las monedas falsas.

Que no todos los que se opusieron a la intervención militar del año 2003 compartían la espesura iluminadora y cegadora de ese incendio se demostró en reiteradas citas electorales. Lo elemental de esa verdad tiene una contundencia que ni siquiera ha merecido la atención de quienes prefieren un paisaje exento de matices. Pero tal vez convenga añadir algunas consideraciones, realizadas con la legitimidad de haber criticado la posición del Gobierno -si de algo sirve para quienes se pertrechan en la sala de banderas de sus prejuicios-, aunque sin caer nunca en las actitudes de quienes se presentaron como propietarios exclusivos del interés por la paz, lo cual nada tiene que ver con el pacifismo a secas. Y, desde luego, sin tolerar que nadie negocie con el sufrimiento siempre ajeno, con las víctimas que no son suyas, con el dolor que no le pertenece.

Podría entrarse al sucio trapo de arrojar a la cara de muchos políticos e intelectuales sus complicidades previas, las incoherencias que yacen en las hemerotecas. Tal vez, esos aspectos merecen recostarse donde habita el olvido. Porque interesa señalar lo que debería aguardar en el futuro. Me interesa más, por ejemplo, la manera en que se haya podido considerar que es indigno hablar de la necesidad de un orden mundial que respete los derechos de todos señalando, a continuación, que eso no puede hacerse sin una fuerza militar de disuasión. Me preocupa que sea políticamente incorrecto indicar para qué ha servido el Consejo de Seguridad en los tiempos de la política de bloques. Me horroriza que no se señale que la amenaza de la fuerza es la garantía de un derecho, en especial para pueblos sojuzgados por sus abyectos gobernantes. Me inquieta que nadie recuerde a los pacifistas si su actitud no es más propia de los indiferentes que de los implicados, y que no parezcan saber a dónde conduce una sistemática de no intervención. Me duele que parezca grosero referirse a los intereses de una cultura democrática cuya mayor deficiencia consiste en no haberla extendido a todos los habitantes del planeta, a veces con la aviesa complicidad de un confortable relativismo cultural. Me sorprende que resulte denigrante considerar si nada nos importa que la mitad de las reservas del petróleo del que dependemos estén en una zona que debería resultar interesante para la suerte de nuestra sociedad y, por consiguiente -guste más o menos ese «por consiguiente»-, para todo el mundo.

Estas son las cuestiones incómodas a plantear. Porque solamente así un episodio concreto pierde su carácter autárquico e insignificante, para adquirir la consistencia de un hecho con el sentido de su propio relato histórico. Y, además, porque las posiciones de cada uno adquieren así su verdadera dimensión, para situarse al margen de fronteras morales caprichosas. Diciendo que no se está contra cualquier intervención militar puede ponerse en cuestión la que se produjo en marzo de 2003. De otra forma, uno se encuentra en un territorio de apariencia angelical en el que, en realidad, reinan los demonios: sometiendo a sus pueblos y vulnerando sus derechos todos los días, además de amenazar la paz de quienes no son sus súbditos directos. Para algunos, esta pasividad disfrazada del pacifismo ha podido ser el resultado de la ingenuidad. Para otros, el efecto de un cálculo perverso. Para todos, de lo que se trata es de saber si nos interesa comenzar en este tema, como en tantos otros, un debate que tenga en cuenta la complejidad del objeto y la presunción de inocencia de quienes intervienen en él.

Así, daríamos vigor a las alas de una paloma de la paz que no vuela sin recursos de seguridad. En caso contrario, seguiremos en una división de emplazamientos éticos inaceptable, un espacio donde los gestos solemnes se creen palabras y donde el brillo cortante del silencio se confunde con la agudeza de las ideas.