DEMOCRACIA Y ORIENTE MEDIO (I y II)

 

  Artículo de FAWAZ A. GERGES  en “La Vanguardia” del 7 y 8--6-03

 

Las claves de una reforma política genuinamente democrática en el Oriente Medio musulmán pasan por alentar y reforzar las sociedades civiles sojuzgadas, realizar inversiones cruciales para el establecimiento de instituciones y crear las condiciones adecuadas para un desarrollo social y económico real y sostenible. Estos requisitos nada humildes no sólo precisan unos recursos económicos considerables, sino también la existencia de una voluntad política por parte de la elite gobernante existente y de las potencias occidentales, en especial de Estados Unidos.

Abandonados a sus propios recursos, los gobernantes autoritarios laicos prefieren la seguridad de un statu quo engañoso a los riesgos inherentes de experimentar con la democratización y la liberalización política. Los dirigentes locales necesitan un pequeño empujón y algo de aliento para ir abriendo de forma gradual su sistema político cerrado e integrar a las clases sociales emergentes –en especial, a los electores jóvenes– en el espacio sociopolítico. Resulta engañoso argumentar que las reformas sólo pueden ser inducidas desde el interior o desde el exterior. No se trata de una cuestión disyuntiva, sino que es más bien una convergencia de condiciones interiores y exteriores lo que puede dar lugar a un entorno propicio para la transformación política democrática. Esta coincidencia y convergencia de intereses de agentes locales y exteriores es lo que promete acelerar el proceso de cambio.

Vivimos hoy un momento histórico, una oportunidad y un nuevo ímpetu que podría traducirse en la difusión de una política reformista concreta. Los gobernantes locales –lastrados por el peso de la creciente crisis de legitimidad, unas economías disfuncionales y una población joven descontenta– se ven obligados a reconsiderar su oposición a la liberalización política, siempre y cuando se preserven sus intereses esenciales: mantenerse en el poder. La invasión estadounidense de Iraq ha agrandado también el abismo entre gobernantes y gobernados. Los dirigentes árabes se han visto atrapados entre la espada (la abrumadora presión de sus aliados estadounidenses para que apoyasen la campaña militar contra Iraq, cosa que hicieron de forma tácita) y la pared (una abrumante oposición a la guerra por parte de la opinión pública).

Al cabo, los gobernantes árabes han considerado que la relación económica y estratégica con Washington era más importante que el aplacamiento de los sentimientos públicos. Y han ofrecido a las fuerzas estadounidenses el apoyo logístico necesario para dirigir y llevar a cabo las operaciones militares contra el régimen iraquí, pese a que existía una considerable oposición a la guerra por parte de la opinión pública. En este contexto, al margen de su conclusión, la guerra ha debilitado más aún la legitimidad del orden árabe prooccidental. A los ojos de la población, los regímenes árabes no sólo han dejado de prestar ayuda a un Estado árabe/musulmán hermano atacado por potencias exteriores, sino que además han demostrado estar supeditados a Washington.

Por ello, la guerra de Iraq ha intensificado la presión ejercida sobre los gobernantes locales para que se ocupen de algunos de los motivos de queja de la opinión pública; en especial, de la necesidad de abrir el sistema político y dar voz al pueblo en el proceso de toma de decisiones sobre asuntos que afectan a su vida. La situación económica, que no deja de deteriorarse, supone un incremento adicional de la presión sobre las clases dirigentes para que creen vías de salida por las que el pueblo pueda expresar su frustración y su descontento. No es de extrañar que en la imaginación política árabe resuenen llamadas a las reformas y a la democratización. Cada vez se oyen más voces que exigen un nuevo contrato sociopolítico basado en el respeto por los derechos humanos, la transparencia del imperio de la ley y la reforma de la estructura política autoritaria. Los afianzados gobernantes locales se encuentran bajo formas cada vez más diversas de presión –por parte de la población descontenta y por parte de Estados Unidos– para que se lleven a cabo reformas políticas y económicas y se confiera más poder a las sociedades civiles. Si bien es muy probable que la elite gobernante intente retrasarlo todo lo posible y evite aceptar que ha llegado el momento de la verdad, su capacidad para capear la tormenta ha disminuido de forma considerable. Pueden escapar de la tormenta adaptándose al espíritu de los tiempos o bien verse sobrepasados y arrastrados.

De forma similar, la oposición dominante también está ahora más dispuesta a aceptar una transición política gradual. Ha aprendido a su pesar que el actual Estado de seguridad es muy resistente, que es imposible hacerlo desaparecer por la fuerza. Desde la década de 1970, el sistema de Estados de Oriente Medio no ha experimentado ningún cambio radical, a excepción de la revolución social de Irán. El orden político del mundo árabe ha capeado la mayor parte de las tormentas y ha sobrevivido intacto. A pesar de varias guerras devastadoras y otros conflictos de menor intensidad, el Estado de seguridad del mundo árabe ha logrado sofocar la oposición interna y asestar importantes golpes a los rebeldes nacionales, si bien a un precio considerable para el Estado y la sociedad. Los gobiernos de Egipto y de Argelia reprimieron alzamientos islamistas durante las décadas de 1980 y 1990. No se materializó ningún golpe militar y ningún grupo opositor logró hacerse con el poder.

Los islamistas, en concreto los radicales, que son los grupos políticos más organizados, dominantes y audaces de las sociedades de Oriente Medio, han descubierto tardíamente que no eran rival para el aparato coercitivo de los regímenes existentes. Han sido aplastados y derrotados de una forma horrible. Muchos de esos islamistas vuelven a examinar ahora sus anteriores tácticas equivocadas y llegan a la conclusión de que su única esperanza es entrar en el campo de la política y jugar según las reglas del juego político. Ya han agotado la mayor parte de su capital militar y les queda poco poder de negociación. Los islamistas, junto con otros grupos de la oposición, están preparados y dispuestos a negociar una forma para salir del punto muerto en el que se encuentran. Están dispuestos a aceptar mucho menos de lo que habían deseado, y ya no esperan ni tienen como meta derrocar el orden político existente por la fuerza.

La cuestión gira ahora en torno a la buena disposición de la elite gobernante a abrir el espacio político y permitir que las fuerzas sociales emergentes, que están deseosas de jugar según sus reglas, se incorporen a ellos y se integren, en lugar de mantenerlas excluidas. El peso de las pruebas indica que tanto los gobernantes como la oposición se encuentran en una coyuntura crítica y parecen estar dispuestos a romper con el pasado y dar un paso hacia delante en dirección a una transición política.

FAWAZ A. GERGES, titular de la cátedra Christian A. Johnson de Oriente Medio y Asuntos Internacionales en el Sarah Lawrence College de Nueva York
Traducción: Laura Manero Jiménez

 

 

 

DEMOCRACIA Y ORIENTE MEDIO (Y II)

FAWAZ A. GERGES  en “La Vanguardia” del 8-6-03

No sólo las condiciones internas parecen estar lo bastante maduras para que se produzcan reformas reales, sino que las opiniones de los agentes externos dan la impresión de haber sufrido un cambio radical en cuanto al apremio y la necesidad de una transformación democrática en el Oriente Medio musulmán. En concreto, el “establishment” de la política exterior estadounidense ha llegado a convencerse de los riesgos del autoritarismo y la autocracia en el Oriente Medio musulmán, así como de la necesidad de trazar nuevas formas y nuevas rutas para alcanzar el puerto seguro del liberalismo. El 11-S desempeñó un papel decisivo para convencer al “establishment” de la política exterior estadounidense de que el viejo orden y el statu quo de Oriente Medio, aliados proestadounidenses incluidos, no garantizan la armonía y la paz, y de que ni la liberalización, ni los derechos humanos, ni el imperio de la ley deben ser sacrificados en aras de la estabilidad.

El 11-S llevó al seno de Estados Unidos la tarea urgente de reformar el sistema de estados de Oriente Medio para hacerlo más compatible con las aspiraciones y las esperanzas de sus pueblos, así como responsable de ellas. Los encargados de las políticas estadounidenses han cerrado los ojos y han hecho oídos sordos durante demasiado tiempo a las violaciones de los derechos humanos cometidas por sus aliados de la zona y, de resultas de ello, a ojos musulmanes han pasado a estar estrechamente vinculados con el injusto orden político autocrático local. Con razón o no, EE.UU. se ha percibido el preservador de esa estructura opresiva. El sentimiento antiestadounidense se ha convertido en un ingrediente básico de las políticas árabes y musulmanas, y la política exterior de Estados Unidos, en chivo expiatorio de la mayoría de los males y desgracias que han aquejado a esa parte del mundo desde mediados de los años cincuenta. El 11-S no puede comprenderse si no es en este contexto de polarización y adoctrinamiento ideológico. El apoyo a Bin Laden se nutre de la rabia, el distanciamiento y la búsqueda de chivos expiatorios. El apoyo a Bin Laden también creció en un entorno fértil de militancia y autocracia.

Los responsables de las políticas estadounidenses parecen reconocer ahora la íntima relación entre extremismo y totalitarismo. La estabilidad y el orden, por importantes y valiosos que sean, no deben anteponerse a los derechos humanos, la transparencia del imperio de la ley y la responsabilidad política. Las sociedades abiertas son la mejor garantía de armonía y paz internas. Tras el 11-S ha tenido lugar un replanteamiento a fondo del papel de EE.UU.en Oriente Medio y los resultados, hasta el momento, indican que Washington es mucho más receptivo y está mucho más dispuesto que antes a promover la liberalización política y la transición democrática.

Por todas estas razones, en la actualidad, el Oriente Medio musulmán se encuentra en una encrucijada. Los protagonistas locales, junto con sus aliados exteriores (y, en especial, Estados Unidos), son conscientes de la necesidad de instituir y llevar a la práctica reformas reales que transformen de manera drástica el punto muerto político y económico en el que se encuentran. Es esta convergencia de actitudes y percepciones por parte de los actores internos y externos lo que parece ser tan prometedor para la transición democrática. Pese a que no debemos dejarnos llevar por pensamientos ilusorios, las condiciones y las circunstancias locales e internas sugieren que existe una pequeña oportunidad para la transformación política en el Oriente Medio musulmán.

La pregunta clave es la siguiente: ¿se aprovechará esa pequeña oportunidad de transformar la estructura política autoritaria de Oriente Medio, o pasará a engrosar las listas de las demás oportunidades perdidas?

Es necesario poner de relieve varias cuestiones sobre las probabilidades de una transición democrática.

En primer lugar, ni EE.UU. ni ninguna potencia exterior puede exportar un modelo democrático bien adaptado al Oriente Medio musulmán. La democracia no se puede ofrecer a los árabes/musulmanes en bandeja de plata, como tampoco les puede ser impuesta. No es posible alcanzarla sin demócratas. Parece existir una falsa idea generalizada sobre el papel estadounidense entre árabes y musulmanes, así como sobre las condiciones que requiere la democratización. Por un lado, los liberales árabes creen que EE.UU. posee una varita mágica que, con voluntad política, puede abrir sin más los ojos musulmanes al paraíso democrático. Por otro lado, los islamistas y los izquierdistas suscriben más o menos una teoría conspiratoria según la cual Washington es el principal responsable de la ausencia de democracia en el mundo árabe. Una y otra vez se nos dice que la democracia no favorece los intereses de Estados Unidos, que están mejor servidos por dictadores acomodaticios. Ambas posturas sugieren de forma indirecta que árabes y musulmanes no son culpables de la funesta situación económica y política en la que viven. ¡Es Estados Unidos, tonto!

La experiencia histórica nos dice que las fuerzas liberales luchan por ampliar el espacio político y obtener, así, un lugar entre la comunidad de demócratas. Por desgracia, esos demócratas genuinos que defienden sin descanso las libertades personales y las de todos los miembros de la sociedad, no sólo las suyas, escasean en tierras árabes. En su perjuicio predominan las políticas de exclusión, de intolerancia y de extremismo. Esta realidad no conlleva que la democracia no sea viable ni alcanzable; más bien que se necesita con premura una gran cantidad de trabajo arduo: inversiones fundamentales en el establecimiento de instituciones y una sociedad civil.

En última instancia, son los árabes/musulmanes los únicos que pueden transformar sus países. La democracia no puede imponerse ni trasplantarse en un entorno hostil. Tampoco puede implantarse a base de “conmociones” cuando se carece de un entorno fértil y acogedor, de los materiales necesarios para alentar una sociedad abierta. El derrocamiento del régimen de Saddam, por ejemplo, no se traduce de forma automática en la difusión concreta de la democracia. Por el contrario, existe un alto riesgo de que no sólo no se materialice la democracia, sino que además Iraq se pueda fracturar y caiga en luchas civiles.

Las “conmociones” pueden dar resultados en una u otra dirección, según su clase y su forma, y según el carácter de las fuerzas sociales y políticas del lugar. ¿Tenemos la seguridad de que las fuerzas sociales que dominan la política iraquí son de un talante más liberal y democrático que las que gobernaban con anterioridad? ¿Tenemos la certeza de que esas fuerzas no instituirán otra forma reaccionaria de gobierno? A pesar de que los riesgos son muy elevados, el resultado de las luchas políticas en Iraq depende de cómo se resuelva el equilibrio interno de poder, y de si los iraquíes reciben ayuda para reconstruir sus vidas y crear instituciones representativas.

Un proceso de reformas más gradual, de pequeños pasos y manteniendo el equilibrio, es mucho más prometedor y menos arriesgado que cualquier ataque del exterior sobre el sistema. Un proceso gradual no sólo evita los riesgos de efectos secundarios y posibles reveses, sino que además tiene más probabilidades de éxito y perdurabilidad que cualquier táctica de ataque del exterior.

Por otro lado, una “conmoción” contra el sistema de Oriente Medio –para resolver el candente conflicto árabe-israelí– cuenta con probabilidades de reforzar las voces liberales y debilitar las autocráticas al poner de manifiesto su fracaso. El prolongado conflicto árabe-israelí ha proporcionado munición a los elementos autoritarios y radicales, y ha desempeñado también un papel decisivo en la aparición de los hombres a caballo en Oriente Medio y en la institucionalización del militarismo. La consolidación del Estado de seguridad en la región debe mucho a las hostilidades entre árabes e israelíes. Resolver este conflicto candente hará que se deje de pensar en el militarismo y se empiece a considerar un desarrollo político y social; además, hará desaparecer la razón de ser del Estado de seguridad.

A continuación, si bien las fuerzas sociopolíticas de la zona son las únicas que pueden transformar la arraigada estructura autoritaria del Oriente Medio musulmán, la comunidad internacional (y, en especial, EE.UU.) puede darles apoyo para avanzar y proporcionarles los recursos necesarios para el inicio del proceso de la transición democrática. A pesar de la existencia de condiciones locales favorables, no es probable que, por sí solo, el sistema de estados de Oriente Medio dé voz a las sociedades civiles y comparta el poder. La experiencia histórica nos muestra que los dirigentes autocráticos hacen todo lo posible por retrasar y posponer lo inevitable: la apertura de su sistema político cerrado y la democratización de Estado y sociedad. Como la mayoría de autócratas del mundo, están celosos de su monopolio del poder y sospechan de la oposición. Es necesaria una dirección política visionaria para conceptuar un nuevo orden diferente, más armonioso, basado no en la coacción sino en la colaboración y la persuasión. Este tipo de liderazgo ha escaseado en el Oriente Medio árabe, una deficiencia que ha puesto trabas al desarrollo político.

Más que cualquier otra fuerza exterior, Estados Unidos –debido a su peso internacional y su considerable influencia en Oriente Medio– puede actuar como facilitador de la transición política demostrando con hechos, no sólo con palabras, su compromiso con un desarrollo sostenible y con las resoluciones pacíficas de conflictos regionales. Como ya ha sido sugerido, hay señales que indican que el “establishment” de la política exterior de EE.UU. está replanteándose seriamente su postura sobre la liberalización y la democratización del Oriente Medio musulmán.

Con todo, la gran pregunta es la siguiente: ¿aprovechará el “establishment” de la política exterior estadounidense esta pequeña oportunidad para ayudar a árabes y musulmanes a transformar sus propias sociedades, o regresará a viejos hábitos y viejas formas de pensamiento?

F. A. GERGES, titular de la cátedra Christian A. Johnson de Oriente Medio y Asuntos Internacionales en el Sarah Lawrence College de Nueva York
Traducción: Laura Manero Jiménez