EL CONSEJO DE SEGURIDAD: RENOVACIÓN O MARGINACIÓN

 

 

  Artículo de RAMÓN GIL-CASARES SATRÚSTEGUI  en  “El País” del 02.10.2003

La ONU ha encarnado durante décadas el ideal del espíritu de diálogo y entendimiento entre las naciones, de la solución pacífica de las diferencias, de la paz entre los pueblos y de la primacía del derecho internacional.

Como toda creación humana, la ONU es hija de su tiempo y acusa la erosión producida por su transcurso. Acabada la guerra fría, que ató de manos al Consejo de Seguridad, nos enfrentamos hoy a la realidad de sus defectos, unos estructurales y otros sobrevenidos.

Hay que tener la honradez y la valentía política necesaria para decirlo sin tapujos. Sobre todo cuando de lo que se trata es de poner remedio antes de que sea demasiado tarde.

Ha llegado el momento de actuar si queremos dar una respuesta eficaz a los nuevos: la aparición a escala global del terrorismo, el peligro real de la proliferación de armas de destrucción masiva, la desintegración de los Estados fallidos, la necesidad de la injerencia humanitaria en caso de graves y masivas violaciones de los derechos humanos...

El debate sobre la reforma de la ONU se centra en el Consejo de Seguridad: su composición -para algunos implica ampliación- y el ejercicio del derecho de veto son los aspectos más destacados.

Los síntomas de ineficacia son claros: países que no se ponen de acuerdo en temas fundamentales que afectan a la seguridad y la estabilidad del mundo, naciones que amenazan o utilizan el veto cuando sus intereses estrictamente nacionales no se ven respaldados, resoluciones que pierden la fuerza y la razón última que las anima porque son sacrificadas en el altar de una reconciliación de posturas tan alejadas unas de otras que, al final, las priva de credibilidad.

¿Renovarse o morir? Me temo que, aunque planteado en términos muy dramáticos, la cuestión no escapa del todo a estos parámetros.

¿Qué propone España? Realismo y democratización sí, pero sobre todo eficacia.

La reforma debe ser realista y orientarse a facilitar la toma de decisiones. Al mismo tiempo este pragmatismo tiene que ser compatible con la defensa eficaz de unos principios que tienen proyección universal.

La dificultad para tomar decisiones en el Consejo (lo vimos el 16 de septiembre al vetarse una resolución contraria a la deportación de Arafat) produce un peligroso desgaste provocado por el abuso de la amenaza o la utilización del derecho de veto que afecta a su eficacia y, lo que es más grave, a su propia credibilidad.

Las divergencias en el Consejo de Seguridad en la cuestión de Irak son buena muestra de ello. No es nuevo, por desgracia. En Kosovo y Afganistán, fueron coaliciones ad hoc las que pusieron fin a una exterminación masiva en un caso, y a la "vampirización" de un Estado por un grupo terrorista, en el otro (en Afganistán, era evidente la legítima defensa consagrada en el artículo 51 de la Carta).

Uno de los términos más oídos es la ampliación del Consejo. Ampliación no es sinónimo de eficacia. España no se opone por principio a la ampliación de los miembros del Consejo de Seguridad, pero anteponemos la facilitación de la toma de decisiones.

En cambio, sí nos parece antidemocrático y profundamente ineficaz el incremento de los miembros permanentes, con o sin derecho de veto. Los países que pretenden acceder a un puesto permanente, y los que los apoyan, no buscan realmente que el Consejo funcione, sino simplemente garantizarse una mayor esfera de poder nacional. Ése no es el camino.

Nuestra experiencia como miembros de la Unión Europea nos hace tener una prevención especial hacia los directorios por su inclinación inmovilista.

Una hipotética ampliación debería incrementar únicamente el número de miembros no permanentes, procedentes de todos los grupos regionales. Los países que aspiren a acceder al Consejo de Seguridad deben someterse al escrutinio de los otros Estados para que decidan quién merece estar en el Consejo. Y, sobre todo, para asegurarse que los nuevos miembros están comprometidos con la defensa del acervo de Naciones Unidas. No podemos permitirnos "caballos de Troya".

La eficacia también está reñida con la cuestión de la reforma del derecho de veto. Éste es el asunto más difícil. La dificultad no puede hacernos titubear sobre el objetivo a conseguir: su utilización debe ser reformulada en sentido restrictivo. Quizá no sea posible eliminarlo, pero debemos perseguir la máxima limitación de su uso.

Una posibilidad es reducir su utilización al Capítulo VII de la Carta, esto es, en caso de amenaza a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión. Otra vía limitadora es la exigencia de un doble veto o veto compuesto. Es decir, que para que hubiese veto efectivo fuese preciso el voto en contra de, al menos, dos miembros permanentes.

Estamos ante una encrucijada de la Historia. En poco tiempo se ha evaporado el orden internacional que hemos conocido durante décadas. Barreras que separaban a naciones enteras se han desvanecido. Ideologías que parecían inmutables son sólo un recuerdo. La paz y la seguridad son hoy indisolubles.

Hoy, más que nunca, es el momento de los principios y los valores. Aquellos que están en la base de la dignidad del hombre. Estos principios no pueden ser otros que el respeto de las libertades fundamentales, el imperio de la ley, la universalidad de los derechos humanos, el derecho a buscar mayores cotas de progreso y bienestar. Son los únicos que pueden asegurar la paz y la estabilidad internacional.

No vacilemos al invocarlos. No dudemos a la hora de que sean los que inspiren nuestras decisiones. Digamos alto y claro, sin complejos, que son éstos, y no otros, los únicos capaces de seguir impulsando la gran aventura humana.