LA CONVENCIÓN SOBRE EL FUTURO DE EUROPA, EN SU ECUADOR

Artículo de VALÉRY GISCARD D'ESTAING en "El País" del 14-1-03

Los resultados de la primera mitad de la Convención han ido más allá de lo esperado, según el autor, y han llevado a los Gobiernos a seguir de cerca sus actividades

Valéry Giscard d'Estaing es ex presidente de Francia y actual presidente de la Convención Europea.


La Convención sobre el Futuro de Europa se encuentra hoy en su ecuador, quizá algo más avanzada. Al igual que el pasado julio, me gustaría hacer balance de nuestras actividades para todos aquellos y aquellas -europeas y europeos- que quieran seguir nuestros avances. Esto no es un documento de trabajo destinado a los participantes en la Convención, sino más bien una reflexión abierta sobre lo que hemos hecho y sobre lo que nos queda por conseguir.

Los resultados de la primera mitad de la Convención han ido más allá de lo que nos esperábamos, lo que habla en favor de la eficacia del método. Resultados que, en cierta forma, han reafirmado la imagen de la Convención y han llevado a los gobiernos a seguir más de cerca sus actividades, haciéndose representar por nuevos pesos pesados.

¿Cuáles son los resultados en cuestión?

De entrada, la propuesta de que exista un control político de la subsidiaridad, es decir, garantizar que la Unión Europea no intervendrá (debería decir "no intervendrá más"), excepto en lo estrictamente necesario para ejercer sus competencias, en sustitución de los Estados miembros y sus colectivos locales, que sí estarán cualificados para llevar a cabo esas acciones. Ya no escucharemos más la queja de "¿Por qué Europa se mete en todo?", ya que bastará con el control ejercido por los parlamentos nacionales. Confío en ellos en este sentido.

Segundo resultado: la simplificación de los tratados. En lugar de cuatro tratados casi ilegibles y complicados con numerosos protocolos, un único tratado constitucional -la Constitución europea- con apenas unos pocos protocolos adjuntos.

Esta simplificación se extenderá a la forma de tomar y aplicar las decisiones por parte de la UE. Actualmente existen diez categorías de instrumentos de gobierno diferentes, que se verán reducidas a cinco, en correspondencia con las nociones con las que esté familiarizada la opinión pública: las leyes europeas, aplicables en toda la Unión; las leyes-marco europeas, que han de ser transcritas en las legislaciones nacionales; los textos de aplicación; simples opiniones, y por último, las decisiones individuales, ya que la Unión es responsable de aplicar directamente sus poderes, por ejemplo, en materia de competencia. Así podremos saber por fin quién hace qué en Europa.

En lo que respecta al grave problema de la lucha contra el crimen internacional y los tráficos organizados, la Convención propondrá la inclusión en la Constitución de una definición de los delitos graves y transfronterizos, lo que permitirá elaborar una legislación penal comunitaria aplicable a este tipo de actividades ilegales. Será más eficaz que las legislaciones nacionales existentes, en las que las redes criminales utilizan hábilmente las divergencias o las lagunas.

Y por último, la Convención propondrá darle más fuerza constitucional a la Carta de Derechos Fundamentales, de la que podamos beneficiarnos todas las ciudadanas y todos los ciudadanos de Europa.

El cuadro aún no está completo. Quedan temas en los que la Convención debe avanzar todavía, como el del gobierno económico y social de Europa. Pero hay unanimidad sobre un punto: la competencia monetaria es una competencia de la Unión, y las competencias económicas pertenecen a los Estados miembros. Aún queda considerar los mecanismos de coordinación y vigilancia indispensables para garantizar un alto grado de coherencia entre el ejercicio por parte de la Unión de sus competencias monetarias y las de las políticas económicas de los Estados miembros.

Estos significativos resultados se explican por el método escogido por la Convención: el de la búsqueda del consenso, es decir, de la aprobación de la gran mayoría, sin dejarse bloquear por la regla de la unanimidad. En la mayor parte de los puntos que he mencionado, hemos contado con el acuerdo de la gran mayoría, pero si nos hubiéramos regido por la norma regla de la unanimidad no habríamos acabado nunca. Este punto es muy importante porque los trabajos de la Convención tendrán su prolongación en la Conferencia Intergubernamental, encargada de aprobar la Constitución. O bien puede que ésta retome la idea de la unanimidad. Depende de la importancia que se otorgue a que avancemos lo más lejos posible en la elaboración de soluciones conseguidas.

Al parecer, los resultados obtenidos por la Convención han mejorado su imagen. La atención amable, pero distante, que le procuraban ciertos gobiernos ha sido sustituida por un interés más profundo. Un interés que se manifiesta en un momento en el que las circunstancias electorales nacionales han dado lugar a un cambio de representantes gubernamentales.

La Convención ha acogido a un número creciente de ministros de Asuntos Exteriores o de personajes relevantes de la vida política nacional. Asimismo, los participantes (individuos, partidos políticos, representantes de Estado) han presentado sus contribuciones ante la Convención. La Comisión Europea ha otorgado gran importancia a su informe, que será presentado por Romano Prodi en persona en la Convención.

Esta evolución no debe dar lugar a una interpretación errónea, como la de que la Convención pretende ser una conferencia intergubernamental disfrazada, en la que los gobiernos negociarían fuera de la Convención. La Convención es un recinto democrático. Es en ella donde se desarrolla el debate, y se desarrollará con toda transparencia. Son los participantes los que deberán buscar, con mucha moderación, humildad ante la historia e independencia con respecto a las ideas recibidas y a las presiones institucionales, la búsqueda del consenso sobre la mejor Constitución posible para Europa.

Por tanto, nuestra obligación para la nueva y última etapa de la Convención es: redactar los artículos de la Constitución y proponer las adaptaciones del sistema institucional exigidas por la ampliación, necesarias para conseguir los nuevos objetivos de Europa, y para aumentar la eficacia del sistema y su legitimidad democrática. Sin estas adaptaciones, la Unión se arriesga a perder la confianza de los ciudadanos, a atascarse, a verse diluida.

La tarea de redactar los artículos es apasionante, y si se me permite la palabra, es incluso maravillosa. La he llevado a cabo durante las vacaciones de fin de año, con la intención de elaborar los artículos sobre las competencias, del artículo 7 al 13. Los prejuicios desaparecen en favor de la necesidad de la precisión y la concisión verbal. Adiós a los adverbios que diluyen la fuerza del texto creyendo reforzarla, y a las retorcidas perífrasis que pretenden decir una cosa y lo contrario al mismo tiempo.

El estilo de la Constitución no puede ser el de un acta notarial, o incluso el de un tratado internacional, en el que se aspira a protegerse de todas las malas interpretaciones y de todas las artimañas imaginables. Ha de ser un texto riguroso, interesante, creativo, en el que aparezcan a la vez la voluntad de responder a las exigentes expectativas y el deseo de implantar una arquitectura que resista al tiempo, que proteja a los débiles y facilite los avances imparables del progreso. El lirismo de una Constitución es en cierto modo la caligrafía de la historia. Y nosotros tenemos que practicar.

La presidencia presentará los primeros artículos del proyecto a la Convención a finales de enero. La Convención los debatirá en profundidad, si es preciso recorriendo los denominados círculos de discusión, antes de que la presidencia establezca la propuesta final.

Comenzaremos por los artículos sobre los principios y valores de la Unión (que son nociones esenciales para establecer los fundamentos de la identidad europea), y después por el artículo de constitucionalización de la Carta de Derechos Fundamentales. Seguiremos con los artículos sobre las competencias de la Unión y su ejercicio. Y así llegaremos a la segunda mitad del proyecto, que describirá las políticas de la Unión.

Al mismo tiempo que se lleva a cabo esta labor de redacción, abordaremos la reflexión sobre las instituciones de la Unión. Y digo "abordar la reflexión" porque no habría nada peor que precipitarnos directamente a las conclusiones sin haber llevado a cabo una investigación en profundidad sobre las dos cuestiones que dominan este tema: ¿cuáles son las modificaciones de las instituciones que impone el efecto de la cantidad de miembros, es decir, el paso de 6 a 25 Estados miembros en la Unión Europea? ¿Es o no necesario retomar la arquitectura inicial escogida por los fundadores, que reposa sobre tres instituciones distintas, el Parlamento, el Consejo y la Comisión, para hacer frente a las nuevas tareas que la Unión Europea quiere acometer?

Sería prematuro por mi parte aventurar las respuestas, por lo que me contentaré con dar algunas aclaraciones sobre las condiciones previas de este debate.

En primer lugar, sobre el efecto de la cantidad de miembros. Esto afecta a las tres instituciones: el Consejo Europeo, que pasará de los 19 miembros de 1975 a los 32 actuales, y a los 52 tras la ampliación en curso (los presidentes o jefes de estado de cada Estado y sus ministros de Asuntos Exteriores, a los cuales se añaden dos miembros de la Comisión); el Parlamento Europeo, que superará el tope que se fijó a sí mismo de 700 miembros, convirtiéndose así en la mayor asamblea del mundo occidental, y la Comisión, formada en un principio por 9 miembros, que actualmente cuenta con 20, de los cuales 10 los designan los cinco Estados de mayor población, y los otros 10, los países menos poblados. Llegará a tener 25 comisarios, 6 designados por los países más poblados y 19 por los menos poblados. El paso a 25 se deberá a la designación por parte de los nuevos Estados miembros de otros 10 comisarios, parcialmente compensada por la supresión del segundo comisario designado por los países de mayor población (Alemania, Francia, España, Reino Unido e Italia). Será la primera vez desde la firma del Tratado de Roma en que el número de comisarios designados por los países más poblados de la Unión, que representan el 78% de la población total, no llegue a la mitad, representando sólo a un 24% del total.

Para cada una de estas instituciones se plantea el problema de saber si estará en condiciones de deliberar útilmente, llegando a conclusiones precisas y rápidas (¿estará el Consejo Europeo, por ejemplo, en condiciones de hacerlo?); si su representatividad democrática, que reposa sobre el principio de un hombre, un voto será reconocida de forma duradera, y finalmente, cómo cada una de ellas adoptará sus decisiones y según qué reglas de voto.

La rotación semestral de la presidencia del Consejo, cuando la Unión pase a ser de 25 miembros y el retorno de la presidencia no se efectúe más que cada 12 años y medio, debilitará el funcionamiento de las instituciones introduciendo prioridades semestrales e impidiendo al mismo tiempo la continuidad y el seguimiento de las decisiones. No podrá mantenerse.

No parece que se haya profundizado demasiado en el análisis de los problemas planteados por el efecto de la cantidad de miembros. La Comisión no los evoca en su contribución. La única institución que ha elaborado proposiciones es el Parlamento Europeo. Durante el Consejo europeo de Niza, el Parlamento Europeo había adoptado una resolución que abría pistas interesantes. La Convención podrá retomar esta reflexión según su parecer.

La otra interrogación se refiere a la arquitectura institucional de la UE. ¿Es necesario conservarla, mejorarla o modificarla? Es un debate que apasiona a los iniciados y galvaniza el medio político bruselense, pero que interesa poco a la opinión pública, que encuentra difícil reconocerse en las complicaciones del sistema. Lo resumo a grandes rasgos. La UE está gobernada por tres instituciones: el Parlamento Europeo, elegido por sufragio universal; el Consejo, que expresa la participación de los Estados miembros en la acción de la UE, y la Comisión Europea, órgano independiente y apolítico, que define y propone el bien común europeo. Su papel puede resumirse así: la Comisión propone las medidas de interés común europeo, el Parlamento delibera y legisla y el Consejo decide. Añadamos que la Comisión administra determinadas acciones que le son confiadas por el Consejo.

Una observación fundamental es que este sistema ha resistido bien la prueba del tiempo. ¡Se ha mantenido en pie durante casi 50 años! Aunque ha envejecido un poco, como todas las instituciones humanas, ha superado las crisis, y su legitimidad no ha sido puesta en duda, ni siquiera por los adversarios del sistema, que han acosado regularmente a estas instituciones. En un mundo inestable y peligroso, esta solidez y esta legitimidad son bienes que hace falta preservar.

Si se quiere aclarar el debate sobre las instituciones, es necesario recapitular e interrogarse sobre la finalidad misma del proyecto. Nos encontraremos entonces con cuatro preguntas: ¿tiene la Unión Europea vocación de convertirse en un conjunto unificado, con un sistema de poder único, como sueñan algunos y temen otros? Es la primera pregunta que planteé a la Convención, y la respuesta ha sido casi unánimemente negativa.

¿Hace falta modificar el reparto de poderes entre las instituciones, en dirección de lo que se denomina el sistema comunitario (Comisión y Parlamento), o bien mejorar la cooperación entre las tres instituciones existentes?

Cuando hablamos de igualdad en la UE, ¿pensamos en primer lugar en la igualdad entre los Estados o en la igualdad entre los ciudadanos?

Y, finalmente, ¿existe en los dirigentes la voluntad política de ir más lejos y de dotar a la UE de una personalidad internacional única y, algún día, de una diplomacia común?

La Unión Europea es al mismo tiempo una unión de pueblos y una unión de Estados. ¡Es la clave de su originalidad y de su ambigüedad! Si se siente como una unión de Estados, los derechos de los Estados deben ser iguales. Si se percibe como una unión de pueblos, son los derechos de los ciudadanos los que deben ser iguales: derechos a una representación igual y a un acceso equivalente a las diferentes funciones de la Unión. La ventaja del sistema actual es que ofrece una respuesta satisfactoria a esta doble exigencia, a condición de ser corregida por el efecto del número de miembros: igualdad de los ciudadanos frente a las competencias de la Unión -y por tanto, frente al dispositivo comunitario-; igualdad de los Estados cuando se trata de sus competencias propias y de su contribución a la vida de la Unión, tal como se ejerce en el Consejo.

Al intentar modificar este equilibrio y concentrar el poder en una sola de las instituciones de la Unión, nos arriesgaríamos a tener un conflicto referente a la legalidad y la legitimidad, que pondría en peligro la unidad de la Unión. Si la concentración del poder se efectuara en torno al Consejo, ya no se tomaría más en cuenta el interés común europeo, y la igualdad de los ciudadanos se sacrificaría a la igualdad de los Estados. Si esta misma concentración del poder se efectuase en la dirección de las instituciones estrictamente comunitarias -excluido el Consejo- son los intereses propios de los Estados los que no podrían ya expresarse, y contrariamente a lo que imaginan hoy ciertos responsables a partir de una lectura a corto plazo del funcionamiento de las instituciones, la igualdad de los Estados, pequeños o grandes, acabaría por borrarse ante la representación igual de los ciudadanos.

El respeto de la doble legitimidad parece ser la referencia más segura cuando se interroga sobre la solidez futura del sistema. Pero es necesario completarla por medio de un dispositivo mejorado de cooperación entre las tres instituciones. El monolitismo del poder, a pesar de su mérito de simplificación aparente, no parece apenas adaptado al gobierno del tercer grupo de población del planeta (después de China e India) y el más diversificado. Un reparto juicioso de los poderes, vertical gracias a la subsidiariedad y horizontal bajo la forma de una cooperación intensa y organizada entre las tres instituciones de la Unión, proporcionaría un marco más sólido, más original y ciertamente mejor adaptado a las tareas futuras de la Unión.

Ya en julio pasado, había constatado la ausencia de un verdadero debate entre los niveles políticos europeos y nacionales. He aquí por qué disponemos hoy de una Convención en la cual las instituciones están representadas, así como los responsables políticos de los países miembros.

Sigo pensando que la necesidad de un foro como éste subsistirá tras el fin de la Convención. Hace falta mantener un lugar donde se encuentren periódicamente los principales dirigentes de la vida política nacional y europea.

A menudo es en la esfera de la política exterior o, para ser más precisos, de la diplomacia, donde algunos se plantean una redistribución de los poderes, y un desplazamiento del derecho de iniciativa.

Detengámonos en este ejemplo. El debate se ha planteado como si se tratara de determinar quién decidirá sobre la dirección de la política exterior común de la UE. Sin embargo, la realidad es otra: la política exterior común de la UE no existe aún. Ciertamente, hay "acciones comunes de política exterior", que con frecuencia tienen éxito, como actualmente en los Balcanes. Pero de diplomacia común en la escena internacional, todavía nada. ¿Es necesario un ejemplo?

Desde el 1 de enero, de entre los 15 miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, cuatro pertenecen a la Unión Europea (Francia, Reino Unido, Alemania y España), y un quinto es un país candidato, Bulgaria. Así, en un momento en el que el Consejo de Seguridad va a tener que pronunciarse sobre las justificaciones de una intervención militar en Irak, un tercio de estos miembros provienen de la UE. Si existiera una diplomacia común, su papel sería determinante, y la opinión internacional se interrogaría sobre la actitud de Europa, que tendría la clave de la situación.

Este déficit de la política exterior común no tiene que ver con las personas ni con las instituciones. Los dos hombres en situación de responsabilidad, Javier Solana en el Consejo y Chris Patten en la Comisión, son perfectamente competentes y sería difícil encontrar otros mejores.

Ahora bien, ¿cuál es hoy su papel y su capacidad de influencia sobre la actitud de los Estados de la Unión frente a la crisis iraquí?

En cuanto a las instituciones, el Tratado de Maastricht ya preveía en 1992 que "la Unión Europea se impusiese como objetivo afirmar su identidad en la escena internacional, especialmente por medio de la puesta en práctica de una política exterior y de seguridad común". Si la carencia no se refiere ni a los hombres ni a las instituciones, ¿de dónde puede provenir? Se explica por la ausencia de determinación política de querer hacer entrar progresivamente la competencia diplomática de los Estados en el campo de su acción común, y de reducir la parte de las iniciativas nacionales, que hoy sigue siendo preponderante. ¿Es posible imaginar que se les lleve a la misma por coacción, sometiéndolos a un poder externo? Eso sería dar muestra de una singular ingenuidad, y el resultado obtenido sería paradójico, ya que incitaría a cada uno de los Estados a exhibir todavía más claramente su posición nacional. Sólo se puede esperar avanzar poniendo en marcha, en el interior mismo del dispositivo, un mecanismo que incite a los actores a desarrollar análisis y posiciones comunes, y que actúe, de alguna manera, como "catalizador" de la política exterior común. La promoción del Alto Representante al rango de ministro de Asuntos Exteriores de la UE, y el hecho de confiarle la presidencia permanente del Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores, sería un medio no de imponer, sino de emprender, la convergencia necesaria de las acciones diplomáticas de los Estados europeos. La estabilidad de la presidencia del Consejo aseguraría la continuidad necesaria.

Sólo quedaría asegurar la coordinación entre este dispositivo y las acciones internacionales, que son competencia de la Comisión. Varias soluciones son posibles. Deben examinarse sin prejuicios ni pasión, y deben compararse sus méritos teniendo mucho cuidado de preservar la naturaleza de la Comisión -es decir, su independencia y su cohesión- y evitar el riesgo de desembocar en posturas contradictorias del Consejo y la Comisión.

A mi parecer, la reflexión sobre la estructura institucional de la UE tiene mucho que ganar si se concentra en la naturaleza y los objetivos políticos de la Unión. La confusión que rodea los debates sobre el reparto de poderes se disiparía a medida que se afirmase la doble legitimidad de la Unión -unión de pueblos y unión de Estados- y que se precisase más la fijación, ya en la dimensión comunitaria, ya en la competencia de los Estados miembros, de las acciones que deben realizarse.

Cuando presenté a la presidencia de la Convención el proyecto de arquitectura de la futura Constitución europea, me había permitido redactar el primer artículo, que daba la definición de la Unión: "Una unión de Estados, y de pueblos que coordinan estrechamente sus políticas, y que administran sobre el modelo federal determinadas competencias comunes".

He tenido la feliz sorpresa de encontrar este texto prácticamente sin modificar en el anteproyecto de contribución de la Comisión. Describe, creo, el carácter propio del proyecto europeo: un avión que vuela apoyándose en sus dos alas. Es preciso darse cuenta de la evolución posible del dispositivo: el surgimiento de funciones federales en las dos instituciones con vocación ejecutiva -el Consejo y la Comisión- que un día acabarán por fusionarse, para dar origen al gobierno de la Europa Unida.