LA DICTADURA DE LA BANALIDAD

Artículo de CRISTÓBAL HALFFTER. Compositor. De la Real Academia de Bellas Artes, en "ABC" del 27-12-02

EN la Revista de Occidente del pasado mes de Junio el profesor H.C.F. Mansilla publicaba un clarividente artículo con el título: « La exaltación de la cultura popular», que pienso es merecedor de algún comentario pero sobre todo, de ser conocido y meditado por las personas responsables que rigen las instituciones culturales de nuestro país. De entre las muchas ideas que el profesor Mansilla expone y que comparto plenamente, me permito extraer unas líneas en las que presenta uno de los problemas más alarmantes con el que convivimos, y que cobra hoy un muy especial significado: «Los medios contemporáneos de comunicación se consagran sistemáticamente a tareas como destruir el silencio necesario a la reflexión, dispersar lo importante y diluir el sentido de la praxis humana. Una parte de la prensa se dedica a fragmentar la información hasta quitarle sentido y a maquillar los hechos hasta hacerlos espectaculares en la peor forma cinematográfica posible; con respecto a catástrofes y matanzas la televisión anula la función catártica -la pacificación de las pasiones mediante la emoción estética- endulzando burdamente el sabor de la tragedia. Las noticias, por la tiranía del tiempo televisivo, tienen la fugacidad de un presente perpetuo y no ocasionan ninguna toma de conciencia en los receptores. La fracturación de la realidad y su transformación en un espectáculo cualquiera llevan a la destrucción de un posible argumento, a la dispersión de la atención del televidente y a la propagación de la afición por lo fugaz y lo momentáneo».

Si ampliamos lo referente a las noticias sobre catástrofes y aplicamos las anteriores palabras a la información y difusión de cultura en nuestros medios informativos, veremos que el profesor Mansilla se queda corto en su crítica. Y si nos referimos al estricto campo de la música, la situación es todavía peor.

Estamos viviendo la exaltación de lo vulgar, la glorificación de lo banal, lo fugaz y lo momentáneo en contra de toda excelencia permanente. Son muchos los que reclaman su «derecho a la vulgaridad» tratando de imponerlo por encima de todo, por ser un derecho que les otorga el sistema democrático en el que afortunadamente vivimos. Esto no tendría mayor importancia si las instituciones públicas y privadas que hacen posible este sistema, garantizasen con los mismos medios el derecho a disentir y poder ejercer el de « leer, sentir, pensar, elegir tu camino, salirse del rebaño», como se canta en mi «Don Quijote».

Son tan pocas las facilidades que tiene el ciudadano medio para poder acceder a la cultura que muchas veces se convierte esta acción en una tarea heroica. Actos del mayor nivel cultural se pueden considerar en nuestra sociedad como clandestinos. Falta formación e información, pero no solo en las bases más amplias de nuestra sociedad, sino también, y esto es lo más grave, en grandes esferas de nuestras clases dirigentes. Una gran mayoría de personas que ocupa puestos de alta responsabilidad social tienen un contacto casi marginal con la Cultura - con mayúsculas- y, por su formación universitaria- en muchos casos- y su posición social, al ser punto de mira y ejemplo para su entorno, deberían marcar unas pautas de comportamiento que redundaría no solo en beneficio de toda una colectividad, sino hasta de sí mismos.

Hay claros ejemplos de lo contrario, pero no son suficientes. El problema es de difícil solución, pues cuando las personas con responsabilidad en la cúpula social no han recibido una formación humanística suficiente y, por lo tanto, no tienen necesidad de un contacto continuo con la cultura, es imposible que comprendan la importancia que ésta tiene en la convivencia social y que busquen los medios necesarios para promover la participación activa de las bases sobre las que se asienta nuestra sociedad.

Se habla continuamente de la desastrosa situación cultural de nuestras televisiones públicas y privadas, como símbolo de todo el mundo de la comunicación. En la televisión, al unirse la imagen y el sonido y convertirse el individuo en un elemento pasivo se llega a influir en grandes masas de población, cobrando así este medio un poder del que carecen los demás. Las preguntas que podemos hacernos son bien simples: ¿ Es esta la programación que demanda masivamente nuestra sociedad? o, ¿se ha organizado todo un sistema para que esa gran parte de la sociedad demande una determinada programación, para luego entregársela? ¿No estaremos en un círculo vicioso de intereses económicos en el que proponemos una oferta que previamente hemos procurado que se demande, con la consiguiente degradación que este círculo vicioso trae consigo?

Me inclino a creer lo segundo, pues no puedo imaginar que una colectividad como la nuestra, con una tradición histórica y cultural de tal magnitud a sus espaldas pueda encontrarse en situación tan degradada. Nuestra tradición popular nunca ha sido «culta» dando a este término el significado de conocimiento, conocer cosas y datos, conocer tal o cual sistema filosófico o planteamiento matemático. Pero nuestra sociedad ha tenido siempre un elevado grado de intuición, una sensibilidad exquisita por buscar y encontrar la belleza, por distinguir la excelencia, por la creatividad, por la utopía... y con lo que siempre más me he sentido identificado de las muchas virtudes que posee nuestra España, el significativo valor del individuo como persona única, el ser humano irrepetible y consciente de su dignidad, portador de una sabiduría de siglos, capaz él solo de realizar las más difíciles empresas, aunque éstas sean puras utopías.

Estoy generalizando, sí, pero que esta generalización abarca amplias capas de nuestra sociedad es tan verdad, como cuando también generalizo al manifestar que estas virtudes están hoy en decadencia, víctimas de una economía basada en un proceso de banalización de nuestra sociedad.

La reacción popular ante la catástrofe de las costas gallegas y que España entera ha asumido como suya, es un ejemplo de que nuestra sociedad está viva y que es capaz de sentir y tomar decisiones llenas de generosidad más allá de lo que digan y hagan las autoridades competentes. Si esta sociedad está hoy culturalmente en una profunda crisis, no será ¿porque las «autoridades competentes» no han sabido encontrar el rumbo debido a un barco, dejándolo en manos de mercaderes que anteponen sus intereses económicos inmediatos a cualquiera otros, barco del que se desprende un chapapote que afecta profundamente a los más nobles valores de la condición humana?

Hay motivos para la esperanza, pero es urgente empezar a sentar las bases para hacer que esa esperanza sea pronto realidad. Y para ello, primeramente, tendremos que ser conscientes del problema por lo que recomiendo leer y meditar el artículo que ha sido pretexto -texto previo- para estas líneas y luego, analizar, desde este punto de vista, el ejemplo de esos de miles de voluntarios que han ido a Galicia a luchar contra los elementos, en los que ha habido de todo menos banalidad, frivolidad, querer anteponer intereses económicos o pretender ejercitar cualquier tipo de poder, ante la necesidad -¿utópica?- de tener que limpiar con sus propias manos cientos de kilómetros de su maravillosa costa.