EUROPA Y LA REFUNDACIÓN DEL VÍNCULO TRANSATLÁNTICO

 

 

  Artículo de JOSÉ BENEYTO, Catedrático de Derecho Internacional y Derecho Comunitario, en “ABC” del 12.05.2003 

 

¿ES posible una alternativa a la Europa estrechamente vinculada a los Estados Unidos a través de la Alianza Atlántica, y sólidamente integrada entre sí por medio de la Unión Europea?

En realidad sí existió un escenario alternativo, el de la sangrienta experiencia histórica de la guerra francoprusiana y de dos guerras civiles europeas que derivaron rápidamente en guerras mundiales durante el siglo XX y que devastaron nuestro continente. Para el país central en la estrategia euroatlántica, Alemania, esa genuina «doble decisión», la de la unificación europea y la del paraguas político y de seguridad otorgado por los Estados Unidos, constituyó incluso el eje de la identidad del nuevo Estado creado después de la Guerra, la República Federal, y en el que la opción pro-occidental del canciller Adenauer marcó un hito decisivo en la trayectoria histórica del Estado alemán. Pero también para la Francia menos chauvinista, la encarnada en esos años por personajes como Robert Schumann o Jean Monnet, el vínculo transatlántico aparecía nítidamente como condición esencial para impedir que los viejos fantasmas de los nacionalismos europeos pudieran volver a emerger. La nueva racionalidad política de la OTAN y la Unión Europea llevaba precisamente a supeditar la «razón de Estado» de las potencias europeas a un objetivo superior: el de la paz interna a través de la Comunidad Europea y el de la seguridad externa por medio del vínculo transatlántico. Y así la consecuencia lógica de esta doble decisión -europea y atlántica- fue que Alemania identificara durante cinco lustros su interés nacional con el objetivo de la construcción europea.

Estas venían siendo verdades de Perogrullo, y por ello sorprende la facilidad con que la crisis de Irak ha puesto aparentemente en cuestión algunos de los axiomas que fundamentaban la sólida arquitectura política construida a este y al otro lado del Atlántico tras la última guerra europea.

El desencuentro entre una parte no desdeñable de los europeos y los Estados Unidos viene de lejos. Y son diferencias que seguirán existiendo, a pesar de que la eficacia de la intervención americana en Irak y la deseable implicación en la reconstrucción y en la ayuda humanitaria de la OTAN, la Unión Europea y la ONU, puedan actuar como momentáneo bálsamo de Fierabrás. Nada mejor que concentrarse en el futuro, superar las retóricas de «prima donna», y colaborar conjuntamente a través de los organismos multilaterales en las futuras tareas de reconstrucción. Pero, como los desencuentros en materia de defensa han vuelto a poner de manifiesto en estos días, más tarde o más temprano, las tendencias de fondo volverán a aflorar. El disenso sobre Irak ha ratificado el hecho ineludible de que con la caída del Imperio soviético, la OTAN ha perdido su sentido originario, por lo que la reinvención de la relación transatlántica requiere una nueva definición de los riesgos comunes, de los intereses geopolíticos y estratégicos de americanos y europeos, así como de las acciones que decidan llevar a cabo conjuntamente para preservar su seguridad y la de sus sistemas de convivencia democrática.

¿Significa todo ello que detrás del alejamiento entre europeos y americanos se esconde una diferencia casi antropológica, son verdaderamente los americanos de Marte y los europeos de Venus?

Es cierto que las percepciones respecto a la evaluación del uso de la fuerza y los umbrales de arbitraje entre seguridad y pérdida de bienestar son distintos en uno y otro caso. También es probable que Europa, por su propia experiencia histórica y política, piense en términos de derecho internacional y los americanos en términos de relaciones internacionales. Pero aunque las percepciones y los ritmos histórico-culturales diverjan, ello no significa que a partir de ahora haya que considerar a la identidad occidental como una entelequia.

Dicho con otras palabras, en la relación transatlántica, es el momento de la política. La Unión Europea se encuentra ante una decisión esencial, frente a la que no cabe recurrir a la vieja -y, en condiciones normales, ciertamente sabia- técnica europea de negociar un compromiso. Europa tiene que abordar la cuestión de su relación -política y de seguridad- con Estados Unidos, y hacerlo cuanto antes.

Lamentablemente, durante la mayor parte de la década de los noventa no llegó a materializarse un diálogo estratégico, en gran medida por falta de interés de los Estados Unidos. Este diálogo debiera haber dotado al vínculo transatlántico de un nuevo propósito común; pero tras la crisis de Irak la refundación es ineludible, si no se quiere que los platos rotos acaben con toda la cacharrería. La Convención europea, que se halla bloqueada ante esta cuestión central de una Europa atlántica o una política exterior y de seguridad común entendida como alternativa y contra-poder a la hegemonía americana, no puede quedar hipnotizada ante los ojos de Medusa. La refundación de la relación transatlántica debe llevarse a cabo sobre la base de una política exterior y de seguridad común que introduzca -para aquellos países que así lo deseen- una cláusula de asistencia mutua y defensa del territorio europeo similar al del antiguo artículo 5 de la Unión Europea Occidental, y que en el futuro lleve a cabo la progresiva integración de la OTAN en la Unión Europea, y con ello el reforzamiento del vínculo -político, militar y económico- con los Estados Unidos. Una fuerza europea de intervención rápida puede únicamente funcionar si existe una coordinación política permanente entre las dos partes del Atlántico, que garantice el nexo de unión entre los Estados Unidos y la Unión Europea, y entre la OTAN y la fuerza europea de intervención, así como con los países miembros de la Unión que no sean miembros de la OTAN o no deseen participar en el mecanismo de seguridad euroatlántico.

Esa política europea de seguridad y defensa sería por tanto no un contrapoder a los Estados Unidos, sino el contrapeso de unos aliados leales (que no significa no ser críticos, siempre que haga falta) cuya capacidad de influencia moderadora sobre los intereses globales de la superpotencia aumentarían exponencialmente si se sustentan sobre la base de una relación transparente y abierta y de la asunción por parte de los países europeos de su cuota de responsabilidad a la hora de llevar a cabo acciones conjuntas ante potenciales amenazas a la seguridad global. Esta decisión a favor de una Europa más, y no menos atlántica, debería poder llevar consigo también en el terreno comercial la creación de un Área atlántica de libre comercio, que después pudiera, a través del Acuerdo de libre comercio de las Américas, cuya firma está prevista para 2005, extenderse también a una relación triangular entre Europa, los Estados Unidos y las Américas. Es ahí desde donde la política exterior española puede jugar un papel crucial.

Qué duda cabe de que el eje franco-alemán tendrá que seguir siendo uno de los motores centrales de la Unión, pero utilizarlo como mascarón de proa, es, además de dañino, suicida. En el caso de que el episodio de Irak fuera algo más que un hervor primaveral, y Alemania, Francia -e incluso Rusia- quisieran retornar a sus atavismos geopolíticos, la Unión Europea tendría sus días contados. Como tampoco sería posible evitar la dilución de los niveles alcanzados en el proceso de integración europea si el enfrentamiento persistiera en el seno de la Unión y encontrara finalmente su cauce en una política de geometrías variables, tras la que cada Estado miembro no hiciera sino ocultar sus intereses nacionales, en una desenfrenada -y autodestructiva- carrera en pos de intentar volver a jugar una más que añeja estrategia de equilibrios continentales de poder. La doble opción por la integración europea y el reforzamiento del vínculo transatlántico sigue siendo una vieja -y sabia- decisión europea y americana.

JOSÉ MARÍA BENEYTO