EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO
Artículo de MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en “ABC” del 10/08/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
¿PUEDEN
reformarse los Estatutos de las Comunidades autónomas? ¿Quién puede hacerlo?
¿Basta con la decisión reformadora de los órganos de la Comunidad? He aquí
algunas de las cuestiones, cuestiones disputadas, que dan contenido al que, en
la España actual, puede ser «el tema de nuestro tiempo».
La caracterización de los Estatutos de las Comunidades como normas
constitucionales secundarias ha generado bastante confusión. Políticos de
ciertos lugares de España se apoyan en esa supuesta naturaleza constitucional de
los Estatutos para situarlos al mismo nivel de la Gran Carta de 1978, con las
consecuencias jurídicas y políticas que son inherentes a esta equiparación. En
el ámbito académico se suele afirmar que resulta difícil elaborar un doctrina
seria y definitiva sobre el Estado de las autonomías.
También ha complicado el tema la utilización de un «bloque de
constitucionalidad» para trazar las fronteras entre el campo de competencia del
Estado, en cuanto institución que engloba a toda la Nación española, y el campo
de competencia de cada Comunidad autónoma.
No voy a entrar hoy en la discusión acerca de la conveniencia de emplear una
fórmula, «bloque de la constitucionalidad» o «bloque de constitucionalidad», de
origen francés y fabricada al otro lado de los Pirineos para una realidad
jurídico-política distinta de la española y con propósitos para nosotros
extraños. Lo que me interesa es considerar la posición de la Constitución y de
los Estatutos en ese bloque, integrado por los textos fundamentales y por
diversas leyes infraconstitucionales.
Cualquier imprecisión al respecto tiene consecuencias graves. No puede
aceptarse, como si fuera una tesis intrascendente, que los Estatutos se hallan
en la base del bloque de constitucionalidad, siendo la Constitución el
complemento normativo para establecer el reparto de las competencias. Siguen
esta doctrina quienes defienden la preexistencia de determinadas Comunidades
autónomas a la entrada en vigor de la Constitución de 1978.
Se trata de un enfoque equivocado, a mi entender. No debatimos un asunto de la
historia de España, sino que hemos de situarnos en el actual ordenamiento
jurídico-político. La historia de España es larga, a veces brillante y siempre
compleja. Pero en el momento presente, sin la Constitución no habría Comunidades
autónomas. Fue necesario que el pueblo español, como titular del poder
constituyente, decidiera en 1978 reconocer la pluralidad de nuestra Nación
mediante el establecimiento de 17 Comunidades a las que se atribuyó autonomía
política. Pero, ¡ojo!, autonomía no es soberanía.
En el bloque de constitucionalidad, la Constitución es la base, o apoyo
principal, que da fundamento y razón de ser a los Estatutos de las Comunidades
autónomas. Una reforma de la Constitución puede afectar a los Estatutos, pero no
cabe en nuestro ordenamiento jurídico-político la modificación de un Estatuto
que conculque un principio constitucional. Los Estatutos se reforman si así lo
decide el titular del poder constituyente, es decir el pueblo español.
Ocurre, además, que el Estado de las autonomías ha experimentado una
transformación notable en los últimos quince años. Sucesivas Leyes Orgánicas,
aprobadas como tales por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, han
venido caracterizando expresamente como «comunidades históricas» a la casi
totalidad de las regiones de España. Son así comunidades históricas el
Principado de Asturias (Ley Orgánica 1/1999), Cantabria (L.O. 11/1998), La Rioja
(L.O. 2/1999), La Región de Murcia (L.O. 1/1998), Aragón (L.O. 5/1996), además
de las reconocidas en sus propios Estatutos, como Valencia y los reinos de
Castilla y León.
Se ha transformado el Estado de las autonomías y se ha complicado. Días atrás un
político catalán pedía que se hiciese explícito en la Constitución las
denominaciones, «ahora elípticas», de tres Comunidades históricas. Me parece que
la solicitud llega tarde, pues no se ha establecido de un modo elíptico, sino
expreso, por Leyes Orgánicas, la integración en el ordenamiento constitucional
de otras varias Comunidades históricas.
Hay que recordar que la expresión «Comunidad histórica» no figura en el texto
constitucional. No obstante hay referencias expresas a «los derechos históricos
de los territorios forales» (Disposición adicional primera) y a «los territorios
que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de
autonomía» (Disposición transitoria segunda). Con estos materiales
constitucionales se elaboró el concepto «Comunidad histórica», que fue aplicado
a las tres mencionadas en la transitoria segunda, es decir País Vasco, Cataluña
y Galicia.
El referéndum del pueblo andaluz, del 28 de febrero de 1981, alteró el esquema
inicial. Ya no serían tres Comunidades, sino cuatro, las que se colocarían en la
cabeza de la lista. Y en una sesión del Parlamento de Andalucía, celebrada los
días 13 y 14 de abril de 1983, se aprueba un Preámbulo para el Estatuto, con
afirmaciones rotundas sobre la identidad histórica del pueblo andaluz.
La situación es distinta, por tanto, de la que hubo que afrontar en la
Transición. Se dudó entonces entre vertebrar un Estado con sólo dos o tres
Comunidades autónomas, o el vulgarizado «café para todos», con 17 Comunidades y
dos Ciudades autónomas. Prosperó esta última fórmula de ordenación territorial,
y ahora, veintitantos años después, todas las Comunidades se afanan por alcanzar
la máxima autonomía constitucionalmente posible, sin que sea fácil la aceptación
por algunas de ellas de un tratamiento diferenciado para otras.
El principio de equilibrio se ha impuesto a las pretensiones de asimetría. Día a
día, y por el despertar de conciencias adormecidas, la solidaridad exigida por
la Constitución va erigiéndose efectivamente en postulado básico. El horizonte
político no está cerrado, sino abierto para la plena realización del proyecto
que la mayoría de los españoles votaron con ilusión en 1978.
Un modelo a tener en cuenta es el diseñado en el primer párrafo de la Ley
Orgánica 13/1982, de 10 de agosto, de Reintegración y Amejoramiento del Régimen
Foral de Navarra: «Navarra se incorporó al proceso histórico de formación de la
unidad nacional española manteniendo su condición de Reino, con la que vivió,
junto con otros pueblos, la gran empresa de España».
Ha pasado el momento de unos exigir y otros callar. Eso de «lo políticamente
correcto» estará pronto en el museo de antigüedades, junto al hacha de piedra o
el derecho de pernada.