EL MODELO DE ESTADO
Artículo de MANUEL
JIMÉNEZ DE PARGA, de la Real Academia de Ciencias Morales y
Políticas, en “ABC” del 18/09/04
Por
su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo
en este sitio web. (L. B.-B.)
Con un breve comentario a pie de titulo: TENER MODELO O NO
TENERLO (L. B.-B., 20-9-04, 22:00)
Jiménez de Parga tiene razón, pero sólo en parte: es cierto que el
Estado español es un "Estado de las autonomías" ---aunque la
Constitución no lo diga en ninguna parte---, pero, ¿eso qué es? ¿Es el
"Estado integral" de la Segunda República? ¿Es como el Estado
italiano actual? El quid de la cuestión es que nuestro Estado surge de la
transformación de un Estado unitario que se descentraliza, pero conserva la
unidad de la soberanía en el conjunto del pueblo español, no dejando margen,
por consiguiente, a la existencia de un poder constituyente propio de las
Comunidades Autónomas.
Pero también es cierto que el Estado español tiene rasgos de un
Estado federal, como son la descentralización generalizada y la existencia de
un alto nivel de competencias en manos de las CCAA. Y ello trae como
consecuencia que sea necesario introducir reformas, derivadas de la culminación
del proceso de descentralización, que articulen la complejidad hacia el centro,
mediante la reforma del Senado y la creación de mecanismos de relación
intergubernamental entre el Estado y las CCAA y de éstas entre sí.
Es cierto que no se puede ir a parar al extremo del
"federalismo de libre adhesión" que propone IU, pues eso significaría
una revisión constitucional total del sistema, cosa que no parece deseable ni
piden las mayorías, pero también es cierto que hay que incorporar mecanismos federales
---en el sentido de propios del Estado central---para cohesionarlo y finalizar
el proceso constituyente iniciado con la Constitución del 78.
NINGUNA
forma de Estado es, por sí misma, superior a las demás. Existe actualmente una
variedad de organizaciones estatales y en la historia se cuentan muchas. Lo que
debe importarnos es que el Estado, sea cual sea su estructura, funcione bien. Y
sabemos de Estados federales que marchan correcta y eficazmente, lo mismo
sucede con Estados unitarios y con Estados parcialmente descentralizados.
Una adecuada vertebración del Estado es imprescindible en los regímenes
democráticos modernos. Cuando el Estado falla, o se resquebraja, las libertades
públicas padecen las malas consecuencias. Sin Estado, obviamente, no hay Estado
social y democrático de Derecho. Pero no basta con que una Constitución
proclame que formalmente la correspondiente Nación se constituye en Estado. Hay
que valorar el funcionamiento real y efectivo de las instituciones, con la
garantía de la seguridad y la protección de los derechos.
La Constitución Española de 1978 proporciona la configuración jurídico-política
de un Estado descentralizado que la doctrina califica como Estado de las
autonomías. No es un modelo clásico, como pueden serlo el Estado unitario o el
federal, del que se conozcan sus éxitos y sus fracasos en los países donde
fueron instaurados. El Estado de las autonomías, por el contrario, apenas tiene
parecido con organizaciones territoriales extranjeras. La imaginación de los
juristas y de los políticos aquí se pone a prueba.
Pero el diseño está completo en el texto constitucional. La traza del edificio
jurídico-político se hizo con la consagración de unos principios que vinculan a
los intérpretes, los cuales no pueden extralimitarse al sugerir revisiones o
reformas. Mientras la Constitución de 1978 esté en vigor, el debate político
acerca de la organización del Estado tiene que plantearse y llevarse a cabo
respetando los principios constitucionales y conforme a las reglas establecidas
en la Norma Suprema.
Un principio constitucional es la solidaridad entre los españoles. Se trata de
un principio constitucionalizado en el texto de 1978.
El artículo 2 menciona expresamente la solidaridad entre las nacionalidades y
regiones que integran la Nación española. Y el artículo 138.1 dice que «el
Estado garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad
consagrado en el artículo 2 de la Constitución ...».
Ante una afirmación categórica, concluyente, que hace imposible cualquier
discusión sobre su sentido y alcance, hay que estimar, como hizo el Tribunal
Constitucional, que estamos ante una disposición que «no puede ser reducida al
carácter de un precepto programático, o tan siquiera el de elemento
interpretativo de las normas competenciales». Es, por el contrario, un precepto
con peso y significado propios, que, en cuanto principio constitucional, posee
la fuerza vinculante de las normas jurídicas. Se trata, en suma, de una fuente
normativa inmediata, que no necesita de la interposición de regla, o
circunstancia alguna, para alcanzar su plena eficacia.
La organización territorial de España, materia del Título VIII de la
Constitución, tuvo que diseñarse con los condicionamientos propios de la
Transición. Para conseguir el consenso hubo que ceder desde unas posiciones
iniciales que eran doctrinalmente más claras y políticamente menos vacilantes.
De la ambigüedad de algunas de las fórmulas empleadas se han servido
determinados intérpretes para presentar ahora un ordenamiento constitucional
basado en las autonomías de las Comunidades. Los poderes autónomos se utilizan
para vertebrar el sistema, con la correspondiente infravaloración, menosprecio,
del poder soberano de la Nación española.
En esta línea interpretativa se desplaza la soberanía de la Nación española,
que es la que proclama la Constitución, a una soberanía mitigada, disminuida,
descafeinada, del Estado español. En el lenguaje político, con tanta habilidad
como intención, no se emplea «Nación española», sino «Estado español».
Junto con esta manipulación, los actuales destructores del ordenamiento
constitucional y el levantamiento, en su lugar, de otro sistema apoyado en el
poder de las Comunidades Autónomas, procuran olvidar el carácter derivado del
poder autonómico, así como la condición de ordenamiento secundario (fruto de la
autonomía) de los ordenamientos jurídicos propios de las Comunidades, frente al
ordenamiento originario del Estado (fruto de la soberanía).
Se infringe así otro principio constitucional, que es el interés general de
España. Un principio constitucional y constitucionalizado (arts. 30, 34, 44,
47, 103, 128), que no se limita a ser un criterio de atribución de
competencias, sino que es el principio que inspira y vincula a todas las reglas
de ordenación y reparto.
El interés general es el criterio para articular el esquema de distribución de
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Es otra forma de
decir que es un principio básico de la Constitución. La autonomía no se
garantiza por la Constitución -como es obvio- para incidir de forma negativa
sobre los intereses generales de la Nación o sobre intereses generales
distintos de los de la propia entidad.
Las materias enumeradas en el artículo 149.1 responden al momento de la unidad,
se someten en su reparto al fin del interés general, en tanto que las materias
excluidas de ese precepto y asumibles por las Comunidades Autónomas afectan a
aquellos sectores o ámbitos en los que aquel interés general se articula con
los intereses respectivos de las Comunidades Autónomas. Estas asumen
competencias para la satisfacción de sus intereses específicos, quedando en el
Estado aquellas competencias en las que no puede admitirse menoscabo del
interés general.
El modelo de Estado que formalizó la Constitución de 1978, y que es nuestra
configuración jurídico-política mientras la Norma Suprema se halle vigente, no
se estructura con poderes autonómicos originarios. La soberanía corresponde a
la Nación española. Ninguna de las varias clases de federalismo tiene cabida en
el presente ordenamiento constitucional. La imaginación nos puede llevar a
tierras lejanas, pero el Derecho Político nos enseña lo que es inadmisible.