SE DESPLAZA EL CENTRO DE GRAVEDAD DE LOS ASUNTOS INTERNACIONALES
Artículo de HENRY KISSINGER, Ex secretario de Estado -responsable de la política exterior- de los Estados Unidos, en “ABC” del 29/07/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
El formateado es mío (L. B.-B.)
Bien podría
ser, cuando se escriba la historia de este periodo, que los titulares del día
-Irak y las controversias que ha despertado- palidezcan en comparación con otras
convulsiones tectónicas internacionales que marcan nuestra época.
El centro de
gravedad de los asuntos mundiales se está moviendo hacia el Pacífico, y casi
todos los actores principales de la escena internacional están definiendo sus
nuevos papeles.
Esta transformación tiene que ver tanto con los conceptos como con el poder. Las
relaciones con Europa son ejemplo de ello. Las diferencias respecto a Irak son
graves y de peso, a pesar de que ambos bandos están intentando acortar
distancias. Pero hay una causa más básica que es estructural e incluso
filosófica: la progresiva erosión del Estado nacional europeo que ha sido la
base de la política internacional y el foco de las lealtades políticas desde el
siglo XVII. Los dirigentes europeos emplean más tiempo en los asuntos de la
unificación europea que en ningún otro. Y estos asuntos no incluyen solamente
diplomacia tradicional, sino arreglos constitucionales altamente esotéricos.
Debido a que las rivalidades históricas de Europa se han civilizado y
transformado en un consenso interno, los diplomáticos europeos intentan emplear
esta nueva experiencia nacional en el ruedo internacional.
Insisten en que el
recurso de la fuerza militar solamente es legítimo si está sancionado por el
Consejo de Seguridad de la ONU. La propuesta de que la alianza no supone
obligaciones especiales habría causado escalofríos a los estadistas europeos si
EE.UU. la hubiera aplicado a la crisis de Berlín en la Guerra Fría.
En cambio, Estados Unidos sigue siendo un Estado nacional tradicional, empeñado
en su libertad soberana de acción. Europa, a pesar de que abrace la cultura
popular estadounidense, tiende casi inconscientemente a identificarse a sí misma
políticamente con lo que no es americano. A falta de un interés nacional
europeo, que aún está por definir, estas actitudes no estatales hacia las
relaciones internacionales están empezando a estar profundamente integradas en
la opinión pública europea. Los atlantistas crónicos están cada vez más
preocupados por si el aspecto no estatal de la unificación europea se podrá
reconciliar plenamente alguna vez con la experiencia de un país movido por
conceptos de Estado o por un concepto de alianza según la idea tradicional.
Paradójicamente, el distanciamiento estructural de EE.UU. y Europa está teniendo
lugar en el momento en que el centro de gravedad de la política internacional se
está desplazando a Asia, donde las relaciones han sido mucho menos antagónicas.
Países como Rusia, China, Japón y la India siguen contemplando la nación como lo
hace Estados Unidos, y como lo hacían los Estados europeos antes de la II Guerra
Mundial.
Para ellos, la geopolítica no es anatema, sino la base de su análisis
interno y de sus acciones externas. El concepto de interés nacional sigue
cohesionando la opinión pública y la de los dirigentes. El equilibrio de poder
afecta a sus cálculos, sobre todo en las relaciones que mantienen entre sí.
Debido a que su percepción del interés nacional es tan semejante al nuestro,
Rusia, China, la India y Japón han tenido con Estados Unidos unas relaciones
mucho menos problemáticas que algunos aliados europeos.
Aunque rechazan lo que
consideran aspectos hegemónicos de la política estadounidense, lo hacen en
función de cada caso y por medio de la diplomacia tradicional, y generalmente
prefieren un diálogo estratégico a una prueba de voluntad. Para estos países,
Irak no es el papel de tornasol de la idoneidad moral de EE.UU. para el
liderazgo, sino de la constancia estadounidense en la persecución de sus
visiones estratégicas. Influye en su opinión sobre la fiabilidad de Washington
como socio y sobre nuestra capacidad para alcanzar nuestros objetivos. Todos
estos países tienen, como mínimo, interés en evitar una derrota estadounidense
en Irak: la India, debido a su gran población musulmana; Rusia, por temor a su
flanco sur, que linda con Oriente Próximo; Japón, por sus intereses permanentes
en un Estados Unidos fuerte y en la alianza estadounidense durante su periodo de
transición; China, porque cree que una colaboración con EE.UU. es el mejor
camino para alcanzar una década de estabilidad.
Todos los países involucrados están volviendo a definir su identidad. Para
Rusia, que ha vuelto a unas fronteras que no conocía desde los tiempos de Pedro
el Grande, la descolonización de los países limítrofes resulta especialmente
dolorosa. Abandonar Ucrania, de donde llegó a Rusia la religión ortodoxa, es un
paso mucho más desgarrador para Moscú de lo que fue para los países europeos el
abandonar sus colonias de ultramar. Renunciar a la norma imperial y basarse en
relaciones de cooperación va en contra de la experiencia histórica de Rusia. Los
rusos están abocados a hacerse la incómoda pregunta: si no somos un imperio ¿qué
somos entonces? Rusia se enfrenta a decisiones traumáticas: redefinir sus
relaciones con lo que denomina el extranjero próximo: las antiguas repúblicas,
especialmente las que se encuentran al oeste y al sur; la proximidad de una
China dinámica; la relativa vacuidad del espacio siberiano;
el futuro de los
recursos energéticos en Asia Central, en torno a los cuales está recomenzando lo
que en el siglo XIX se llamó el «gran juego» entre Rusia, China, la India y
Estados Unidos. Estados Unidos puede desempeñar un papel constructivo por medio
de un diálogo permanente que sea receptivo ante los problemas de Rusia sin
asentir a todas las respuestas que Rusia pueda dar a dichos problemas.
La aparición de China como gran potencia -y como una posible superpotencia- es
ya uno de los elementos principales en el desplazamiento del centro de gravedad
internacional a Asia. Al reinterpretar China las premisas ideológicas de su
revolución, la tentación del nacionalismo puede convertirse en un sustituto que
dote al tema de Taiwan -un resto de la guerra civil- de un aspecto profundamente
simbólico. China parece haberse decidido por un prolongado periodo de
cooperación. Debe utilizarse esta oportunidad para elevar la relación por encima
de lo puramente táctico y fomentar en una nueva generación de dirigentes el
concepto de la compatibilidad entre los propósitos a largo plazo de China y los
de EE.UU.
El asunto de las armas nucleares de Corea del Norte es un buen ejemplo de la
necesidad de una estrategia a largo plazo. Se ha venido tratando, a cierto
nivel, como un problema de control de armas provocado por un estado rebelde y,
por tanto, se ha considerado como un asunto entre Corea del Norte y Estados
Unidos. Pero para una solución sustancial es necesario profundizar más, con un
acuerdo entre China y EE.UU. sobre la evolución política del noreste de Asia,
que incluya el futuro de Corea del Norte, el ritmo de la unificación coreana y
la restricción nuclear en el Noreste Asiático. No es una tarea que pueda ser
concluida en las conversaciones a seis partes a nivel de subsecretario de Pekín;
exigen un concepto que vaya más allá de los aspectos técnicos de la
desnuclearización y que aborde de forma más amplia el rumbo general de la
evolución política y militar del noreste de Asia.
Puede que la transición más compleja sea la que está teniendo lugar en Japón.
Medio siglo después de su derrota en la II Guerra Mundial, Japón, cobijado por
un tratado de seguridad bilateral con Estados Unidos, está concentrado con su
característica disciplina en la recuperación económica y la vuelta a la
respetabilidad política. Por primera vez en su historia milenaria, Japón
subordinó su política extranjera a otro país. Como su entorno internacional está
en rápida transición, Japón está ensanchando sistemáticamente, con tenacidad, y
sutileza, y de forma indirecta, el margen de acción disponible. Más allá de la
guerra contra el terrorismo, Japón está en proceso de adaptar su papel de
auxiliar de Estados Unidos y se prepara para entrar en el ruedo internacional
como primera figura, lo que supone un reto y también una oportunidad para
Washington. El desafío norcoreano ha acelerado este proceso. Dado que Japón ha
considerado históricamente a Corea como un aspecto esencial de la seguridad
japonesa, no aceptará armas nucleares en Corea del Norte sin medidas que las
contrarresten. Dependiendo de si las conversaciones de Pekín legitiman la
retención de alguna capacidad nuclear por parte de Corea del Norte, Japón
consideraría la posibilidad de una opción nuclear para sí y, como mínimo, se
dispondría a llevarla a la práctica con rapidez.
Estas tendencias se acelerarán con el crecimiento de China. A medida que pase el
tiempo, Japón contemplará por lo menos tres opciones: mantener una política
exterior basada en la alianza con EE.UU.; intentar desarrollar una entidad
política asiática análoga a la Unión Europea, quizá en algún tipo de asociación
con China; negarse a hacer una elección y adoptar alguna forma de no
alineamiento para potenciar al máximo sus intereses nacionales. Por el momento,
Japón se contenta con esperar acontecimientos mientras elabora un consenso para
la próxima década con la adusta insistencia en el interés nacional
característica de la sutil diplomacia japonesa.
La aparición de la India como gran potencia es uno de los acontecimientos
principales de la próxima década, cosa que resulta aún más cierta si tenemos en
cuenta que el área geográfica de mayor interés para la India -el mundo musulmán
y Asia Central- coincide con una de las mayores inquietudes de EE.UU., y los
intereses de ambos países corren paralelos allí en varios aspectos importantes.
Desde los días del imperio británico (cuya estrategia política al este de Suez
se hacía en la capital de la India), la India ha combatido la aparición de una
potencia exterior dominante en el arco que va de Singapur a Adén. Con su
población de 150 millones de musulmanes, que en una generación serán más de 300
millones, la India se juega más que ningún otro país en que el resultado de la
guerra de Irak -y en un sentido más amplio, de la guerra contra el terrorismo-
no proporcione más impulso al islam radical, porque las consecuencias no se
detendrían en su frontera.
Por tanto, la escena global es más fluida de lo que ha sido durante siglos. La
tarea de Estados Unidos consiste en contribuir a dar forma a este fermento que
lleva años cocinándose y quizá necesite décadas para cristalizar. Se pide a la
diplomacia estadounidense que produzca los elementos de un nuevo orden mundial
con el mismo éxito con el que lo hizo en la década inmediatamente posterior a la
II Guerra Mundial. Pero las circunstancias actuales son más complejas porque el
área que hay que integrar es global en lugar de atlántica y porque los síntomas
de crisis enmascaran a menudo la realidad subyacente. Por tanto, con respecto a
Europa, incluso con la colaboración más intensa, acabaría por surgir el problema
filosófico de qué es lo que hace especial la relación atlántica. Como
institución, la Unión Europea probablemente se retraiga del uso de la fuerza
excepto en situaciones determinadas -unanimidad en el Consejo de Seguridad- que
despojarían a la alianza de su especial condición. El desafío de la política
atlántica es si las naciones de la alianza pueden recuperar su sensación de
destino común y en función de qué premisas. En su ausencia, las naciones
atlánticas se desplazarán hacia un orden mundial de constelaciones en cambio
constante en busca de intereses nacionales o regionales cortos de miras, no muy
distinto del que precedió a la I Guerra Mundial.
Los países asiáticos aquí mencionados siguen otros derroteros. Sus
procedimientos de consulta con EE.UU. son adecuados y funcionan. Los incentivos
a corto plazo son de colaboración. Sin embargo, hay desafíos a medio plazo.
Las
naciones involucradas evaluarán nuestra importancia para sus problemas en
función de cuál sea el desenlace en Irak. Aunque suene un tanto contradictorio,
la inquietud por el poder hegemónico de Estados Unidos puede tentar a estos
países a explorar opciones para limitar el poder estadounidense, aunque por
motivos completamente opuestos a los de Europa, no como un ejercicio de
principios morales o jurídicos, sino de equilibrio de poder. La política
estadounidense tiene que ser sensible a estas actitudes.
El poder estadounidense es un hecho irrefutable, pero el arte de la diplomacia
consiste en traducir el poder en consenso.
Para esto hace falta algo más que buenas relaciones con todos los países para
proporcionar el mayor número de opciones.
Implica, sobre todo, una visión unificadora especialmente
en los desafíos que afectan objetivamente a todos los países: proliferación,
control de epidemias y desarrollo. Un sistema internacional es esencial si sus
miembros consideran que mantenerlo es más importante que las dificultades
inevitables que puedan surgir durante su funcionamiento, y cuando se muestra
receptivo ante las oportunidades de creatividad. En medio de las pasiones de
Oriente Próximo, la política exterior de Estados Unidos debe dirigir su mirada
más allá de las frustraciones inmediatas hacia el concepto de un mundo que
espera ser construido.