LOS
ESTADOS UNIDOS: UN BALANCE HISTÓRICO
Artículo
de Enrique
Krauze
en "El País" del 5-3-03
Enrique
Krauze es escritor mexicano, director de la revista Letras
Libres.
A nada temo más que a nuestro propio
poder, nada temo más que ser demasiado temidos. Edmund
Burke
Con un brevísimo comentario al final (L. B.-B.)
"El
odio a los norteamericanos será la religión de los cubanos", escribió un
periodista de la isla en 1922. Ahora, esa misma religión avanza por el planeta,
la profesan en Seúl y Buenos Aires, en París y Karachi, en Berlín y la ciudad
de México. Binaria como el maniqueísmo antiguo, fácil como el marxismo de
manual, la nueva fe no tiene más que un dogma: todo lo malo del mundo proviene
de los Estados Unidos. Disentir del credo implica volverse un "lacayo del
imperialismo yanqui". Comulgar con él ahorra el análisis y proporciona una
beatífica autocomplacencia. Su popularidad actual, sin embargo, no prueba su
veracidad histórica ni su coherencia moral. Vayamos a los hechos.
La
única zona del planeta constantemente agraviada por los Estados Unidos
ha sido Hispanoamérica. México sufrió en 1847 la mutilación de la mitad de su
territorio. Fue un acto injustificable de piratería histórica que hasta 1927
rondó como una pesadilla sobre los gobernantes mexicanos. Para evitar su
repetición, desarrollaron todos los recursos políticos, ideológicos y
diplomáticos imaginables. Junto con México, las "Repúblicas
bananeras" de Centroamérica y las islas caribeñas de "su Mediterráneo"
fueron las víctimas siguientes de la Gunboat
diplomacy: anexión de Puerto Rico, protectorado
forzoso sobre Cuba, desembarco en Honduras, ocupación de las aduanas en Santo
Domingo, "Marines" en Veracruz, expedición punitiva en Chihuahua,
guerra contra Sandino y apoyo a los Somoza en Nicaragua, derrocamiento de Arbenz en Guatemala, invasión fallida de Playa Girón y, en
fin, un rosario de abusos que llegaría a los confines de América del Sur con el
derrocamiento de Allende en 1973. Estados Unidos jamás tomó en cuenta y, en
varios casos, traicionó a los liberales del continente, para quienes el amor
por los norteamericanos era una religión. Ésa fue, quizá, su mayor ceguera.
Éstos
son los hechos en el caso latinoamericano. Se trata, sin duda, de un balance
negativo, pero es preciso hacer ciertas salvedades. La más incómoda:
Latinoamérica ha sido, ella sola -con sus gobiernos corruptos y opresivos, sus
élites ineficaces y concesionarias, y sus intelectuales fanatizados-, la
principal responsable de sus propias desdichas. El caso cubano es aleccionador,
como descubrirán alguna vez los habitantes de la isla. Un nacionalismo
construido en términos puramente negativos se traduce, por necesidad, en
servidumbre al odio, a la idea misma de dependencia y al caudillo que alguna
vez pareció encarnar la dignidad herida, pero que ahora mantiene a su pueblo
ayuno de toda libertad. México, tan agraviado como Cuba, ha sido más prudente.
Con todos los problemas e inequidades, ha descubierto que la vecindad con los
Estados Unidos no es, ni remotamente, la más conflictiva del planeta. Ya la
hubieran querido, para un día de fiesta, Polonia (crucificada entre Alemania y
Rusia), Irlanda (ocupada por Inglaterra), o tantas otras fronteras violentas.
El sentimiento que predomina en México -y, por extensión, en Centroamérica- no
es el odio contra el yanqui, sino la ambivalencia. Por un lado, el gusto por
algunos aspectos de aquella cultura; por otro, una añeja desconfianza que poco
a poco cede a la acción de fuerzas de largo aliento: decenas de millones de
"hispanos" viven "dentro del monstruo" -como lo llamaba
Martí-, y otros tantos comercian con él. Aunque la diplomacia norteamericana
sigue descuidando a la región, en la vida cotidiana de las dos Américas una
silenciosa y tácita reconciliación ha comenzado.
Este
triste historial contrasta con el desempeño de los Estados Unidos en Europa
Occidental y Oriental, donde deberían ser los héroes indiscutidos de la
película, por varios hechos incontrovertibles:
1.
Su papel clave en la Primera Guerra Mundial (en ella murieron 50.000
norteamericanos).
2.
Su intervención decisiva en la Segunda Guerra Mundial (el desembarco en
Normandía, junto con la heroica defensa de los rusos en el frente oriental,
marcó el comienzo del fin del Tercer Reich).
3.
El Plan Marshall, un acto sin precedentes de cooperación económica y apoyo
financiero que costó a los norteamericanos 12,5 billones de dólares y para 1951
elevó la producción industrial europea el 40% sobre los niveles de 1938.
4.
La ruptura del bloqueo soviético de Berlín en junio de 1948 (operación aérea en
la que los norteamericanos y británicos proveyeron de 4.500 toneladas de
alimentos y bienes a 2,1 millones de alemanes cercados por los soviéticos).
5.
El establecimiento de la OTAN, gracias a la cual Europa pudo concentrar sus
energías en alcanzar la paz y el Estado de bienestar del que ahora goza,
protegida siempre -y, en los hechos, subsidiada- por el paraguas militar de los
Estados Unidos.
6.
La intervención norteamericana en los Balcanes, que detuvo de tajo las guerras
de limpieza étnica y el genocidio nacional en la antigua Yugoslavia.
Éstos
son los hechos en el caso de Europa. Un balance positivo. Con ese trasfondo de
apoyo irrefutable y aun de sacrificio, las imágenes de los manifestantes antiyanquis en París o Berlín deberían dar vergüenza: son
señales de ignorancia, amnesia y, sobre todo, de ingratitud. O deseos de
transferir a los Estados Unidos culpas terribles, no asumidas ni asimiladas: la
cobarde pasividad frente a Hitler, en el caso francés; la brutal máquina
genocida, en el caso alemán. Por eso, la actitud de los países de Europa del
Este es más coherente: saben que los norteamericanos fueron un factor clave en
la caída del imperio soviético que por casi medio siglo secuestró su vida civil
y nacional. Y así lo reconocen. En suma, gracias a la sucesiva derrota del
nazismo y el comunismo, decenas de millones de personas (entre ellos los
manifestantes en París y Berlín) viven bajo regímenes democráticos. Esto no
significa que la deuda histórica europea deba traducirse en obediencia ciega a
la voluntad de Washington. Pero sí implica un deber moral que no caduca: el del
reconocimiento.
En
los abismales conflictos de África, el imperialismo inglés dejó una estela de
depredación que los belgas, franceses y alemanes copiaron y acrecentaron a
extremos genocidas. Allí es poco lo que se puede culpar a los norteamericanos y
mucho lo que, en años recientes, cabe abonárseles: sin su intervención, la
guerra civil en Ruanda hubiera alcanzado proporciones aún más estratosféricas.
Por contraste, en el Lejano Oriente, los norteamericanos co-metieron
dos crímenes absolutamente imperdonables: Hiroshima y Vietnam. En su activo hay
que apuntar la reconstrucción integral que llevaron a cabo en el Japón.
Finalmente, en el rompecabezas del Oriente Medio, su incidencia es tardía y se
ha caracterizado por varios errores costosos, entre ellos armar (contra la URSS
e Irán, respectivamente) a sus actuales enemigos Bin Laden y Husein.
Éstos
son los hechos en África y Oriente. Arrojan un balance mixto, pero nadie puede
argüir que los Estados Unidos han permanecido al margen de los conflictos más
graves: Carter gestionó la invaluable paz entre Israel y Egipto, Clinton estuvo
a punto de alcanzarla entre israelíes y palestinos, y ahora Bush debería estar
forzando el establecimiento de un Estado palestino viable y el retiro total de
los asentamientos, a cambio de paz y seguridad para Israel. El mundo entero,
tan receloso del intervencionismo yanqui, clama en el fondo por esa
intervención. Es la mayor asignatura pendiente de los Estados Unidos, la que
lograría afianzar su liderazgo. Equivocadamente, a mi juicio, la Administración
de Bush tiene otras prioridades.
Extraño
imperio, los Estados Unidos atraen a inmigrantes de todo el mundo, incluso a
sus adversarios jurados. Imperio sui géneris, con las excepciones
señaladas, no ha buscado apropiarse directamente de los territorios y recursos
de los países vencidos, sino comerciar con ellos (siempre ventajosamente) e
implantar (con increíble torpeza y arrogancia) los valores liberales y
democráticos del mundo occidental. Hasta hoy, su balance es menos negativo que
el de los imperios que lo precedieron en la era moderna, a excepción del
español, en términos humanitarios, y del británico, que, con todas sus faltas,
dejó en sus antiguas colonias -en la India, por ejemplo- obras de
infraestructura, instituciones educativas y una constelación de democracias. Y
si de comparaciones se trata, ¿cómo equiparar los pecados norteamericanos con
las decenas de millones de muertos que dejaron -en los países conquistados y
entre sus propios pueblos, en los campos de batalla y en los campos de
concentración- las aventuras imperiales de Hitler y Stalin?
Pero
desde aquel 11 de septiembre vivimos en un nuevo siglo. Los Estados Unidos
enfrentan una prueba histórica suprema. La paradoja de su inmenso poder es su
vulnerabilidad. Las minorías terroristas en el mundo islámico -sus enemigos
irreductibles- constituyen una guerrilla globalizada que llevará decenios
combatir. La posesión de armas de destrucción masiva por parte de Irak puede
bloquear el abasto de petróleo, provocar una depresión mundial y desatar una
hecatombe. Ambas amenazas podrían, en un futuro cercano, volverse convergentes.
¿Qué hacer? Los Estados Unidos no pueden cruzarse de brazos, pero tampoco han
debido actuar con tanta precipitación. La mejor opción, todavía (22 de
febrero), es acrecentar la presión sobre Husein y procurar a toda costa la
unión de la comunidad internacional en el esfuerzo de desarmar a Irak por la
vía pacífica. Esa política de contención limitada -que no descarta el uso de la
fuerza- facilitaría la eventual introducción de la democracia en los países
árabes y secaría poco a poco las fuentes del terrorismo.
Las
palabras de Burke, el célebre tribuno inglés del
siglo XVIII, resuenan ahora como una profecía. La fortaleza interna de los
Estados Unidos se basa en tradiciones liberales y prácticas democráticas que
limitan el poder. En su conducta externa, no han dejado de actuar con una cierta
noción de límites: no se apoderaron de Japón y Alemania, ayudaron a
reconstruirlos. Si pierden ahora esa noción cardinal, corren el riesgo de dañar
irreparablemente el liderazgo que conquistaron en el siglo XX y el orden global
de relativa libertad que, al menos en Europa, contribuyeron a fincar. Si en
esta hora actúan sin prudencia, el odio en su contra podría convertirse en la
religión del mundo.
BREVISIMO COMENTARIO (L. B.-B.)
El problema es que el desarme ya no es una opción viable. Shawcross y Bardají lo explican muy bien estos días.
Hussein no se desarmará nunca. Por eso los EEUU deben cortar por lo sano, por
varias razones:
1. Porque no se puede ceder ante opciones irreales. La presión
militar sin resultados está pudriendo la situación y haciendo crecer las
resistencias a la acción militar contra el régimen Iraquí. La perspectiva, si
la situación sigue bloqueada, es la de unos meses de cerco a Irak con la
retirada al final de las tropas norteamericanas y británicas, varios meses más
de inspecciones cada vez más obstaculizadas y sin resultados, y otros doce años
de embargos y sufrimiento para el pueblo iraquí. O, alternativamente, la
consecución de algunos resultados secundarios en las inspecciones, el
levantamiento de las sanciones y el rearme acelerado e incontrolado de Irak.
2. Porque no se puede ceder ante opciones políticas de baja
calidad: ni ante las ínfulas de grandeza gaullistas, ni ante la noción de
construir la unidad europea en base a antiamericanismo y dominación
"unilateral" de Chirac acompañada del "seguidismo" alemán y
de otros.
3. Porque en política internacional y ante peligros y amenazas
graves y complejos, la conducta responsable no se puede guiar por
actitudes antiamericanas, o fundamentalismos pacifistas, o simplezas aldeanas
de pasividad y aislacionismo cómodo y suicida.
En fin, la papeleta que le ha dejado a los EEUU la estupidez de
algunos líderes europeos es de órdago. Se trata de encontrar el camino para
acabar con el régimen de Hussein con el menor daño para el pueblo iraquí, para
las instituciones internacionales y para la estabilidad mundial. Pero la
inacción no hace más que pudrir la situación y hacer más difícil la acción
futura. Empieza uno a sentir verguenza ajena ante la
habilidad despiadada de Hussein frente a su pueblo y la torpeza y
obsolescencia suicida de diversos "líderes" europeos.