INVITACIÓN AL DESASTRE

Artículo de WALTER LAQUEUR en "La Vanguardia" del 27-2-03


No hay soluciones ideales para la posguerra de Iraq, pero si los informes que proceden de Washington son correctos, la Administración norteamericana ha optado por la peor y la más peligrosa. Se ha creado una Oficina para la Reconstrucción y Ayuda Humanitaria, bajo el mando de un general, que suministrará agua y alimentos a la numerosa población refugiada resultante de la acción bélica. Iniciativa sensata, pero los fondos destinados a este organismo son notablemente insuficientes. Se trata de la primera vez en la historia en que se crea una institución de tales características incluso antes de estallar una guerra. Sólo que los planes destinados a implantar un nuevo orden político constituyen una invitación al desastre. Porque Washington, en lugar de invitar a otros países, sobre todo a los países vecinos de Iraq y a ciertos países árabes y, por supuesto, a la oposición iraquí y otras fuerzas iraquíes, a participar en la creación de este nuevo orden político, ha optado por el llamado "gobierno directo": una autoridad máxima norteamericana –civil– se responsabilizará de la gobernación del país por un periodo mínimo de dos años con ayuda de un consejo compuesto de 20 a 25 consejeros iraquíes. Washington teme que un gobierno federal iraquí –con los kurdos en el norte, los chiitas en el sur y los suníes en el noroeste y el centro del país– no funcione; que Irán trate de dominar sobre la región chiita y los saudíes la parte central, y que los turcos se vean tentados de invadir la zona kurda y, tal vez, incluso los yacimientos petrolíferos de Kirkuk y Mosul. Estos temores no carecen de fundamento, ya que se producirán choques de intereses, encarnados quizá en la actuación de diversos señores de la guerra al servicio de las distintas fuerzas en conflicto. Pero, por esta razón, más valdrá no marginar a las distintas partes interesadas en la reconstrucción del nuevo Iraq, sino, por el contrario, incluir su participación en ella. De todos modos, si no resulta viable hallar una solución aceptable (cosa muy plausible), más valdrá que se enfrenten mutuamente y que los norteamericanos o la ONU actúen de árbitro.

Los responsables de la política norteamericana deberían consultar los libros de historia. El Iraq moderno es una construcción artificial creada por los británicos en 1921. Los británicos trataron también de implantar el gobierno directo, pero, cuando constataron el grado de oposición, redujeron su presencia a un mínimo y transfirieron rápidamente el poder a los iraquíes. Siguieron siendo un poder en la sombra, pero ésta es otra historia. Pese a todo ello, resultaba más fácil abordar la situación en los años veinte, en la medida en que no había riesgo de interferencia exterior: Irán y Turquía estaban enfrascados en sus propios problemas y, en cuanto a Arabia Saudí, apenas existía.

Se suele exagerar el peligro de una desintegración de Iraq, pero piénsese que no son viables a largo plazo ni un Estado chiita en el sur ni una Mesopotamia suní, y que, después de un periodo de agitación y descontento, sumarán fuerzas y la producción petrolífera no se verá fundamentalmente afectada, ya que su misma existencia depende de ella.

El verdadero peligro estriba en que parecerá que el gobierno directo de EE.UU. carga sobre sus espaldas con todas las acusaciones antiamericanas que señalan que el objetivo de Washington no es destruir las armas de destrucción masiva, sino colonizar el mundo árabe. El peligro no reside en la guerra de guerrillas –Iraq no es, fuera del Kurdistán, un país de guerra de guerrillas–, sino las repercusiones en otros lugares de Oriente Medio y en Asia. Además, la política y sociedad iraquíes se hallan sumidas en un laberinto increíble, precisamente porque es un país compuesto por tantas nacionalidades. La sociedad iraquí se apoya en lealtades de carácter tribal y de una relación de tipo amo-servidor, y es prácticamente imposible complacer a todo el mundo. La complejidad que presenta esta situación se halla en gran medida más allá del alcance de factores extranjeros, de modo que la idea de establecer un sistema democrático a lo occidental en el próximo futuro es pura fantasía. Se presentarán los mismos problemas que surgieron en Alemania después de la guerra: encontrar personas aptas que se responsabilicen de la administración del país y no involucradas en los crímenes del antiguo régimen, por dos veces en el poder, como los nazis, y que ha asesinado a tantos de sus súbditos. Será difícil impedir un baño de sangre una vez derrocado el régimen del Baas; cuando las fuerzas alemanas de ocupación se retiraron de Francia en 1944, decenas de miles de franceses –muchos colaboracionistas y otros inocentes– fueron asesinados por sus compatriotas en un arreglo de cuentas generalizado.

Para Norteamérica sería un acto suicida involucrarse en el cenagal de la posguerra iraquí. No hay –como ya se ha dicho– soluciones ideales, pero son patentes ciertos escollos que hay que evitar. Debería dejarse el gobierno de Iraq en manos de las personas mejor conocedoras de los vericuetos de las coordenadas iraquíes. Washington abriga sospechas sobre la oposición iraquí –tal vez no sin fundamento– y los norteamericanos han estado amenazándola con la ruptura de relaciones en caso de que se atreviera a declarar la creación de un gobierno independiente. No obstante, debería reservarse una voz a la oposición iraquí (aunque desde luego no en régimen de monopolio) en la gobernación del nuevo Iraq, en unión de la representación de las fuerzas del país deseosas de desmantelar la herencia tiránica de Saddam.

Norteamérica no puede admitir el sistema de gobierno directo ni por un plazo temporal, sea éste cual fuere. Iraq no es el único problema que Washington afrontará en los próximos años; en una palabra, no puede permitirse el lujo de empantanarse en un solo país para realizar una tarea para la que no cuenta ni con los recursos ni con el poder de resolución –en términos realistas– de llevarla a cabo en exclusiva. Norteamérica avanza por una senda peligrosa, por lo que se refiere a la posguerra iraquí. Afortunadamente, la política exterior de EE.UU. se caracteriza por el pragmatismo. Si advierte que un tipo determinado de política no funciona, cambiará su rumbo. Es de esperar que admita sin tardanza esta realidad.

W. LAQUEUR, director del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington
Traducción: José María Puig de la Bellacasa