EL ATLANTISMO DE RAYMOND ARON

 

  Artículo de JOSÉ MARÍA LASSALLE en “ABC” del 28.01.2004

AHORA que las relaciones trasatlánticas entre los EE. UU. y Europa se encuentran dañadas por la ofuscación de quienes tratan de ponerlas en entredicho desde la ribera europea, sería bueno recordar el valor que Raymond Aron atribuyó a las mismas. Lo curioso del asunto reside en que esta reflexión la plantea precisamente un pensador francés comprometido con la causa europeísta. Un politólogo y sociólogo educado en el laicismo moderno de la prestigiosa Ecole Normal y que, además de catedrático en la Sorbona, fue capaz de mantener en solitario una brillante réplica al mandarinato intelectual que ejercían en el París de la postguerra el círculo de los Sartre, Althousser, Merleau-Ponty y Beauvoir.

Es cierto que las coordenadas del momento histórico que vivimos difieren de aquellas otras que definieron el escenario en el que Aron escribió El gran cisma (1948), El opio de los intelectuales (1955), Paz y guerra entre las naciones (1962), Ensayo sobre las libertades (1965) o La República imperial (1972), entre otros notables libros. Sin embargo, la estructura de su análisis sigue en pie, tan viva como entonces. A pesar de la caída del Muro de Berlín y la derrota del totalitarismo soviético, sigue siendo necesaria la articulación de un argumentario firmemente comprometido con la defensa atlántica de una libertad que está amenazada planetariamente, esta vez de la mano de los enemigos de la sociedad abierta emergidos de la resaca y el resentimiento provocados por la marejada de la Guerra Fría.

En este empeño trasatlántico la obra de Raymond Aron es de extraordinaria ayuda. Sobre todo porque concurre en su figura la condición de heredero de esa venerable tradición liberal francesa que hay que remontar a Tocqueville y los doctrinarios, y que alejada de los rigores racionalistas y positivistas continentales, introduce en su reflexión una longitud de onda que aproxima sus planteamientos al talante flexible y empírico de sus vecinos anglosajones. Buena parte de la grandeza aroniana reside precisamente en ser el testimonio final de un liberalismo de garra, combativo y militante, que a lo largo de los siglos XIX y XX tuvo que lidiar el ataque combinado de una vigorosa derecha populista y una no menos vigorosa izquierda totalitaria. Todavía en la actualidad hay reflejos de ese liberalismo francés; alguno tan sobresaliente como el que nos ofrece la figura intelectual del periodista y académico Jean-François Revel, al que hoy se impondrá en Madrid la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica.

Con todo, el mérito principal de Aron fue haber sido un pensador liberal que no evitó nunca la defensa de sus ideas, incluso en los tiempos sombríamente antiliberales y proclives al totalitarismo que le tocaron vivir. Creía fervientemente en la civilización liberal y en que tenía que ser defendida con valentía y decisión frente a quienes la amenazaban de palabra y hecho. Frente a los primeros, baste recordar su voz liberal clamando solitaria en medio del desierto antinorteamericano que fue la Francia de la Guerra Fría, especialmente durante la peligrosa turbamulta de Mayo del 68. Frente a los segundos, sus análisis constituyen todavía una especie de canon antitotalitario; quizá porque se perfilaron muy tempranamente, cuando decidió contradecir la vileza de su tiempo y asumir la condición de un «espectador comprometido» con la libertad. En este sentido, el compromiso personal aroniano con el liberalismo comenzó durante su estancia predoctoral en Alemania, cuando se incubaba la enfermedad totalitaria del nazismo. En contacto con ella comprendió que las democracias liberales no podían ser tolerantes ni pasivas frente a los regímenes y las ideas encanalladas por la pulsión totalitaria. De ahí que, de vuelta a Francia en 1934, su repugnancia hacia aquélla lo llevase a un enfrentamiento con quienes proclamaban un activismo antifascista, mientras callaban ante las purgas de Stalin. Por eso, terminada la II Guerra Mundial, el totalitarismo ya sólo tuvo un nombre para Aron: el comunismo soviético y sus terminales en Occidente.

Desde entonces, ya fuera en la universidad, el periodismo o la política, defendió siempre la libertad con apasionamiento. Aquí, siguió el ejemplo de su maestro Max Weber, para quien la acción no estaba reñida con el deseo de verdad que debe darse en el intelectual que vive la comezón de la vocación política. En tan extraño maridaje de registros reflexivos y prácticos fue siempre un hombre de convicciones. Una especie de decisionista liberal que basaba su antitotalitarismo en claves relativistas y escépticas, pues creía que la existencia humana es necesariamente dramática ya que se desenvuelve en un mundo incoherente que hace que se busque una verdad huidiza sin más seguridad que una ciencia fragmentaria y una reflexión formal. Desde esta base metodológica, Aron cultivó un pragmatismo analítico que exigía que el conocimiento y la acción no funcionaran como compartimentos estancos dentro de un escenario mundial en el que la libertad estaba en juego. Especialmente si sus defensores teóricos estaban obligados a pensar «en el momento y para el momento»; y hacerlo, además, dentro de un marco de excepcionalidad planetaria que caracterizaba la acción subversiva de un enemigo totalitario que no se paraba en barras ante nada ni nadie.

Dentro de tan difícil contexto es donde se localiza el atlantismo de Aron. Su defensa del vínculo trasatlántico nace de la constatación aroniana de que tan solo los EE. UU podían oponer una eficaz estrategia de contención ante la guerra no declarada que la URSS había desencadenado en Europa tras el bloqueo de Berlín y la edificación del Telón de Acero. Para Aron, el compromiso norteamericano con las democracias europeas iba más allá de la simple utilidad geoestratégica para entrar en el complejo terreno de las ideas. Como en 1917 y 1941, los EE. UU volvían a ser fieles a sus convicciones de potencia revolucionaria y progresista, salvaguardando así la civilización europea de la amenaza que suponían las divisiones soviéticas desplegadas en el centro de Europa. Si la democracia norteamericana permaneció en el Viejo Continente después de 1945 fue debido a su responsabilidad histórica y no a una vocación imperialista. De hecho, su gesto con Europa logró paliar la ruina material y la desolación moral de un continente que -sin mediar responsabilidad norteamericana en ello- se había pegado dos tiros en la sien en menos de cincuenta años.

A los ojos de Aron, la reanimación histórica de la agonizante Europa pasaba por su unidad, pero apoyándose lealmente en la fortaleza de su poderoso aliado atlántico. Conectada a la estrategia global de éste en la defensa de los valores occidentales, Europa podía desempeñar su rol y contribuir con su esfuerzo a la victoria de la libertad. Para ello, el vínculo trasatlántico debía ser plenamente operativo y desplegar una pedagogía de ida y vuelta: que los europeos aceptaran la buena fe de la mentalidad estratégica norteamericana y que los EE. UU se pusieran psicológicamente en el lugar de aquéllos e «hicieran eventualmente concesiones a fin de tomar en consideración el estado de ánimo de sus aliados».

Desde que fueron planteadas estas reflexiones el mundo ha cambiado. Sin embargo, el trasfondo de las mismas continúa. Si se altera el escenario podrá apreciarse que todo sigue prácticamente igual. Ya no existe el enemigo soviético, es cierto, pero el terror totalitario acecha bajo otras banderas. Desde el 11-S la reivindicación trasatlántica es más actual que nunca debido a su urgencia, siendo ahora los europeos quienes tenemos la responsabilidad histórica de considerar el estado de ánimo de nuestros aliados norteamericanos. España lo ha comprendido respondiendo con entereza al pulso que plantea el integrismo islámico a la sociedad abierta. Por eso, la lección personal y el atlantismo de Aron siguen proyectando su vigencia en estos tiempos, de nuevo sombríos, pero abiertos a la esperanza de quienes tienen la convicción de que los prodigios de la libertad volverán a dar sus frutos.