REFLEXIONES SOBRE LA «EXTRAÑA GUERRA»... FRANCO-ESTADOUNIDENSE

 

  Artículo de PIERRE LELLOUCHE, Diputado por París. Vicepresidente de la Asamblea de la OTAN, en “ABC” del 12.03.03

 

Cuando en política exterior, el principio de realidad, si bien indispensable para la estabilidad de las naciones, es criticado severamente por la pasión de los hombres y las ideologías, las catástrofes nunca andan muy lejos. Seis meses después del comienzo de esta extraña preguerra iraquí, cuatro meses después de la aprobación unánime de la muy célebre resolución 1.441, el mundo está muy cerca de alcanzar un punto de no retorno. Aquél en el que la razón se aleja, en el que están sembrados los gérmenes de seísmos a muy largo plazo.

¿De qué se trata? En todo caso, ya no se trata de Irak, ni de Sadam, ni del millón de muertos que tiene sobre su conciencia (si tiene una), ni de sus armas de destrucción masiva. No, a lo que asistimos es a una crisis mundial dominada por lo que debe denominarse el divorcio franco-estadounidense. Esta crisis tiene como epicentro una única cuestión: en esta posguerra fría peligrosa, dominada por la doble amenaza, la terrorista y la de las armas de destrucción masiva, ¿debe el destino del mundo ser confiado a Estados Unidos, primera potencia del planeta en todos los «ámbitos del juego» (economía, ejército, tecnología, cultura, finanzas...), respaldada por unos cuantos aliados fijos? ¿O debe el mundo estar dirigido de forma colegiada por un concierto de potencias, desde luego desiguales en términos de capacidades económicas o militares, pero iguales en derecho, dentro del «templo de la multipolaridad» que sería el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas? No resulta sorprendente que este debate esté provocado y estructurado por EE.UU. y Francia, las dos únicas democracias que todavía se consideran, y ello desde 1776 y 1789, portadoras de modelos de civilización realmente universales.

En Francia nos gusta hablar de «multipolaridad», de mundo «posmilitar» o del «arcaísmo de la potencia bruta». Preferimos (vieja costumbre francesa) el vértigo del verbo que supuestamente desmultiplica el estatuto de «potencia media» que no nos resignamos a aceptar. El wilsonismo ha cambiado de bando: ambicionamos representar el derecho y la moral frente a la fuerza bruta, ser los portavoces de Lula, de Mandela o de Porto Alegre frente a la potencia dominante, por tanto, injusta.

Huérfana de la guerra fría durante la cual de Gaulle supo hacer a medida un traje de «Grande» a una Francia aliada de EE.UU. pero casi equidistante de los dos «Grandes», la Francia de Chirac pretende ser el arquitecto del futuro mundo multipolar, a la vez que el piloto de una Europa poderosa, contrapeso de EE.UU. Una aspiración magna y hermosa que, además de hacer que la voz de Francia se oiga en el mundo, devuelva a los franceses un sentimiento de orgullo durante largo tiempo olvidado o canalizado por defecto en una Copa del Mundo de fútbol.

Este sueño, desde Irak, ha entrado en conflicto con el otro sueño. El de un EE.UU. que se siente en guerra desde el 11-S, decidido a acabar con todos los canallas de la posguerra fría. Talibanes afganos, financieros saudíes del islamismo, traficantes más o menos clandestinos de uranio, carbunco o misiles, de Pakistán a Corea del Norte, pasando por Irán e Irak. «Benevolent power», potencia benévola que se ve y concibe como tal, EE.UU. no ha soportado ver las muchedumbres alborozadas del mundo musulmán tras el 11-S. Como tampoco comprende que sus aliados más próximos, aquellos por los que derramó su sangre hace 60 años, le den hoy la espalda.

Es el canciller Schröder, primer canciller de la posguerra, que gana las elecciones con una plataforma anti-guerra y anti EE.UU.; es Francia que, tras haberle llevado a la mesa del Consejo de Seguridad cuando se disponía a bombardear en solitario a Irak, le tiende, así lo cree, la «emboscada» de las inspecciones repetidas; son estas muchedumbres europeas que se manifiestan contra Bush, olvidando los crímenes de Sadam y cuyos lemas pacifistas recuerdan aquello de «mejor rojo que muerto» de la última batalla de la guerra fría que fue la de los euromisiles. EE.UU. soñaba con tener libertad de acción (ni protocolo de Kioto, ni Tribunal Penal Internacional, ni OMC, ni ONU, ni siquiera OTAN), pero ahora está atrapado en una campaña mediática mundial que no controla, unas manifestaciones masivas en Europa, unas conversaciones interminables de Nueva York a Ankara; en una palabra, una hostilidad creciente del mundo que no comprende.

A corto plazo, la primera consecuencia de este «choque de ideologías», parodiando a Huntington, es que Sadam es el principal beneficiario. Ocupadas en despellejarse entre sí en vez de unirse, las democracias, alineadas tras París y Washington, dejan que el dictador iraquí juegue con el reloj hasta que las condiciones climáticas combinadas con el endurecimiento de muchas de las opiniones públicas hagan que el empleo de la fuerza sea más que aventurado. A más largo plazo, el divorcio franco-estadounidense es más devastador todavía. Porque al ser el enfrentamiento entre dos sueños, ignora simplemente la realidad. Por un lado, la realidad de los límites del poder estadounidense. Lo quiera o no (y el pueblo estadounidense así lo muestra en las encuestas), EE.UU. no puede gobernar por sí solo el mundo, ignorar a la ONU, el derecho internacional, encontrar en solitario a Bin Laden, ni siquiera reconstruir Irak por sí solo y menos todavía el Oriente Próximo de la posguerra. EE.UU. no tiene ni el monopolio de la sabiduría ni un poder sin límites: simplemente necesita aliados, unos aliados a los que, no obstante, parece esforzarse en alejar, decepcionar o exasperar con un comportamiento a menudo autista y unas instituciones incomprensibles vistas desde el exterior.

En cuanto a Francia, como en muchas ocasiones, trata de realizar una pirueta imposible entre sus ambiciones y sus medios. Suponiendo que el mundo multipolar que desea se ajuste realmente a sus intereses, dicho mundo tiene primero que existir, empezando por la Europa unida que acaba de estallar en pedazos, primera victoria de la competición franco-estadounidense. ¿Estamos realmente seguros de que los rusos que matan en Chechenia y los chinos que destruyen el Tíbet son nuestros mejores aliados frente a EE.UU.? ¿Estamos seguros de haber olvidado totalmente, pese a nuestra ambición multilateral, nuestros antiguos reflejos unilaterales con los Estados más «pequeños»? Si bien es cierto que remodelar Oriente Próximo, como proponen hacerlo desde Washington, es una empresa arriesgada, ¿hay que evitar recordar la historia de estas fronteras heredadas de los acuerdos Sykes-Picot justo después de la I Guerra Mundial? Por otro lado, ¿acaso no hicimos exactamente lo mismo, nada más acabar las guerras de Yugoslavia, al redibujar los Balcanes cuyas fronteras fueron trazadas, como las de Oriente Próximo, justo después del Tratado de Versalles?

Lo cierto es que la tormenta franco-estadounidense, ciertamente fascinante en el plano intelectual, es totalmente estéril. Satisface las pasiones, los juegos de política interior de ambos bandos, pero en absoluto sirve a los desafíos que aguardan al mundo en los años y décadas venideros. El mundo que se abre ante nosotros es realmente peligroso. En esto es profundamente diferente a la guerra fría en la que, tal y como decía Raymond Aron, la paz es ciertamente imposible, pero la guerra muy improbable. Por desgracia, la probabilidad de una guerra, de muchas guerras incluso, que pongan en juego armas de destrucción masiva está hoy mucho más presente, al igual que el riesgo de atentados terroristas masivos. Para las democracias, el único modo de protegerse de tales peligros es unirse y trabajar juntas en la lucha contra la proliferación y en la guerra contra el terrorismo. Todavía hay tiempo para rebajar la escalada de esta crisis y volver a la razón. El desarme pacífico de Irak, una solución con diferencia preferible a la guerra o a una retirada vergonzosa, todavía es posible. A condición de quererlo. Juntos.