¿ES POSIBLE UN IRAQ DEMOCRÁTICO? 

  Conferencia de Bernard Lewis  en “La Vanguardia” del 03.04.2003 

Derrocado el régimen de Saddam Hussein, ¿cuál será el futuro de Iraq? Bernard Lewis, gran conocedor de la evolución política de Oriente Medio, se muestra optimista sobre la instauración de una democracia tutelada que tenga en cuenta los sistemas de gobierno tradicionales.

 

Bernard Lewis es catedrático emérito de la cátedra Cleveland E. Dodge de Estudios sobre Cercano Oriente de la Universidad de Princeton. Empezó su carrera docente en 1938 como profesor de Historia Islámica en la escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres, donde fue catedrático hasta 1974, año en que empezó a dar clases en la Universidad de Princeton. Sus primeras investigaciones se centraron en la historia islámica medieval, en particular de movimientos religiosos como los ismaelíes y los hashashins; últimamente se ha centrado en el Oriente Próximo contemporáneo y, en especial, en la historia del imperio otomano. Es autor de numerosas publicaciones, entre las que cabe mencionar, en castellano: “El lenguaje político del islam” (Taurus, 1990), “Los árabes en la historia” (Edhasa, 1996), “El Oriente Próximo” (Crítica, 1996), “Las identidades múltiples de Oriente Medio” (Siglo XXI, 2000), “Los judíos del islam” (Letrumero, 2002), “Los asesinos: una secta islámica radical” (Alba, 2002), “¿Qué ha fallado?: el impacto de Occidente y la respuesta de Oriente Próximo” (Siglo XXI, 2002)



Cuál será el efecto de la caída de Saddam Hussein sobre las políticas de Oriente Próximo? La pregunta suscita dos respuestas y temores. Uno es que fracase el intento de establecer una democracia en Iraq, algo que provoca gran inquietud en muchas partes del mundo. Y el otro, quizá mayor, es que pueda tener éxito, lo que provoca una inmensa inquietud en la mayor parte de Oriente Próximo. Deseo analizar estos dos temores por separado y analizar también los diferentes modos en que son considerados, evaluados e interpretados.

En términos generales, predominan dos puntos de vista en el debate acerca de si es posible establecer un régimen democrático digno de ese nombre en el Iraq posterior a la salida, por el método que sea, de Saddam Hussein.

El primero podría resumirse así: los árabes son incapaces de un gobierno democrático. La democracia es un fenómeno puramente occidental que funciona bien en un número limitado de países occidentales. Es algo que la mayor parte de Europa continental está empezando a aprender. Así que la idea de establecer un sistema democrático en un país como Iraq es, como mínimo, fantasmagórica.

Siguiendo este razonamiento, asumimos que los árabes son diferentes de nosotros y tenemos que ser más, digamos, razonables respecto a lo que esperamos de ellos y lo que ellos pueden esperar de nosotros. Hagamos lo que hagamos, esos países acabarán gobernados por tiranos corruptos. Por lo tanto, el objetivo de la política exterior debería ser conseguir que sean tiranos amistosos y no tiranos hostiles. Creo que esto resume bastante bien lo que suele conocerse como el punto de vista “árabe”.

El otro punto de vista es algo diferente. Empieza más o menos en la misma posición: que los países árabes no son democracias y que será difícil establecer ese tipo de gobierno en estas sociedades. Sin embargo, los árabes son capaces de aprender y la democracia debería ser posible para ellos, siempre que los supervisemos y los encaminemos de forma gradual por nuestra senda o, debería decir, por su senda.



La herencia colonial



Este punto de vista es conocido como “imperialista”. Fue el método adoptado por los imperios británico y francés en los territorios sobre los que ejercieron mandatos y en algunas de sus colonias, donde crearon gobiernos a su imagen y semejanza. En Iraq, Siria y otras partes, los británicos crearon monarquías constitucionales y los franceses crearon inestables repúblicas.

Ninguna de esas formas de gobierno funcionó muy bien. De todos modos, todavía no se ha perdido la esperanza. El ejemplo indio es, a mi entender, el más alentador, y demuestra que la democracia puede funcionar bien siempre que las circunstancias sean las adecuadas.

Pasemos a valorar esas alternativas un tanto desalentadoras, empezando por la más común hipótesis del fracaso. A saber: la democracia está condenada al fracaso por la diversidad de la población iraquí, que fractura el país, aunque resulta difícil definir con precisión esas fracturas en términos geográficos.

No cabe duda de que semejante desmembramiento es un peligro real. Existen en el interior de Iraq importantes diferencias. Étnica y culturalmente, hay una gran mezcla. Los árabes son el grupo más numeroso, los kurdos ocupan el segundo lugar y luego hay otras minorías, entre las cuales la formada por los turcomanos es la más importante (la única de los grupos étnicos menores con una base étnico-geográfica para algún tipo de reivindicación política).

Hay también diferencias religiosas entre los suníes y los chiitas. Debemos admitir que un desmembramiento iraquí tendría un efecto perturbador sobre los países vecinos. No cabe duda que la aparición de un estado kurdo en el norte provocaría una, digamos, gran inquietud en Turquía, así como en Irán y otros lugares donde existen minorías kurdas. Ello convierte Iraq en un foco de peligro para toda la región, al este y al oeste, al norte y al sur.

El otro “peligro” –como he mencionado, el mayor peligro para los gobiernos de la región– es que en Iraq aparezca un gobierno democrático, decente, humano y civilizado, elegido por la población y subordinado a ella, que mantenga el imperio de la ley, las libertades civiles y otras circunstancias que en Occidente damos por sentadas, pero que en la mayor parte del resto del mundo son nuevas o aún desconocidas.

De nuevo encontramos aquí unas dificultades evidentes; y la más importante es la inexperiencia. Deseo llamar la atención sobre el caso de Turquía. Es cierto –y no creo que nadie lo discuta– que resulta difícil establecer instituciones democráticas en países con viejas e inmemoriales tradiciones de mando y obediencia. Con todo, la experiencia de la República de Turquía a lo largo del último medio siglo ha demostrado dos cosas. Primero, que es extremadamente difícil crear una democracia en una sociedad así y, segundo, que aunque difícil, no es imposible. Considero que el ejemplo turco es muy alentador en Oriente Medio y el mundo islámico.

Tendemos a hablar de esas tradiciones de mando y obediencia como si los gobiernos de la región hubieran sido siempre más o menos iguales a los actuales. Sin embargo, no es así. Muchos regímenes del pasado, por más que no fueran democráticos en el sentido moderno, eran sin lugar a dudas menos dictatoriales o despóticos que la mayoría de los actuales. Es importante reconocer que, si la democracia es una idea occidental moderna, también lo es la dictadura.

La dictadura, en Oriente Medio, es una innovación moderna debida en gran medida a la modernización inspirada por Occidente o la imitación de Occidente. No deberíamos hacernos ilusiones al respecto. En realidad, una importante razón de la hostilidad árabe y musulmana hacia Occidente es la tendencia de los habitantes de la región de Oriente Medio a culpar a Occidente de todos sus problemas. Y esta tendencia tiene cierta justificación.



Un poder absoluto



La occidentalización –o, si se prefiere, la modernización– ha tenido dos intensos efectos en el gobierno de Oriente Próximo. Para empezar, la tecnología moderna ha reforzado el poder de modo muy importante. Gracias al moderno aparato de vigilancia y represión, un gobernante de la región tiene hoy una autoridad mucho mayor y mucho más penetrante sobre su pueblo que la alcanzada nunca por los legendarios autócratas del pasado.

Saddam Hussein o cualquier minúsculo dictador de un pequeño estado posee una autoridad superior a la imaginado por un Harun Al Rashid o un Solimán el Magnífico. Ésos no fueron regímenes puramente arbitrarios; fueron autocráticos, sí, pero sometidos a la ley y limitados en su alcance.

Lo segundo que ha hecho la modernización es reforzar aún más la autocracia, debilitando o abrogando los poderes intermedios, esos elementos y órdenes de una sociedad que el gobernante debía antaño tener en cuenta, cuando no tratar con deferencia. Pienso aquí en el viejo término otomano “ayan”, que solía traducirse por “los notables”.

Estos notables, que incluían a grupos sociales y económicos, lograron ejercer un control restrictivo sobre la autocracia de los sultanes y los califas de antaño. Escribiendo desde Constantinopla en 1786, el embajador francés ante el imperio Otomano, el conde de Choiseul-Gouffier, informaba a su gobierno: “Aquí las cosas no son como en Francia, donde el rey es el único señor. Aquí debe convencer a los ulemas, a los hombres de leyes, a los titulares de altos cargos y a los antiguos titulares”. El proceso de modernización debilitó, y a menudo destruyó, esta contención del despotismo.

De manera que el tipo de dictadura que existe hoy en Oriente Medio es producto en no pequeña medida de la modernización. La occidentalización proporcionó el único modelo europeo que ha funcionado de verdad en la región: el modelo del estado de partido único, ya sea en su versión comunista o nazi, que no han diferido mucho. El instrumento clave de gobierno es el partido, que controla la vigilancia, la represión y el adoctrinamiento. El Baas tiene una doble ascendencia, fascista y comunista, y sigue representando muy bien ambas tendencias.

¿Por qué creo, pues, que hay esperanza? Ante todo, porque en el mundo islámico existen esas tradiciones antiguas, no de gobierno democrático, sino de gobierno sometido a la ley, gobierno por consenso y gobierno por contrato. La percepción islámica tradicional de gobierno es contractual y consensual. Y ahí existen posibilidades de cara al futuro.

Deseo volver a la cuestión de las relaciones exteriores de un Iraq que se haya librado de Saddam y que sea hasta cierto punto liberal, consensual y democrático en su orden político interno. Aquí hay dos cuestiones principales.

La primera es si las políticas de un Iraq posterior a Saddam serán pro occidentales: ¿serán receptivas y amistosas con Estados Unidos? Prefiero decir receptivas y amistosas en lugar de serviles, porque, si esperamos lo segundo, estamos derrotados desde el principio. Veo muchas razones por las que deberían ser receptivas y amistosas, y no dudo de la capacidad de nuestros diplomáticos para sustraer la derrota de las fauces de la victoria.

La segunda es: ¿habrá paz con Israel? Aquí, de nuevo, surge una pregunta difícil de responder. Está claro que la lucha contra el Estado de Israel no ocupa los primeros puestos de la lista de prioridades de quienes buscan una mayor libertad en sus países. Sin embargo, no sabemos a dónde llevará esa libertad una vez conquistada. Puede que un gobierno democrático, sensible a los deseos de sus ciudadanos, se vuelva más hostil a Israel en lugar de inclinarse a la paz.

De todos modos, no creo que las cosas vayan hacia un renovado enfrentamiento, y ofreceré una razón, sencilla, pero considero que muy eficaz, siempre que los gobiernos sean verdaderamente democráticos. Se ha dicho a menudo que las democracias no inician las guerras, pero suelen concluirlas. Las democracias no las inician por una razón muy sencilla: los gobiernos democráticos están subordinados a sus electores y pueden ser destituidos por ellos de sus cargos, y a la mayoría del electorado en la mayoría de países no le gustan las guerras, como tampoco los gobiernos que las inician.

La dictaduras, por su parte, no hacen la paz, porque necesitan un estado de guerra. Necesitan un enemigo exterior contra el que dirigir la rabia, los resentimientos, los agravios acumulados de su propio pueblo. Sencillamente, no se pueden permitir hacer la paz. Hemos visto varias veces en años recientes a qué medidas desesperadas han recurrido los dictadores y aspirantes a dictadores de Oriente Medio cuando ha habido un peligro real de que estallara la paz.

Por esta razón, me parece que una forma más democrática de gobierno en la mayor parte de la región estaría más dispuesta a buscar soluciones pacíficas a los problemas (al problema palestino, entre otros) que a perpetuar un estado de conflicto y guerra.

Y hay otra consideración regional, más importante e inmediata. También en años recientes se ha producido un formidable cambio en la situación política fundamental de la región, un cambio como no hemos visto otro igual en siglos. La historia moderna de Oriente Medio empieza, por acuerdo común de los historiadores, con la llegada del general Bonaparte a Egipto en 1798. Su llegada y su salida, provocada por la armada británica al mando del almirante Nelson, establecieron una pauta que resultaría ser duradera: unas potencias exteriores y rivales buscan el dominio o, al menos, la preponderancia en la región; los políticos de Oriente Medio las enfrentan entre sí y sacan todo el partido posible de esa rivalidad.

Toda una sucesión de actores diferentes ha interpretado este guión a lo largo de los dos últimos siglos, y el guión no ha variado. La situación cambió de repente con el derrum-be de la Unión Soviética. En lugar de dos, sólo había una potencia ex-terior, y pareció que los viejos juegos imperiales se detenían, porque nadie quería jugar. Los rusos porque no podían. Los estadounidenses porque no querían.

En Oriente Medio hubo intentos de crear o descubrir un sustituto al Tercer Reich o la Unión Soviética. El papel se le ofreció a Europa. Algunos países europeos se mostraron dispuestos a intentarlo, pero la mayoría carecía de la voluntad y ciertamente de la capacidad para desempeñar ese rol de modo eficaz.

¿A quién le toca ahora?

En resumidas cuentas, ¿hacia dónde vamos? Concluiré recordando una conversación que sostuve no hace mucho en Ammán con algunos amigos jordanos y palestinos. Discutíamos los diferentes aspectos de esta cuestión y entonces uno de ellos creyó concluir el debate con un argumento que seguro que todos hemos oído antes.

“Podemos esperar –dijo–. El tiempo está de nuestra parte. Nos deshicimos de los cruzados, nos deshicimos de los turcos, nos deshicimos de los británicos, nos desharemos de los judíos...”

Le respondí que su historia era incorrecta. Me contestó: “¿Qué quieres decir con que mi historia es incorrecta? ¡Es lo que pasó!”

“No –respondí–. Los turcos se deshicieron de los cruzados, los británicos se deshicieron de los turcos, y los judíos de los británicos. En esta secuencia, me preguntó que a quién le tocaba ahora.”

Este texto corresponde a una conferencia de Bernard Lewis en el American Enterprise Institute de Washington en octubre del 2002

TRADUCCIÓN: JUAN GABRIEL LÓPEZ GUIX